– ¡Cuánto dinero para la fundación de Heather! Es increíble.

Lo que era increíble era aquella noche. Jack había imaginado que se aburriría; jamás había pensado que podía pasarlo tan bien.

– Sam…

Ella estaba mirando a Heather, que dirigía la subasta.

– Me cae bien -afirmó-. No dudo que sea muy prepotente, pero yo también lo soy, así que…

– Sam…

Entre risas, ella bajó la cuchara, se lamió los labios y se volvió a mirarlo.

– ¿Sí?

Le brillaban los ojos y seguía con aquel moño descolocado que lo hacía querer deshacérselo y jugar con sus rizos. Sin poder evitarlo, Jack estiró una mano y le pasó un dedo por los labios para quitarle un resto de helado, y después se lo llevó a la boca.

A ella se dilataron las pupilas y entreabrió la boca, como si de repente le costara respirar.

A él, sin duda, le costaba.

– Yo soy el siguiente.

Ella le miró la boca.

– ¿Qué?

– La subasta. He donado algo, y es lo que se va a subastar ahora.

– ¡Qué tierno! ¿Qué has donado?

– A mí.

En cuanto lo dijo, se oyó la voz de Heather.

– Y para terminar, una serie de lecciones privadas de baloncesto con uno de los mejores jugadores de nuestro tiempo: Jack Knight. La subasta se abre en doscientos dólares.

Sin dejar de mirarlo, Sam arqueó las cejas lentamente.

– Doscientos cincuenta -dijo Heather, aceptando la oferta de un hombre sentado en las mesas de adelante.

Sam tomó su paleta. No había pujado en toda la noche, y Jack tampoco, porque ya había hecho una donación importante.

Pero en aquel momento, sin apartarle la mirada, Sam levantó su paleta.

– Doscientos setenta y cinco -dijo.

Desde la tarima, Heather sonrió.

– ¿Alguien ofrece trescientos?

– Trescientos -gritó un hombre desde el fondo.

Sam flexionó la muñeca para volver a levantar la paleta, pero Jack soltó una carcajada y la detuvo.

– Basta.

Ella le sacó la lengua, y él tuvo la irresistible necesidad de besarla.

– Trescientos cincuenta -gritó Sam.

A partir de entonces la subasta se volvió un delirio, y Jack dejó de impedirle que participara, aunque le preocupó verla hacerlo con tanto ímpetu.

– Sam…

– Setecientos cincuenta -dijo Heather-. Si nadie ofrece más…

– Ochocientos -gritó Sam.

– Ochocientos -repitió Heather, impresionada-. Ochocientos a la una, ochocientos a las dos, ochocientos a las tres -bajó el mazo-. Adjudicado a la señorita de negro con la enorme sonrisa.

Jack no pudo contener la risa. Sam estaba sonriendo.

– Estás loca.

– Puede ser.

– No tenías por qué hacerlo.

– No te preocupes, Jack. Nunca hago nada que no quiera.

– ¿En serio? -preguntó él, apartándole un mechón de pelo de los ojos-. ¿Y ahora qué te gustaría hacer?

– ¿Hemos terminado con esto?

– No sé tú, pero yo ya he cumplido con mi parte.

– Entonces, vámonos de aquí.

Acto seguido, Sam se puso en pie y lo tomó de la mano. Encontraron a Heather, agobiada, pero feliz con el dinero que había recolectado. Sam le firmó un cheque y se guardó en el bolso el vale para las lecciones.

Heather abrazó a su hermano con fuerza.

– Gracias por hacer esto. Te debo una.

Él miró a Sam, pensando en lo que había ganado aquella noche.

– No me debes nada.

– No ha estado tan mal, ¿verdad? No ha habido ningún escándalo.

– ¿Esperabais que los hubiera? -preguntó Sam.

– No, pero los periodistas están tan ensañados con Jack que son capaces de cualquier cosa -contestó Heather, antes de despedir los con un beso-. Buenas noches, chicos.

– Buenas noches.

Jack abrió la puerta de la cocina y le apoyó una mano en la espalda a Sam para llevarla afuera.

– Oh. Acabo de recordar que… -se oyó decir a Heather.

Jack suspiró y se volvió a mirarla.

– ¿Qué es lo que acabas de recordar?

– Un último favor…

– ¿Qué?

– El carnaval de los niños la semana que viene. Andamos escasos de voluntarios. Serán unas pocas horas. Podríais hacerlo juntos. Será divertido. Os lo prometo.

Jack suspiró.

– Comida gratis…

Sam lo miró con expectación.

– Me gusta la comida gratis.

