– Sólo voy a ayudar a su hermana en un festival de beneficencia. Eso es todo. No es una segunda cita.
– Sí que lo es.
– No.
Consciente de que no iba a convencer a Lorissa cuando ni siquiera podía convencerse a sí misma, Sam se lanzó hacia la siguiente ola.
El lunes, Sam se saltó su baño matinal para ir, como todos los meses, a San Juan Capistrano. Como había hecho el primer lunes de cada mes durante los últimos cinco años, aparcó frente a la pequeña cabaña de la playa, subió las escaleras y llamó a la puerta.
Mientras esperaba, sacó un cheque del bolso e hizo una mueca de dolor al pensar en el dinero que le quedaba, sobre todo después de gastarse ochocientos dólares en Jack Knight en la subasta.
La puerta se abrió y apareció Red, un enamorado de la playa de sesenta y cinco años, piel curtida, hombros caídos y pelo largo. El hombre que le había dado un trabajo cuando tenía catorce años y demasiado tiempo libre en las manos. El mismo que, aunque nunca había querido tener hijos, la había acogido tras la muerte de sus padres, dándole todo lo que podía cuando la vida le había quitado tanto.
Y como siempre, verlo la conmovió profundamente.
A él se le iluminaron los ojos, pero acostumbrado a ponerle mala cara, se apoyó en el umbral, cruzado de brazos, y preguntó:
– ¿Ya ha pasado un mes?
– Sabes que sí.
– ¿Y qué quieres?
Ella le puso el cheque en la mano.
– ¿Tú qué crees?
Red miró el papel y, como todos los meses, frunció más el ceño.
– ¿Tiene fondos?
– Deposítalo y verás.
– Prefiero no tener problemas.
Era el mismo diálogo. Como siempre, él trató de devolverle el cheque, y ella se llevó las manos a la espalda.
– ¿Qué pasa? ¿Mi dinero no es lo bastante bueno para ti?
– Te he dicho que no quiero que me des dinero.
– He comprado tu local, te pago por eso. ¿Cuántas veces tenernos que discutir esto? Deposita el maldito cheque para reducir mi deuda, y pronto dejaré de llamar a tu puerta.
– De acuerdo. Supongo que no te habrás metido en líos.
– Supones bien -dijo Sam, echando un vistazo a su alrededor-. ¿Has contratado a una asistenta para que arregle este antro?
– Sí, con tu dinero. Gracias. ¿Seguro que no quieres que te devuelva el cheque? Podrías dar unas lecciones de cocina. Aprender a hacer brownies.
– Muy gracioso.
Todos conocían su esfuerzo por hacer brownies decentes. Y en realidad, el empeño tenía sentido. Cualquier psiquiatra habría disfrutado con ella, porque su madre siempre hacía brownies, y siempre estaban deliciosos.
En el fondo, Sam sabía que los estropeaba a propósito. Debía de tener algo en contra de ser feliz, o de desear el amor verdadero, o estaba asustada por alguna estupidez semejante.
Pero no le importaba y seguía intentando hacer brownies como los de su madre.
– O podrías comprarte ropa nueva -añadió Red, mirándole los pantalones cortos, la camiseta y las chanclas-. O incluso podrías cortarte el pelo. Tienes que buscarte un hombre.
– Para que lo sepas, no necesito ropa nueva ni otro peinado para conseguir un hombre.
– Pues yo no veo que lleves ningún anillo de compromiso.
– No me interesa casarme. ¿Cuál es el problema?
– Tal vez que me gustaría verte feliz y que te cuiden.
Sam se enterneció al oírlo, pero se mantuvo firme.
– Te lo agradezco mucho, pero soy capaz de hacerme feliz y, desde luego, puedo cuidarme sola.
– ¿En serio? ¿Lo tienes todo cubierto?
Ella levantó la barbilla.
– Por supuesto.
– ¿Y también puedes tener hijos sola?
– Mira, no he venido hasta aquí para que me des un sermón.
– Entonces, ¿por qué no te has ido? -preguntó.
Porque él era lo más cercano a un padre para Sam, y le apetecía pasar un rato con él.
– El tráfico es horroroso. He pensado que me invitarías a comer las sobras de tu cena de ayer.
– Está bien.
Red se apartó y le hizo un gesto con la cabeza para que entrara. En cuanto Sam llegó al último escalón, la tomó de los hombros y la atrajo hacia sí para darle un abrazo. Ella se quedó inmóvil.
