– Pobrecito. Deberías jugar conmigo alguna vez; eso te haría recuperar la dignidad -dijo Sam, entre risas-. Soy pésima. La última vez que jugué al strip póquer…

Él soltó una carcajada.

– Yo no estuve jugando al strip póquer con mis amigos.

– Ya me imagino que no. Bueno, ¿y qué tal el clima por tu barrio?

– No cambies de tema. ¿Lo del strip póquer…?

– Fue hace mucho tiempo.

– ¿Y qué te parece si lo rectificamos?

– ¿Estás proponiendo…?

– Sí, propongo que juguemos una partida. Así podrás resarcirte.

La risa de Sam era extremadamente sensual.

– Tal vez en otro momento -dijo-. ¿Has visto las revistas?

– Sí. Lo siento.

– No lo sientas. Hoy, un cliente me ha pedido un autógrafo. He sido famosa por un día.

– Te lo estás tomando muy bien.

– Así es la vida, ¿no?

– Sí y no. ¿Sabes qué? Eres justo lo que necesitaba hoy.

– ¿Sí? -preguntó ella, complacida.

– Sí.

– ¿Nos vemos el sábado?

– A menos que pueda convencerte de jugar esa partida de póquer esta noche.

– Esta noche no. Aún no.

Después, Sam le preguntó por Heather, y él por su última creación culinaria. Antes de que Jack se diera cuenta, había pasado una hora, y ella se tenía que ir porque Lorissa estaba atendiendo sola el café mientras charlaban por teléfono.

Aquella noche, Jack soñó que la tenía entre sus brazos, con la piel mojada y caliente, como cuando habían nadado a la luz de la luna, charlando, riendo y besándose. Y a pesar de no haber tenido relaciones sexuales con ella, aquella primera cita había valido más que cualquiera de las noches que había pasado con una mujer. De hecho, había sido la noche más ardiente y sensual de su vida.


El sábado llegó antes de que Sam se diera cuenta. El día amaneció fresco y nublado, pero el clima no impidió que fuera a hacer surf y a nadar con Lorissa y los demás, como siempre. Cuando terminaron, Lorissa abrió el café y Sam subió a su piso para prepararse.

– Ya basta -se dijo al ver su excitación reflejada en el espejo-. Sólo es un hombre.

En efecto, sólo era un hombre. Un hombre muy atractivo que la hacía reír y que besaba como los dioses. Pero Sam estaba decidida a impedir que se repitiera lo de la otra noche. Sólo se verían para ayudar a los chicos. Aquel día, Jack la fastidiaría de alguna forma, y ella dejaría de pensar en él, de soñar con él.

Oyó que un coche entraba en el aparcamiento y corrió a la ventana. Pegó la nariz al cristal, y al ver el Escalade de Jack se le hizo un nudo en el estómago.

No era precisamente un síntoma de fastidio. Sin embargo, el día aún era joven, y ella nunca llegaba más allá de la segunda cita sin querer deshacerse del hombre con el que hubiera quedado. De modo que sólo era una cuestión de tiempo.

Capítulo 7

Sam bajó corriendo al Wild Cherries y se quedó junto a la barra con tanta naturalidad como pudo, justo cuando Jack entraba en el local. Se recordó que tenía que mantener la calma, pero aunque hacía fresco, la visión de Jack le provocaba un calor infernal.

A causa del clima, los clientes del café pedían bebidas calientes, en lugar de los típicos zumos y refrescos. Sam sabía que Lorissa y las dos chicas que había contratado aquella temporada podrían ocuparse del local en su ausencia.

Lorissa estaba a unos pocos metros, pasando un trapo húmedo por la barra, y sus cejas arqueadas indicaban que no sólo había visto llegar a Jack, sino que también había visto a Sam llegar corriendo.

Skurfer estaba sentado cerca de la ventana con unos amigos y, por su sonrisa cómplice, era evidente que también lo había visto. Sam le hizo una mueca, pero cuando Jack avanzó directamente hacia ella, el corazón le dio un vuelco. Llevaba una camiseta blanca, unos pantalones de los San Diego Eals, gafas de espejo y una expresión inescrutable.

Ella se sentó en un taburete, con el pulso acelerado. Lorissa puso dos tazas de chocolate caliente delante de ella y le susurró:

– Cuidado. Se te cae la baba.

Sam miró a Jack acercarse y respiró profundamente.

– Hola -dijo, con toda la naturalidad posible.

– Hola.

A él se le iluminó la cara y se quitó las gafas. Le brillaban los ojos, y Sam pensó que aquella mañana estaba muy guapo.

