Sabía tan bien y era tan grande y cálido, que se acurrucó contra él y disfrutó de sus caricias. Pero cuando Jack le puso una mano en el trasero y comenzó a acariciarla cerca de los senos, soltó una carcajada y dijo:
– ¡Para!
– ¿Estás segura?
Era obvio que no estaba segura en absoluto. Temblaba de deseo por él; Jack podía verlo, podía sentirlo.
Sam oyó los gritos de los otros surfistas desde la orilla y supo que se burlarían de ellos.
– Jack…
Él sonrió antes de apartarla de su regazo.
– Deja de distraerme. Aquí viene una buena.
Y se marchó, dejándole el cuerpo ardiendo por su contacto. Jack necesitó dos horas más para conseguirlo, y ella tuvo que ayudarlo. No se rindió en ningún momento, ni siquiera cuando Red y dos de sus compinches se unieron a ellos y les ofrecieron ayuda entre bromas e insinuaciones. Pero finalmente logró remontar una ola sin caerse de la tabla ni acabar con la cara en la arena. Agotado, se desplomó en la playa.
Sam dejó a Red y a los otros en el agua, fue con él y le dio una palmada en el trasero.
– No ha estado mal.
La respuesta de Jack fue poco más que un gruñido.
– Entonces… nos vemos el fin de semana que viene.
Él abrió un ojo.
– ¿Qué?
– Para la clase de baloncesto, ¿recuerdas?
– ¿Por qué tenemos que esperar una semana?
– Porque hemos empezado a practicar los fines de semana, y he pensado que para qué estropear un buen plan.
– Necesito un motivo mejor.
La verdadera razón era que ella necesitaba que pasaran siete días entre cada uno de sus encuentros, porque eran demasiado fuertes.
– Porque ahora mismo no estás en condiciones de enseñarme nada -contestó, en un arranque de lucidez.
– Ah, sí. Cierto.
– De verdad, no lo has hecho tan mal.
– Supongo que si aún te oigo, significa que estoy vivo.
Jack casi no podía mover los músculos. Sam lo recorrió con la mirada, angustiada por lo mucho que deseaba tumbarse encima de él. Normalmente tenía mucho más control sobre su deseo.
– ¿Qué tal la rodilla?
– Sí digo que fatal, ¿me llevarás a tu casa y me harás sentir mejor?
Lorissa, que se había acercado con Cole, movió la cabeza con disgusto.
– Y yo que tenía tantas esperanzas puestas en ti…
– Un desastre, ¿eh?
– Ni que lo digas.
– Sí, puede que tengas razón -reconoció Jack, poniéndose en pie y tomando a Sam de la mano ¿Y qué te parece esto? Te invito a desayunar.
– Mucho mejor -dijo Cole. Rió al ver la mirada desconfiada de Lorissa.
– Pero es la hora de la comida -puntualizó Sam.
– De acuerdo. ¿Puedo invitarte a comer? -preguntó.
– Tengo que trabajar.
– Yo te cubro -ofreció Lorissa.
Pero Sam negó con la cabeza.
– Prefiero trabajar.
– Está bien -dijo Jack, parpadeando con inocencia-. En ese caso, ¿puedes ponerme un poco de loción en la rodilla antes de que me vaya?
Sam no se lo podía negar, y él lo sabía. Antes de que pudiera pensárselo mejor, Jack la siguió a su piso y al pequeño cuarto de baño, donde guardaba el ungüento.
Cuando Sam se dio la vuelta para darle el frasco, él la tomó de las caderas y la apoyó contra el tocador.
– Jack…
– Sam -murmuró él, rozándole las mejillas con la boca-, no puedo dejar de pensar en ti, en tu sabor. Déjame probarte otra vez.
Jack sólo llevaba puesto el bañador; tenía el pecho desnudo y mojado; sus hombros parecían increíblemente anchos, e inclinaba la cabeza mientras le mordisqueaba las comisuras de los labios. La estaba acariciando con delicadeza, con la misma concentración absoluta que había dedicado a intentar aprender surf.
Ella le pasó las manos por la espalda, cubierta de arena, y le dio lo que quería: otro beso. Con un gemido gutural, él le devoró la boca y dejó la loción en el lavabo para poder sujetarle el trasero con las dos manos, mientras ella le rodeaba la cintura con las piernas y lo abrazaba por el cuello.
– Mmm… -gimió Jack al atraerla contra su erección.
El deseo de entregarse y de dejar que le hiciera el amor en ese preciso momento era tan fuerte, que Sam estuvo a punto de quitarse el biquini y ponerse de rodillas. Sin embargo, se apartó.
