Al llegar al salón, él comprobó el tiro de la chimenea.
– Puedo hacerlo yo, no te molestes.
– Lo sé, lo sé. Pero no es ninguna molestia.
– Slade, no quiero que…
– ¿Pretendes echarme de tu casa? -preguntó.
– Sí.
– Pues no te va a servir.
– Debería.
Slade miró la hora en su reloj de pulsera. Ella notó la sombra de barba que le oscurecía la cara y el pelo que le caía sobre la frente, a pesar de sus intentos reiterados por apartarlo.
– Todavía me debes unos cuantos minutos.
– No voy a quedarme con tu dinero, Slade.
Satisfecho con el tiro, Slade puso unas hojas de periódico entre las astillas y las prendió fuego. Después, retrocedió y contempló su trabajo.
– Debería hablarte de Sue Ellen.
– ¿No habíamos quedado en olvidar ese asunto?
– No, tú quedaste en eso, no yo.
– Lo que vayas a decir no va a cambiar las cosas…
– Nunca se sabe.
– Lo sé.
– Tienes miedo de la verdad, Jamie.
Slade la miró a los ojos.
– En absoluto -espetó ella, súbitamente enfadada-. Además, todo eso es irrelevante. Lo que pasó entre nosotros…
– Ah, sí, esa aventurilla, como dices tú -se burló.
– Exacto. Y ha pasado mucho tiempo. Olvídalo de una vez.
– No puedo… -declaró-. Desde que has vuelto, no dejo de pensar en ello.
– Oh, vamos…
– Es verdad.
– Hubo una época en la que habría dado cualquier cosa por ganarme tu interés, Slade, pero esa época terminó hace mucho. No sé lo que quieres decir, pero no quiero oírlo.
Slade notó que estaba mintiendo, y no se dejó engañar.
– Puede que no se trate de mí, abogada, sino de ti.
– ¿Quieres que sea tu confesora? -preguntó ella, perpleja-. Después de quince años, ¿pretendes que te escuche tranquilamente mientras me cuentas por qué me sedujiste y me abandonaste después por esa niña rica? No, gracias. No soy tu sacerdote.
– No me fui con ella porque fuera rica.
Jamie buscó otra estrategia.
– Entonces, sería porque era más atractiva o más excitante o más…
– No, nada de eso. Me fui con ella porque era más… segura. Con Sue Ellen sabía lo que podía esperar. Pero contigo…
– ¿Qué?
– Me asustabas, Jamie. Cada vez que te retaba a algo, lo hacías y luego me retabas a mí. Estábamos en rumbo de colisión.
– Pensaba que esas cosas te gustaban…
– Y era verdad. Me gustaban mucho, muchísimo. Pero íbamos tan deprisa y todo era tan excitante y tan peligroso…
– Eso debería decirlo yo, Slade. Si no recuerdo mal, tú eras el que siempre me estaba incitando, animando. Siempre estabas intentando convencerme de que los dos éramos invencibles -le recordó-. Tú me dabas miedo a mí, McCafferty. Me asustabas. Y me encantaba.
– A mí también.
En el silencio posterior, Jamie recordó cien imágenes distintas y una docena de buenos motivos para decirle que saltara por un precipicio o se marchara al infierno, pero al final se mordió la lengua.
Le gustara o no, Slade era un cliente.
– Sí, yo también lo recuerdo de ese modo -continuó él-. Pero independientemente de lo que pasara entonces, el hecho es que tú y yo nos vamos a ver a menudo durante dos semanas. Es mejor que aclaremos las cosas, Jamie, que apartemos los obstáculos del camino.
Jamie no dijo nada.
– ¿De acuerdo? -insistió él.
– Está bien, adelante. Si tanto te importa, suelta lo que tengas que decir.
Jamie se sentó en un brazo del sofa de su abuela e intentó recobrar su aplomo de siempre, ese aplomo que se esfumaba cada vez que se encontraba con Slade. Aquel hombre la sacaba de quicio.