– ¿Las sobras de la cena? -murmuró Red, entre carcajadas-. ¿Alguna vez te he dado de comer sobras?
– No, porque afortunadamente eres tan buen cocinero que rara vez sobra algo.
– Entonces supongo que tienes suerte, porque acabo de preparar la comida.
– ¿En serio? -preguntó Sam, fingiendo sorpresa.
El gesto lo hizo reír, porque los dos sabían que la esperaba y que, como siempre, había hecho algo de comer.
– Ven -dijo él, llevándola a la cocina, donde algo olía deliciosamente-. Y ponme al día.
Ella le contó las novedades, aunque sin mencionar nada de su cita con Jack, tal vez por el mismo motivo por el que no se lo había contado a Lorissa: porque no sabía qué decir.
Hacía un año que Jack estaba concentrado en llamar poco la atención y en divertirse. Y no lo había hecho mal. Había salido con amigos, había dado largos paseos en bicicleta todas las mañanas y había dedicado gran parte de su tiempo a los chicos a los que ayudaba Heather. Y últimamente había estado organizando y entrenando equipos de baloncesto.
Se sentía satisfecho con ello, o tan satisfecho como podía estar, hasta el día de su cita a ciegas con Sam. Aunque no tenía sentido, no podía dejar de pensar en ella. En ella escapando de los periodistas con él; en ella convirtiendo la subasta de caridad en algo divertido; en sus besos, que lo habían excitado tanto; y en los gemidos que dejaba escapar cuando la tocaba.
Por no mencionar lo de nadar semidesnudos a la luz de la luna en la primera cita.
Aquél había sido un agradable comienzo. Jack sentía que, en comparación, su vida había sido aburrida. Tal vez estuviera preparado para pasar a la siguiente etapa de su retiro, que, aunque no sabía en qué consistía, esperaba que incluyera a Sam.
Había llamado al Wild Cherries, pero no le había contestado nadie. Después había ido hasta el local, y estaba cerrado.
Al parecer, hasta las chicas de playa se tomaban días libres. Lo cual era una pena, porque aún faltaba mucho para su próxima cita.
Lo que Jack necesitaba era distraerse, y por suerte, los lunes por la noche jugaba al póquer con los amigos. Era su oportunidad de estar con ellos y de olvidarse de que todos eran deportistas, políticos o actores famosos. Todas las semanas se divertían jugando a las cartas y burlándose de lo que había dicho la prensa.
Aquella semana, Jack era el anfitrión. Cole fue el primero en llegar. Como siempre, llevaba un traje caro y vistoso, que lucía con una naturalidad impresionante. Jack sólo se vestía así cuando era necesario. Se habían hecho amigos en la universidad y, aunque sus vidas habían tomado rumbos distintos, seguían estando muy unidos. Sobre todo porque Cole nunca lo había tratado como una celebridad y jamás hablaba de baloncesto. Dos características difíciles de encontrar en el mundo de Jack.
Cole le arrojó un montón de revistas al pecho y fue a servirse un vaso de vodka.
– Esta noche vas a sufrir, colega -dijo.
Jack miró las revistas y vio que aparecía en todas. En People, US Weekly y un par más lo mostraban con Sam a cuestas por los jardines del club de campo. En otra revista salían sentados a la mesa, ajenos a la multitud que los rodeaba, compartiendo la comida y con las cabezas lo bastante cerca para besarse. Jack se sorprendió al ver la expresión de placer que tenía.
De su gesto en la siguiente foto, donde se lo veía sacando a Sam del club, sólo podía decir que se apreciaba una férrea determinación y un puro e indiscutible deseo.
– Oh, no.
– Oh, sí -replicó Cole, dejando el vaso en la encimera y sonriendo-. Esa chica es algo especial, ¿verdad? Puedes darme las gracias cuando quieras. ¿Vas a volver a verla?
– Cállate, Cole.
Su amigo dejó lo que estaba haciendo y miró a Jack detenidamente.
– Así que las fotos dicen la verdad.
– ¿La verdad?
– Que te gusta.
– No sé lo que me pasa.
– ¿No? Pues más vale que lo sepas antes de que lleguen los otros, o te harán pedazos.
Lo hicieron pedazos de todas maneras hasta que perdió la dignidad. Tanto, que hasta estuvo a punto de perder hasta la camisa.
El martes, Jack arbitró tres partidos de baloncesto y después volvió a llamar a Sam, lo que demostraba, una vez más, hasta qué punto había perdido el norte. Mientras estaba sentado esperando a que alguien contestara al teléfono, trató de hacer una lista mental de las cosas que le molestaban de ella, su estrategia habitual para no tener una segunda cita.