– Tengo cosas que hacer -dijo.
Necesitaba poner tiempo y distancia entre ellos para poder volver a respirar con normalidad. Iría a preparar emparedados en el café para despejar su mente y tal vez se tomaría un trozo de tarta de chocolate. Estiró la mano hacia atrás, tomó el frasco de loción y se lo dio.
– Nos vemos el sábado.
– Cobarde -bromeó él.
Aun así, Jack la soltó y la siguió hasta la puerta, por lo que Sam supo que era tan cobarde como ella.
Durante la semana siguiente, Sam se mantuvo ocupada. Tenía el café, que afortunadamente estaba a pleno rendimiento con la actividad del final del verano. También tenía a sus amigos, el surf y otro montón de cosas en su vida, además de su obsesión por hacer brownies comestibles.
Pero estar en el agua sólo le recordaba al hombre con el que soñaba todas las noches. Y no la ayudaba que Lorissa se divirtiera preguntando por él, ni que Jack la llamara todas las tardes para pasarse horas hablando por teléfono.
Para cuando llegó el sábado y se estaba vistiendo para reunirse con él, apenas podía mantenerse en pie. Se iba a acostar con él, aunque no precisamente para dormir. Bien al contrario, se metería en la cama con él para moverse mucho; una clase de ejercicio que le fascinaba.
Y después, terminaría con él y podría seguir con su vida. Así había sido siempre, y así sería aquella vez. Lo besaría con ternura y se iría. Y nunca lo volvería a ver.
Desde luego, sería algo mutuo. Sam no tenía grandes ilusiones sobre sí misma. No se consideraba gran cosa; de hecho, sabía que podía ser bastante difícil, que era una solitaria natural y que no estaba hecha para las relaciones.
Con todo aquello en la cabeza, condujo hasta la casa de Jack. Ella había propuesto que se reunieran en un colegio o en un gimnasio, pero él se había reído y había dicho que quería intimidad.
Intimidad. A ella le sonaba bien.
No le sorprendió que viviera en la zona más elegante de Malibú, y cuando llegó a la entrada se quedó mirando la casa de playa más grande que había visto en su vida. No tenía idea de por qué no se le había ocurrido que Jack Knight sería millonario. Probablemente tenía más dinero del que ella podía soñar y más formas de gastarlo de las que podía contar. Con cierta incomodidad, llamó al portero electrónico y esperó.
– Hola -dijo él, por el altavoz-. Estás muy apetecible.
Ella miró lo que había tomado por un espejo y se dio cuenta de que era una cámara. Rió, porque, a falta de ropa apropiada para jugar al baloncesto, se había puesto unos pantalones cortos de neopreno y dos camisetas de tirantes, una encima de la otra, además de una sudadera para protegerse del frío de las primeras horas de la mañana. No se podía decir que estuviera exactamente elegante. Había encontrado unos calcetines en el último momento, y los había metido en las zapatillas que tenía colgadas del cuello.
– ¿Necesito una clave para entrar o qué?
– No, sólo una sonrisa.
Oírlo la hizo sonreír.
La puerta se abrió para dejarla entrar. Sam condujo hasta la casa, detrás de la cual estaba su adorado océano. Aparcó justo frente a las escaleras y echó un vistazo. La finca, hectáreas y hectáreas de césped y jardines naturales, la dejó sin habla.
No podía imaginar cómo sería tener tanto terreno, con una playa privada, libre de bañistas y de suciedad. Era el paraíso en la tierra.
– Esto es demasiado para mí -murmuró mientras apagaba el motor, preguntándose si Jack tendría criados y cocineros.
Se recordó que había ido porque tenían una conexión sexual. Una atracción que le calentaba la sangre y que le imploraba que pasara a la acción.
Que pasara a la acción con él. Además, había gastado mucho dinero en aquellas clases de baloncesto, y la tacaña que había en ella no lo iba a desperdiciar. Pero por mucho que su mente insistiera en que era una mala idea, su cuerpo esperaba que aprender a jugar al baloncesto significara tener las manos de Jack encima todo el tiempo.
Capítulo 10
Jack bajó corriendo para recibirla.
– Oh, oh -dijo, tomándole la mano para hacerla salir del coche-. Tienes una cara…
– ¿Qué cara?
– Como si estuvieras pensando en escapar. Pero ya es tarde. Ya te tengo.
Sin soltarle la mano, Jack le quitó las zapatillas del cuello, se las puso debajo del brazo y empezaron a subir las escaleras.