– Magnífico.
Ella pensó que no había nada de magnífico en todo el asunto. Temía lo que pudiera suceder. Incluso en ese momento, era incapaz de apartar la vista de sus piernas y de su trasero. Slade se había acercado a la chimenea para calentarse y ella no desperdiciaba la oportunidad.
Pero por otra parte, no podía negar que su antiguo novio era sexualidad en estado puro, desde el hoyuelo leve de su barbilla hasta la increíble anchura de sus hombros. Recordaba haberse aferrado a aquellos brazos fuertes y haber sentido el calor de su cuerpo, tan parecido al suyo. Aunque habían pasado quince años, Jamie no se había sentido tan excitada con ningún otro hombre.
De repente, la habitación le resultó demasiado pequeña, demasiado íntima. Si no hubiera sido por el frío, habría abierto las ventanas de par en par.
Slade la miró entonces. Ella carraspeó e intentó comportarse como si estuviera en un tribunal, sin emociones, tranquilamente.
– Muy bien -dijo ella, casi sin aliento-. Esta es tu oportunidad de explicarte. Habla, antes de que cambie de opinión.
Él se puso serio.
– En primer lugar, debes saber que nunca estuve enamorado de Sue Ellen Tisdale.
– Podrías haberme mentido, Slade. De hecho, pensé que me habías mentido.
Lazarus saltó a su regazo. Jamie acarició al gato e intentó contener las emociones que había albergado durante tanto tiempo.
– Nunca te mentí, pero engañé a todos y seguramente también me engañé a mí mismo -le confesó, en voz baja-. Me pareció lo más correcto.
– Como ya he dicho, es agua pasada.
Slade tardó unos segundos en hablar; y cuando lo hizo, los músculos de su cuello se habían tensado y la miraba de una forma extraña e intensa. Por primera vez, Jamie comprendió que aquello le resultaba muy difícil.
– ¿Quieres saber la verdad? La pura y simple verdad, Jamie, es que tú eras la chica a quien yo quería.
Jamie tuvo que contenerse para no reír.
– ¿Yo? Oh, por favor, no me cuentes historias. ¿A qué viene eso? ¿Es algún tipo de broma cruel?
A pesar de lo que había dicho, Jamie habría dado cualquier cosa por creer a Slade; pero supuso que estaba mintiendo.
– No es ninguna broma.
Ella sacudió la cabeza.
– No sé qué pretendes, Slade, pero está fuera de lugar. Mis sentimientos no te importaron nada en su momento; si me hubieras querido, me habrías conseguido al instante… estuve loca por ti.
– Entonces, admites que fue más que una aventura…
– Fue un enamoramiento juvenil -puntualizó-. Mira, no sé qué te pasa, pero todo esto es una locura, una verdadera locura.
Jamie recordó las largas noches del pasado, en las que había llorado estúpidamente por la marcha de Slade, esperando que recapacitara y que volviera con ella, rezando para que apareciera de repente, le declarara su amor y le pidiera disculpas por haber cometido la peor equivocación de su vida. Parecían escenas de una película mala de serie B.
– Olvidemos que hemos mantenido esta conversación. No importa si nuestra relación fue una aventura o algo más. Terminó, Slade. Y ha pasado mucho tiempo.
Él frunció el ceño.
– Si tú lo dices, abogada…
– Yo lo digo.
– En tal caso, no hay más que hablar.
Slade se dirigió hacia la salida; pero al pasar por delante de Jamie, la tomó del talle y la levantó del sofá.
– ¡En! ¿Qué estás haciendo?
– ¿Sabes una cosa, Jamie Parsons? Eres la peor mentirosa que he conocido en toda mi vida; y eso no es nada bueno, teniendo en cuenta que te dedicas a la abogacía. Se supone que los abogados tenéis talento para manipular la verdad.
