– Es mi trabajo.
No obstante, Sam procuró no animar a la siguiente joven de la cola y respiró aliviada cuando falló. Pero entonces apareció la niña más adorable del mundo. No tendría más de cuatro años, y tenía el pelo negro y largo, y los ojos más oscuros que Sam había visto en toda su vida. Iba de la mano de una mujer que llevaba una acreditación de voluntaria de la fundación de Heather.
– Es una de nuestros niños -dijo la mujer-. Thelma vive en un hogar cercano al centro recreativo, y parte del dinero que ganemos se dedicará a comprarle juguetes.
Sam miró a la niña a los ojos y sintió que se le partía el corazón.
– En ese caso, cariño, invito yo.
– ¿Me das una pelota?
– Te daré todas las que necesites para tirar a Jack al agua.
Sam se sacó veinte dólares del bolsillo para sumarios a la recolección del día. Después alzó a Thelma, se la apoyó en la cadera, tomó la canasta con las pelotas y cruzó la línea de lanzamiento.
– Húndelo -dijo.
Thelma rió divertida y lanzó la primera pelota, que fue a parar a menos de un metro.
Sam se acercó más al blanco y miró a Jack a los ojos.
Él arqueó una ceja.
– ¿Tres Sam?
Ella levantó la cabeza y animó a la niña a tirar otra pelota. Thelma falló, y Sam siguió avanzando hacia el depósito de agua.
La multitud reía a carcajadas. Jack parecía inquieto y resignado a la vez.
El tercer tiro fue precioso. Thelma dio en el blanco, y Jack se dio otro chapuzón. Pero en lugar de volver al asiento salió del barreño y, sin siquiera tomar una toalla, fue directo hacia Sam, que estaba a punto de dejar a la niña en el suelo. Al verlo acercarse, sintió que no le convenía soltarla.
– Thelma, ¿qué te parece si vamos a…?
– Hola -dijo Jack, agachándose para mirar a la pequeña a los ojos-. ¿Sabes quién soy?
– Sí. Vuelas y haces canastas.
Jack soltó una carcajada, igual que los que estaban a su alrededor.
– Lo hacía antes. Y ahora voy a hacer volar a la preciosa dama que te tiene en brazos. Directa al agua, igual que yo. ¿Quieres verlo?
Thelma aplaudió encantada.
A Sam se le aceleró el corazón.
– Bueno, no creo que Thelma quiera bajar…
La niña estiró los brazos hacia Jack, que, mojado y todo, la alzó y sonrió enternecido.
– Esta es mi chica. ¿Me quieres ayudar?
Thelma asintió, y todos miraron a Sam con expectación.
– No creo haber accedido a sentarme ahí -dijo ella, mirando de reojo el agua helada-. Estoy segura de que sólo dije que iba a ayudar.
– Sí, y esto va a ser de gran ayuda -replicó Jack-. Verte en biquini y mojada me ayudará enormemente. Salvo que tengas miedo, claro. Estoy seguro de que los chicos entenderán que no quieras…
– Está bien.
Sam se bajó la cremallera del vestido, se lo quitó y se lo lanzó a Jack, que lo atrapó con una sonrisa, encantado de verla con aquel biquini blanco. Se recogió el pelo con una coleta y, antes de darse la vuelta, miró a Jack una vez más.
Al ver la pasión y el hambre con que la miraba, el corazón le dio un vuelco.
– No te preocupes -le dijo él-. El agua sólo está un poco fría.
– Gracias.
Sam fue hacia el depósito, subió las escaleras mientras todos la aplaudían y se sentó en aquel pequeño asiento mojado a esperar a que la derribaran.
Vio que Jack le acariciaba la cabeza a Thelma antes de tomar una pelota, que decía algo a la gente y que todos se reían. Puso los ojos en blanco. Ella había conseguido que lo derribaran, y él tenía que hacer lo mismo con ella. Era una cosa de hombres, una estúpida afirmación de la masculinidad. Por ello, Sam no entendía por qué sentía cosquillas en el estómago, por qué se le tensaban los muslos, por qué se le estaba calentando el cuerpo.
Era increíble, pero aquel juego tonto la estaba excitando y, mientras él la amenazaba con la pelota, decidió que necesitaba ir a un psicólogo.
Gracias a su impecable puntería, Jack la tiró en el primer intento. Sam cayó dando un chillido, haciéndolo sonreír de oreja a oreja. Cuando tocó fondo se impulsó hacia arriba y salió a la superficie. Se sacudió el agua de la cara y, sin mirarlo, volvió a sentarse.