Pero la lista resultó ser muy corta, por no decir inexistente.
– ¿Diga? -contestó ella, con la respiración entrecortada.
– Sam, soy Jack.
Ella se quedó en silencio.
– Jack Knight -puntualizó él, sintiéndose estúpido.
– Sé quién eres, Jack. El primer hombre con el que he salido a nadar a medianoche.
A él se le dibujó una sonrisa. Le gustaba ser el primero; le gustaba mucho.
– ¿Cómo estás?
Jack descubrió que no era sólo una forma de entablar una conversación, sino que realmente quería saber cómo estaba.
– Si quieres que te diga la verdad, estoy en plena preparación de brownies y tengo la impresión de que esta vez me van a salir bien.
– ¿Por qué? ¿Sueles tener problemas con los brownies?
Ella suspiró.
– Hago los mejores emparedados del mundo, te lo aseguro. Mis galletas también son fantásticas. Pero soy un verdadero desastre con los brownies. Sin embargo, estoy convencida de que hoy voy a poder superarlo.
– ¿Quieres un catador?
– ¿Te refieres a…?
– Por unos brownies soy capaz de ir a China. Iré al café y los probaré.
– ¡No! Quiero decir, no estoy segura de que sea una buena idea. Nunca he conseguido que me salgan bien.
– Si están malos, te prometo que no diré nada.
– Mira, yo… -balbuceó ella-. No. No, gracias. Lo siento…
A él se le desdibujó la sonrisa. Lo había malinterpretado todo.
– No, está bien. Lo entiendo.
– Es que la otra noche fue tan… tan…
– «Tan» es una buena manera de definirlo.
– Supongo que estaba esperando verte el sábado y darme cuenta de que no eras tan divertido como pensaba.
De repente. Jack se sintió increíblemente bien.
– Suerte con los brownies, Sam.
– Los brownies…
Se oyó un ruido extraño, y Jack se dio cuenta de que Sam se había apartado del teléfono. Cuando volvió, estaba molesta.
– Tengo que llamar para que me arreglen ese horno. El maldito termostato está roto, y se ha quemado todo.
– ¿Así que ahora la culpa es del horno?
– ¿Qué? ¿Quieres que diga que se me ha quemado porque me has distraído? Llevas varios días distrayéndome. Aléjate, Jack. Y mantente fuera de mi cabeza hasta el sábado. Por favor.
– Lo haré, si tú lo haces.
– ¿Tienes el mismo problema?
Ella sonaba más preocupada que divertida, y Jack pasó de sentirse complacido a sentir otras emociones que no quería examinar.
– Nos vemos el sábado -dijo, antes de cortar la comunicación.
Jack se mantuvo ocupado organizando una liga infantil de baloncesto en el centro recreativo, pero sólo aguantó dos días hasta que volvió a llamar al Wild Cherries. La habría llamado a su casa, pero no le había dado el número. Le gustaba que no se lo hubiera dado; aquello quería decir que había sido sincera con lo de su fobia al compromiso, lo cual siempre era un rasgo muy atractivo en una mujer.
Y aun así, el corazón le latía a toda velocidad ante la idea de volver a oír la voz de Sam.
– Wild Cherries -contestó ella, aparentemente agitada.
– ¿Sam?
– Hola.
Había una sonrisa en la voz de Sam, y de repente apareció otra en la cara de Jack.
– Sólo quería oírte.
– Ya me estás oyendo. ¿Qué tal?
– ¿Has hecho surf hoy?
– Sí -contestó ella, antes de cubrir el auricular para hablar con alguien del bar-. Olvídalo, Nash. No le voy a decir eso.
– ¿Decirme qué?
– He cometido el error de dar de comer a unos amigos y ahora están molestando.
– ¿Qué quieren que me digas?
Ella vaciló un momento y después soltó una carcajada.
– Que ellos, y yo, te daremos una paliza si me haces daño. No comprenden que están amenazando a Jack el Escandaloso.
– ¡Dioses!
Ella rió.
– En cuanto al surf, hoy el mar estaba muy revuelto, y a Lorissa le ha dado un ata que de risa porque me he caído delante de ella.
– ¿Te has hecho daño?
– No tengo ni un arañazo. ¿Y qué hay de ti? ¿Qué has estado haciendo?
La verdad era que Jack no había hecho más que pensar en ella, pero no se lo podía decir.
– Perder una partida de póquer.
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