Él soltó otra carcajada.

– Has oído la parte de «podríais hacerlo juntos», ¿verdad? Significa que te comprometes a hacer lo que sea, te guste o no.

– No me molesta.

– Por los niños -insistió Heather-. Es todo por los niños, Jack.

– ¿Y qué pretendes que hagamos? -preguntó él-. Porque estoy seguro de que hay algo que no me estás diciendo.

– Bueno, no es nada complicado. En serio. Es muy fácil de hacer. No tendréis ningún problema, y a los chicos les encanta…

– ¿De qué se trata, Heather?

– De sentarse al borde de un barreño gigante para que os derriben a pelotazos.

– Por mí está bien -dijo Sam-. Me gusta el agua.

Las dos mujeres sonrieron y se volvieron a mirar a Jack, pero fue la prometedora sonrisa de Sam la que lo cautivó y lo hizo gruñir, porque sabía que estaba perdido.

Capítulo 5

Hicieron una parada en una hamburguesería para tomar unos refrescos, aunque los dos eran conscientes de que sólo era una forma de prolongar la noche, y Sam no podía creerse lo mucho que se estaba riendo en aquella pequeña mesa del local medio vacío. De hecho, no podía creerse nada de lo que había pasado aquella noche, y pensar en su cita a ciegas la hacía sonreír.

Pero la sonrisa se le desdibujó cuando volvieron al coche. La noche estaba llegando a su fin, y ella aún no sabía si debía besarlo o no.

En realidad, ya lo había hecho, y con una naturalidad que la asombraba. Aquella noche había superado sus mejores expectativas, y sentía que necesitaba retirarse y pensar.

De modo que mientras iban hacía el café decidió no decirle a Jack que vivía arriba, sobre todo porque no sabía si sería capaz de resistirse a invitarlo a entrar.

En la carretera, Jack la tomó de la mano. Su expresión la hizo estremecerse de placer, y supo que quería más que un beso. Igual que ella.

Pero querer y tener eran dos cosas distintas. Sam necesitaba consultarlo con la almohada, lo que significaba que ninguno de los dos iba a tener lo que quería. No aquella noche.


Cuando llegaron al aparcamiento del café, la luna iluminaba el mar. Jack sintió que Sam se retraía y se volvió para mirarla.

– ¿Estás bien?

Ella sonrió, aunque tenía la mirada triste.

– Sí.

– Sam…

– Sólo estoy pensando -declaró, poniéndole una mano en el brazo para tranquilizarlo-. Suelo estar callada cuando pienso. Gracias por esta noche. Ha sido maravillosa.

– Sí, maravillosa.

Jack apagó el motor y salió a abrirle la puerta.

– Buenas noches -dijo ella, preparada para marcharse.

– Al menos deja que te acompañe hasta tu coche.

– No te molestes. Voy a entrar un momento, tengo cosas que hacer.

Él asintió y la observó con detenimiento, preguntándose qué había pasado para que se asustara tanto.

– ¿Siempre trabajas hasta tarde?

– A veces -contestó ella con tono distante, como si su mente ya estuviera en el café-. No me pasa nada, no te preocupes.

Y con otra media sonrisa, se dio la vuelta y empezó a andar.

Jack la tomó de la muñeca.

– Sam…

– Me tengo que ir, Jack.

Pero en un arrebato, Sam se volvió y le dio un beso rápido antes de irse.

A pesar de su repentino silencio y de lo impaciente que parecía por alejarse de él, Jack se quedó mirándola y vio que no entraba en el café ni buscaba su coche, sino que desaparecía en dirección a un peñasco.

La siguió por curiosidad y se detuvo en seco al encontrar las sandalias de Sam en lo alto de la roca. Levantó la cabeza y oteó en la oscuridad de la noche. Allí estaba ella, de pie en la orilla. Antes de que Jack pudiera reaccionar, Sam se llevó las manos a la espalda, se bajó la cremallera del vestido y, sencillamente, lo dejó caer.

La luz de la luna le bañaba el cuerpo mientras terminaba de quitarse el vestido. Apenas cubierta por lo que parecían unas braguitas negras, Sam se enderezó, permitiéndole disfrutar de sus hombros y de su esbelta espalda desnuda.

Sin darse la vuelta se metió en el agua, se zambulló en una ola y desapareció.

Jack se quedó paralizado, sin poderse creer lo que veía, pero como ella no volvía a la superficie, corrió hacia la playa.

– ¡Sam!

Se había quitado los zapatos y la chaqueta, y estaba empezando a bajarse la cremallera de los pantalones cuando vio aparecer la cabellera rubia entre las olas.