Jack se sentó junto a ella y aceptó la taza de chocolate.

– Gracias -dijo, bebiendo un poco-. Hoy no hace tanto calor como esperaba.

Tal vez no, aunque Sam sentía que se estaba asando al ver cómo se movía la nuez de Jack cuando bebía.

Él la tomó de la mano y la miró de la cabeza a los pies. Sam llevaba un vestido de tirantes color turquesa. Sabía que la tela era muy fina y se le transparentaba el biquini, y también sabía que tenía un aspecto aceptable.

Pero por el calor de los ojos de Jack supo que podía considerarse bastante más que aceptable.

– Otra vez con el biquini debajo de la ropa -comentó él, bebiendo un poco más de chocolate.

– Me he tomado a pecho eso de que nos van a tirar al agua.

– Sí. Sólo espero que Heather estuviera bromeando al decir eso.

– Pronto lo sabremos.

– Sí.

Él se puso en pie y, sin soltarle la mano, la hizo levantarse. A Sam se le desdibujó la sonrisa al verlo mirarla con tanta seriedad.

– ¿Qué pasa?

Él sacudió la cabeza y la tomó de la nuca con la mano que tenía libre. Con el rabillo del ojo, Sam vio que Lorissa estaba atenta a todos sus movimientos.

– Me he pasado toda la semana pensando en ti -murmuró Jack.

El comentario la dejó sin aliento. Igual que el beso tierno que le plantó en los labios.

– ¿Nos vamos?

– Sí -contestó ella.

Tremendamente consciente de las miradas de todos los que estaban a su alrededor, Sam no fue capaz de reconocer que ella también había estado pensando en él. Cada segundo.

– Que os divirtáis -dijo Lorissa, recogiendo sus tazas-. Y tened cuidado.

Salieron al aparcamiento. Jack le abrió la puerta del acompañante, pero en vez de entrar, ella lo miró a los ojos y declaró:

– También he pensado en ti.

Acto seguido, Sam se acomodó en el asiento y cerró la puerta, ante la expresión de sorpresa de Jack. Cuando él entró en el coche no dijo nada. No era necesario; su sonrisa lo decía todo.

«Que os divirtáis», había dicho Lorissa. Y tened cuidado.

El único problema era que no había forma de que Sam pudiera hacer las dos cosas al mismo tiempo; no con aquel hombre.


La feria bullía con la actividad previa a la apertura. Jack miró su puesto y dijo:

– Lo decía en serio.

Sam rió. Había docenas de juegos en los que se podía perder tanto dinero como se quisiera, y más. Había puestos de artesanía, y una amplia variedad de ofertas gastronómicas. Camino de su puesto, Jack había tenido que detenerse a firmar autógrafos y, aunque lo hacía de buen grado, eludía las preguntas personales, tan reservado como siempre.

La música llenaba el aire, y Sam se descubrió sonriendo con anticipación y entusiasmo cuando vio el sitio que les había tocado. Era un enorme depósito de agua con un asiento encima, que parecía un trampolín, y encima estaba el lugar al que había que lanzar las pelotas. Cuando una diera en el blanco, el asiento se caería.

– Mira el lado positivo, Jack. Hay que tirar desde muy lejos, y el blanco es muy pequeño. Ningún niño le va a dar. Nos pasaremos el día secos.

– ¿Sí? ¿Por qué no vas y lo compruebas? De hecho, yo seré el primero en lanzar, sólo para asegurarnos.

– Oh, no -contestó ella, entre risas-. Deberías ir tú primero.

– ¿Y eso por qué?

Sam se moría por ver si estaba tan guapo mojado a plena luz del día como lo estaba a la luz de la luna.

– Para comprobar que es seguro -dijo, en un arrebato de brillantez.

Él rió con complicidad, y cuando sonó su móvil, contestó.

– ¿Ahora qué pasa, Heather? ¿No nos hemos visto hace tres minutos en la entrada? -preguntó, con fastidio-. ¿Que estás a punto de abrir y necesitas que me coloque en ese asiento? Genial, gracias. Sí, sí, yo también te quiero, pero no dormiría con los dos ojos cerrados si estuvieras conmigo.

Jack cortó la comunicación, se guardó el teléfono en el bolsillo y miró el enorme barreño con terror.

Sam no pudo contener la risa.

– Creía que no le tenías miedo al agua.

Él se quitó los zapatos y los pantalones, debajo de los cuales llevaba un bañador azul.

– No le tengo miedo a nada -dijo, quitándose la camiseta.

Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no tragarse la lengua. Como había comprobado la semana anterior, el hombre no había perdido ni uno solo de sus músculos desde que había dejado de jugar. Sam había estado leyendo mucho sobre su trayectoria profesional. Había sido uno de los mejores jugadores de baloncesto del país, hasta que las múltiples lesiones en la rodilla y las operaciones subsiguientes lo habían apartado de la cancha. Jack aseguraba no tenerle miedo a nada, pero ella sabía que no era cierto, porque se lo había dicho.

– Salvo al compromiso -le recordó-. Te da miedo el compromiso afectivo.

Él le tiró la camiseta a la cara. Cuando Sam se la quitó, después de embriagarse con su delicioso perfume, Jack arqueó una ceja.

– Dijo la sartén al cazo.

Ella levantó la cabeza.

– De acuerdo -dijo Jack-. A ninguno de los dos nos gusta reconocer que tenemos miedo. Somos grandes, fuertes y con una superficie impenetrable -caminó hacia la escalera que conducía al asiento colgante-. Pero apuesto tu bonito trasero a que mi superficie impenetrable se congelará si alguien consigue dar en el blanco.

Sam contuvo la risa al ver la cara que ponía mientras se sentaba; parecía que prefería que lo torturasen a tener que estar allí.

– No te preocupes. Estoy segura de que el agua no está tan fría.

– Me aseguraré de que lo compruebes.

Jack miró a la multitud que se abalanzaba desde la puerta principal. En menos de un minuto, había una larga fila de niños ansiosos por tirar a Jack el Escandaloso al agua.

En secreto, Sam esperaba que alguno lo consiguiera. Deseaba ver aquel cuerpo perfecto mojado y reluciente.

La primera en intentarlo fue una niña de unos siete años. Sam le cambió los billetes por dos pelotas pequeñas.

– Tíralo -dijo-. Está deseando darse un chapuzón.

La niña falló el primer lanzamiento, se mordió el labio inferior y miró a Sam con los ojos llenos de determinación.

– Lo quiero hundir.

Ella la hizo cruzar la línea y la acercó un metro y medio a Jack.

– Inténtalo de nuevo.

– ¡Eh! -protestó él.

Sam lo miró y sonrió divertida.

La pequeña volvió a fallar, y a Sam le pareció oír que Jack suspiraba aliviado.

El siguiente de la fila era un adolescente que parecía tener un buen brazo. Sam le dio las dos pelotas y lo animó a derribar a Jack.

– Lo haré -prometió el chico.

La primera pelota dio en el borde del blanco, pero no con la fuerza suficiente para soltar el asiento.

– Vamos, puedes hacerlo -lo alentó Sam, evitando mirar a Jack mientras el chico se preparaba para su segundo tiro.

– ¿Sam? -la llamó Jack.

El adolescente se detuvo.

– Por cada chico al que animes a hundirme -continuó Jack-, compraré una pelota cuando tú estés aquí. Y créeme, no voy a fallar ni una sola vez.

Todos los de la cola rieron.

– Eso podría costarte mucho dinero -replicó ella-. Y además, no me gustaría que te hicieras daño en el hombro con el esfuerzo. De hecho, voy a hacer un cartel de advertencia, porque ahora que lo pienso, los jubilados no deberían jugar en esta atracción. Es muy peligroso para su salud.

Más risas.

A Jack se le dibujó una sonrisa perversa.

– No te preocupes por mi salud, cariño. Puede que esté jubilado, pero sigo estando en plena forma.

Las hormonas de Sam se descontrolaron totalmente.

El adolescente lanzó su segunda pelota y dio de lleno en el blanco.

Los niños saltaron de alegría al ver caer a Jack, y cuando volvió a la superficie, se echó el pelo hacia atrás y miró a Sam directamente. Siguió haciéndolo mientras se empujaba hacia arriba para volver al asiento. Mojado y reluciente, con el aspecto del dios pagano del pecado y mirándola con ojos brillantes, Jack sonrió con malicia.

Sam tragó saliva e hizo pasar al siguiente.

Una joven que lo miraba con tanto deseo como ella le dio los billetes, se humedeció los labios y se aseguró de estar tan cerca de la línea como pudiera.

– No me voy a mover de aquí hasta que lo tire -le dijo a Sam-. No me importa cuánto dinero me cueste.

Le costó cinco dólares. Y esta vez, cuando Jack volvió al asiento, miró a Sam y murmuró:

– Dos.

Ella parpadeó.

– Has conseguido que me tiren dos personas -le aclaró él-. No creas que he olvidado mi promesa.