Pero él sí la miró. Y la miró. Las piernas largas y torneadas, la piel húmeda, el pelo…
Thelma rió y dio unas palmadas.
– ¡Más!
Jack soltó una carcajada.
– Lo que tú quieras, preciosa.
Al final del día, Sam tenía una agradable sensación de agotamiento. Con el pelo mojado, se sentó en el coche de Jack y echó la cabeza hacia atrás.
– ¿Estás cansada? -preguntó él, desplomándose en su asiento-. Porque yo estoy hecho polvo. Quién habría pensado que tirarte al agua me iba a cansar tanto.
– Ya te lo había advertido. El deporte es peligroso para los jubilados.
Él le lanzó una mirada cargada de intención.
– ¿Me estás pidiendo que te demuestre que aún no estoy para el geriátrico? Porque suena a eso, y, créeme, este cuerpo está en perfectas condiciones, como puedes comprobar cuando quieras.
Ella rió.
– ¿Esos comentarios te funcionan con las mujeres?
– Sí -reconoció él, algo avergonzado.
Sam sacudió lentamente la cabeza.
– Es una afirmación que deja muy mal parado a mi sexo.
Jack puso el motor en marcha, y salieron del aparcamiento.
– Creo que Heather ha conseguido recaudar un montón de dinero.
– Entretener a los niños es mucho más cansado de lo que creía.
– Lo has hecho muy bien -afirmó él, volviéndose a mirarla un momento-. Gracias por…
Sam soltó una carcajada y negó con la cabeza.
– No lo hagas.
– ¿Qué?
– No me des las gracias.
– Bueno, pero ¿por qué no?
Ella se encogió de hombros.
– Porque también has hecho un gran trabajo, y no te voy a dar las gracias. Todos deberían hacer algo así por su comunidad, y me avergüenza decir que no lo hago; no realmente. Pero me gusta cómo me siento ahora, así que voy a tratar de cambiar eso.
Él la miró, pero no dijo nada hasta llegar al Wild Cherries. Entonces apagó el motor, se desabrochó el cinturón de seguridad, se giró en el asiento para poder mirar a Sam de frente y la tomó de la mano.
– Eres una mujer increíble, Samantha O’Ryan. ¿No te lo habían dicho nunca?
Ella supo que su sonrisa era más soñadora de lo que habría querido.
– Para. No me conoces lo suficiente como para decir eso. No sabes la verdad.
– ¿Y cuál es la verdad?
– Que soy una mandona, que no tengo pelos en la lengua y que no suelo respetar las reglas. Entre otras cosas.
– ¿Y cuál es el problema?
Jack levantó una mano, le arregló el pelo y le pasó un dedo por el cuello.
– ¿Eso no te asusta?
– ¿Que seas mandona, no tengas pelos en la lengua y no respetes las reglas? -preguntó, mirándola a los ojos y riendo-. Si fueras mi asesora financiera, tal vez. En ti no me asusta.
Jack bajó la cabeza y le besó la base del cuello. Ella cerró los ojos y se dijo que el motivo por el que no le tenía miedo a él era que lo que había entre ellos no iba a ninguna parte. A ninguna parte, excepto probablemente al dormitorio, algo que ya sabían los dos.
Sam se lo repitió para asegurarse de no olvidarlo. Aquello no iba a ninguna parte. Ninguno de los dos quería comprometerse afectivamente.
No obstante, por más que se lo repetía una y otra vez, no le sonaba bien, lo cual la dejaba ante un problema mayor: la posibilidad de que aquello fuera más que una aventura de verano.
No. Era algo temporal, divertido y desinhibido, pero nada más. Y, de momento, mientras Jack le besaba el cuello y le bajaba la mano por la cadera, para ella estaba bien. De hecho, estaba muy bien.
Aun así, sospechaba que pronto iba a necesitar otra charla que le levantara la moral.
– ¿Jack?
Él le dio un mordisco y un beso en el hombro.
– ¿Quieres entrar?
– ¿A tomar otra taza de chocolate? -preguntó él, levantando la cabeza para mirarla.
– No exactamente. No sólo trabajo aquí. Vivo en el piso de arriba del café.
– ¿En serio?
– Sí. No me gusta que la gente lo sepa, porque…
– Porque podría aparecer cuando tú no quieres.
– Sí. Perdón por no habértelo dicho.
– Lo entiendo. De verdad.
Sam imaginó que lo hacía, porque compartía su criterio.
– Tengo unas lociones de hierbas arriba, preparadas por una amiga que sabe lo que hace. Podría ponerte un poco en la rodilla, para aliviarte el dolor.