Un segundo después, la vio zambullirse de nuevo. Estaba buceando.

Aquello lo tranquilizó, aunque sólo un poco. Ya no estaba tan preocupado por su seguridad, pero lo inquietaba verla mojada y semidesnuda. Se quitó los pantalones, los calcetines y la camisa y se metió en el mar.

El agua estaba tan fría que por un momento le cortó la respiración, pero la situación era tan excitante que empezó a nadar y a zambullirse entre las olas, dejándose llevar por el impulso.

Entre el cielo negro encima y el mar ennegrecido a su alrededor, la experiencia era casi surrealista y resultaba difícil definir qué estaba arriba y qué abajo. Jack buceó por debajo de las olas, sintiéndose imponente sin motivo, y emergió cerca de Sam.

Ella volvió la cabeza dando un grito ahogado y parpadeó al verlo.

– ¡Jack! Me has dado un susto de muerte.

– ¿Qué creías que era? ¿Un tiburón?

A ella se le dibujó una sonrisa.

– Me habría sorprendido menos.

– ¿Creías que no sabía nadar?

– Creía que te habías ido hace tiempo.

– ¿Ningún hombre ha querido acompañarte a la puerta ni asegurarse de que estabas a salvo antes de irse?

En vez de contestar, ella se dejó arrastrar por el oleaje y desapareció de la superficie. Pero debió de quedarse pensando en lo que le había preguntado, porque cuando volvió junto a él, se echó el pelo hacia atrás y dijo:

– Estoy sola desde hace mucho, mucho tiempo.

Jack se acercó un poco más y la miró a los ojos.

– Ahora no estás sola.

– Tal vez quiera estarlo.

– ¿En serio?

Sam se quedó mirándolo un momento y después soltó una sonora carcajada.

– No -reconoció, antes de desaparecer un instante-. ¿Sigues ahí?

Él le tocó la cara.

– Sigo aquí. ¿La gente no se queda contigo, Sam?

– Algunas personas.

– ¿No tienes familia?

– Tengo un tío, y a Lorissa la considero parte de mi familia.

A él se le ablandó el corazón un poco más. Aunque su hermana lo volviera loco y sus padres trataran de manejarle la vida, los quería y no podía imaginarse sin ellos.

– ¿Cuántos años tenías cuando perdiste a tus padres?

– Mira, aquí viene una buena ola, ¿no la vas a aprovechar?

Sam emitió un sonido de fastidio cuando la ola los levantó unos segundos para volverlos bajar.

– No te pierdas la próxima -dijo.

Y él no lo hizo. Remontó la siguiente ola y, cuando volvió con Sam, estaba sonriendo.

– No creo que haya nada comparable a esto de salir a nadar a medianoche.

– No lo hay -afirmó ella-. Tenía catorce años cuando perdí a mis padres. Murieron en un accidente.

A él se le desdibujó la sonrisa.

– Dios. ¿Y qué hiciste?

Ella se encogió de hombros.

– Superarlo. Me fui a vivir con mi tío Red. Y tenía un montón de amigos, así que nunca estuve realmente sola. Me voy con ésta.

Sam se zambulló en la siguiente ola, brindándole una visión fugaz de su glorioso trasero. Cuando volvió con una sonrisa de oreja a oreja, Jack la tomó de las caderas y preguntó:

– ¿Tú tío te trataba bien?

– Tan bien como sabía.

Ella se apartó y se dejó llevar por otra ola para volver a aparecer cerca, pero no lo suficiente para que pudiera tocarla.

– Sam… no imagino como…

Una vez más, ella se encogió de hombros.

– No lo pasé tan mal. Terminé el instituto sin que nadie me dijera lo que podía y lo que no podía hacer, que era una estúpida o que no me estaba esforzando lo suficiente…

– Tengo familia, y nadie me dijo eso jamás.

– ¿No? Tienes suerte.

Comparar su vida con la de ella lo dejaba helado.

– ¿Tus padres te dejaron suficiente dinero para vivir?

– Algo, pero la casa estaba embargada y se perdió.

A él se le partió el corazón.

Sam lo salpicó.

– Quita esa cara de pena y zambúllete en la siguiente ola, o lo haré yo.

– No es pena, es empatía -puntualizó, atrayéndola hacia sí-. ¿No dejas que nadie se conmueva por lo que has tenido que pasar?

– No.

Jack pensó que iba a tener que empezar a hacerlo. Ella estaba tratando de librarse, probablemente calculando cómo desaparecer. Él no estaba dispuesto a permitírselo. Y no sólo porque tenía sus senos desnudos apretados contra el pecho.