– Este lugar es enorme.
– Sí; me gusta tener mucho espacio.
– Tiene el tamaño de un pueblo pequeño.
– Casi -convino él, poniéndole una mano en la espalda, porque se moría por tocarla-. ¿Lista para un poco de trabajo duro?
– ¿Trabajo? ¿Eso es el baloncesto para ti?
– Lo era. Hoy serás tú la que trabaje y yo el que se divierta.
Ella miró el vestíbulo, que se elevaba hasta la segunda planta y tenía unos enormes ventanales que lo hacían muy luminoso.
– ¿Qué haces aquí? ¿Jugar al baloncesto?
– No, rompería los cristales y mi decorador me mataría.
Sam se quedó mirándolo, y él soltó una carcajada.
– Estoy bromeando. Bueno, casi. Heather me decoró la casa, y ahora que lo pienso, probablemente me mataría si rompiera algo. Así que hazme un favor y no toques nada.
Aquello la hizo sonreír, y a él también.
– Mucho mejor -murmuró Jack, atrayéndola a su abrazo-. No puedes jugar al baloncesto si no sonríes. Esa es la primera regla.
– ¿Y cuál es la segunda?
– Si te dijera que te tienes que quitar la ropa, ¿me creerías?
Entre risas, Sam se apartó.
– Buen intento.
Recorrieron el inmenso salón y atravesaron el comedor formal que nunca se usaba hasta llegar a otro salón en donde había una moqueta mullida, un televisor enorme, tres de los sofás más grandes del mercado y un bar con bebidas de todo tipo.
– Este es mi lugar favorito. El más frecuentado.
Ella asintió, observando que las paredes estaban llenas de fotos de sus amigos, su familia y los acontecimientos de su vida.
– Es muy bonito.
– Gracias -dijo él, levantando un sobre de la mesita-. Cole ha sido muy amable y ha registrado todas mis caídas del sábado pasado, y ha sido más amable aún al dármelas -le mostró algunas de las humillantes imágenes de él en el agua y sacó la que más le gustaba-. Esta la pondré en la pared en cuanto la amplíe.
Sam lo miró y tomó la fotografía.
– Salimos los dos.
– Sí.
La imagen era de después de hacer surf, por lo que Jack sólo llevaba puesto el bañador, y Sam aquel biquini negro que tanto lo excitaba. Cuando Cole había levantado la cámara, Sam había empezado a apartarse, pero él la había rodeado con un brazo. Ella se había vuelto a mirarlo y le había dedica do una sonrisa tan llena de afecto, que a Jack se le había derretido el corazón y había sonreído de oreja a oreja. Cole había captado aquel preciso instante.
– ¿Vas a poner una foto nuestra con las de tu familia y tus amigos?
– Sí. ¿No eres mi amiga, acaso?
Ella cerró la boca y miró la imagen con el ceño fruncido.
– Yo creía que…
– ¿Qué?
Sam le devolvió la fotografía y se dio la vuelta.
– Que estábamos jugando. Que estamos jugando. Yo te enseñé a hacer surf, y ahora tú me enseñas a jugar al baloncesto. ¿Dónde está la cancha? Estoy segura de que tienes una completamente equipada.
Jack se dijo que si ella quería comportarse como si no pasara nada entre ellos, por él estaba bien. Aunque ya no lo alegraba tanto aquella fobia al compromiso como había imaginado.
– Fuera -contestó.
La cancha estaba cruzando la cocina y el lavadero, en el jardín trasero, pasando la piscina olímpica. Sam contempló el asfalto agrietado y lleno de hoyos y las antiguas canastas, una de los cuales se había torcido en la última batalla campal con varios amigos.
– Esto es como una cancha callejera -dijo.
Él sonrió.
– Sí. ¿No te encanta?
– Pero, ¿dónde están los suelos de madera, las canastas de último modelo?
Él se acercó y la tomó de la barbilla para que lo mirara.
– No crecí en una casa como ésta, ¿sabes? Crecí en un barrio normal y corriente, y jugaba al baloncesto en la calle. Me gusta jugar así.
Ella sonrió, pero enseguida se puso seria.
– Jack…
– No. No cambies de idea.
Sam cerró los ojos.
– No quiero que esto termine. Pero si me quedo, si jugamos, no vamos a parar ahí. Y entonces, mañana todo habrá terminado.
– No te entiendo. ¿Por qué se va a terminar?
– Porque me habré cansado de ti. Siempre me canso de los hombres después de acostarme con ellos.
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