Él parpadeó una vez, lento como un búho.
– Bueno, salvo que tengas otra cosa que… -añadió ella.
Sam se sintió tonta y se volvió para abrir la puerta, pero él la detuvo y la giró para que lo mirara.
– Me encantaría entrar.
Capítulo 8
Mientras caminaban hacia el Wild Cherries, podían oír el suave silbido de la brisa marina del atardecer, el sonido de las olas rompiendo contra la playa y el tráfico de la carretera.
Jack siguió a Sam por las escaleras de la parte trasera del café hasta su piso, y la miró mientras sacaba las llaves del bolso y abría la puerta. Ella se apartó a un lado para que pudiera pasar, y en el fondo de sus ojos verdes, Jack vio buen humor, inteligencia y hambre. De él.
Y se habría atrevido a atacar de no haber visto que había algo más. Cariño.
No el cariño de «me encanta tu cuerpo» ni el de «hazme gozar esta noche» sino algo mucho más profundo. Jack respiró hondo, preguntándose cómo reaccionar.
Una parte de él quería salir corriendo de allí. Otra, quedarse y hacer lo que nunca había hecho: aceptarlo, arriesgarse, alimentarlo.
Evidentemente, estaba perdiendo la cabeza. Por su propio bien, ninguna mujer había llegado a conocerlo realmente, y ninguna iba a hacerlo. Ni siquiera Sam, que vivía frente a la carretera más transitada de la ciudad, encima de un café de mala muerte, y que no parecía interesada por su fama y su dinero; una mujer que, una semana atrás, lo único que sabía de él era que se llamaba Jack.
Pero ya sabía quién era, y si algo había aprendido con los años de acoso del público, de la prensa y de todos los que estaban a su alrededor, era que había muy pocas personas no se dejaran afectar por su fama.
No. Como le había dicho durante aquel baño de medianoche, no quería una relación, por muy tentadora que fuera. Y aun que Sam era divertida, estimulante, atractiva y maravillosa, nada alteraba su decisión.
– Deja de pensar tanto, Jack -dijo ella-. No es complicado. Lo único que quiero es ayudarte a aliviar el dolor.
Otro elemento de confusión, porque él no le había dicho que le dolía la rodilla. De hecho, no habían hablado del tema, ni de su trabajo anterior. Ella había bromeado con lo de la jubilación, pero había sido todo.
Jack estaba acostumbrado a salir con mujeres que esperaban que fuera la estrella que la prensa había hecho de él. Lo cierto era que aquéllas que querían su fama querían las ventajas que conllevaba y esperaban que él se las proporcionara.
Desde el primer momento se había dado cuenta de que Sam era distinta. Ella seguía sin tener idea de lo atractivo que había sido para él que no lo hubiera reconocido, pero acababa de mencionar su rodilla, lo que significaba que tenía algo más que un conocimiento superficial de su historia.
– No vas a encajar muy bien aquí -advirtió Sam-, es un piso muy pequeño.
Acto seguido, lo tomó de la mano y lo llevó a la cocina, que aunque era pequeña como un armario, era cálida y acogedora. El suelo no estaba lustrado, pero estaba limpio. Las sillas no hacían juego con la mesa, pero quedaban bien. Las alacenas no tenían puertas, y se podía ver que su interior estaba minuciosamente ordenado.
– ¿Cuánto hace que vives aquí? -preguntó Jack.
– Desde que empecé a trabajar todo el día para Red.
– ¿Tu tío?
– Sí. Y cuando se jubiló hace unos años, me pareció lógico comprar el edificio. Desde luego, estoy hipotecada hasta las orejas y cuando esté muerta y enterrada seguiré pagando letras -confesó, entre risas-. A veces, el presupuesto me obliga a comer lo que sobra en el café, pero es el precio de tener un espacio propio.
Él había comprado una casa de varios millones de dólares en las colinas sin pensárselo dos veces. Tenía tanto dinero que rara vez miraba el precio de las cosas y nunca, nunca, comía sobras para vigilar su presupuesto. En realidad, no tenía presupuesto.
Sam miró las sillas y después la enorme figura de Jack y, con una sonrisa, sacudió la cabeza. Lo hizo pasar de la cocina al salón, que también era pequeño, cálido y acogedor. Había dos ventanas con vistas al mar, más suelos de madera y un sofá sorprendentemente largo que parecía tan cómodo que Jack estuvo a punto de suspirar.
El piso no debía de tener más de sesenta metros cuadrados, no mucho más que su vestíbulo, y aun así, Jack nunca se había sentido tan en casa como en aquel momento.
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