– Yo no he mentido.
– Estupideces.
– En serio, Slade…
– Has mentido. Y quieres que te bese.
El azul de los ojos de Slade se volvió más oscuro y seductor. El pulso de Jamie se volvió irregular.
– ¿Qué? ¡No!
Jamie forcejeó para apartarse de él.
– Te lo has estado preguntando -insistió Slade-. Quieres saber si todavía me deseas.
– Tu arrogancia es asombrosa…
– No es lo único asombroso que tengo.
– Por favor, Slade, suéltame.
La petición de Jamie resultó poco creíble, porque ya no intentaba liberarse de su abrazo. Por mucho que le disgustara, adoraba su contacto físico, el calor de su cuerpo y el olor de su colonia.
Bajó la mirada a sus labios y le parecieron duros, finos como una hoja de afeitar, casi crueles.
– Vamos, Jamie, admítelo. Quieres saberlo.
– Tú eres quien quiere saberlo.
La cara de Slade estaba tan cerca que notó las distintas capas azules en el iris de sus ojos y hasta vio que su cicatriz tenía un tono blanquecino.
– Eso es verdad, y todavía nos quedan unos cuantos minutos de mi hora. Sugiero que los aprovechemos.
– ¿Besándonos?
– Por supuesto.
Antes de que Jamie pudiera respirar, los labios de Slade se apretaron contra los suyos. Ella cerró los ojos y se dejó hacer durante unos segundos, sintiendo las caricias de su lengua, recordando lo mucho que lo había amado, todo lo que habría hecho con tal de conquistar su amor.
Pero no podía permitirlo.
– Basta, Slade -dijo, empujándolo-. Esto no está bien. Los dos lo sabemos.
– ¿Ah, sí?
Slade no hizo ademán de soltarla; pero Jamie apretó los dientes, se resistió con más voluntad y logró apartarse.
– Sí, claro que sí. Ya no soy una adolescente con fantasías románticas, y no voy a cometer los mismos errores que cometí en el pasado. ¿Conoces el dicho del gato escaldado? Pues bien, ese gato soy yo.
Jamie se apoyó en la pared e intentó convencerse de que no lo hacía porque sus piernas amenazaran con doblarse.
– ¿Crees que te voy a escaldar?
– Exacto.
A duras penas, Jamie caminó hasta la cocina, sacó los trescientos dólares del tarro, regresó al salón y le metió los billetes en el bolsillo de la chaqueta.
– Tu tiempo ha terminado -dijo.
Slade sacó el dinero con intención de devolvérselo, pero ella alzó una mano para impedírselo.
– No, ni lo pienses.
Él sonrió con malicia, como un diablo.
– Eres una mujer muy dura, abogada.
– Y me precio de ello.
– Yo también me acuerdo de un dicho, Jamie. ¿Cómo era? Ah, sí… Más dura será la caída.
– Eres un canalla.
– Y me precio de ello.
Jamie se cruzó de brazos.
– No sólo eres un canalla. También eres insoportable.
– Eso me han dicho.
Slade le guiñó un ojo y caminó hacia la puerta con tranquilidad, como si supiera que, más tarde o más temprano, se saldría con la suya.
Cuando llegó a su destino, abrió y dijo:
– Buenas noches, abogada. Que duermas bien.
– Lo haré.
– ¿Sola?
– Así es como quiero dormir.
El aire frío se coló en la casa.
– ¿En serio? Me pregunto qué pasaría si…
– Pues deja de preguntarte -replicó, acercándose a él con paso firme-. Ah, por cierto, eres un neandertal.
Slade la miró con desconcierto.
– ¿Cómo?
– Antes has dicho que no sabías si eras cromagnon o neandertal. Sólo he querido aclarártelo.
– Muchas gracias… -dijo con humor.
– Y hasta nunca -murmuró ella.
Slade cerró la puerta al salir. Jamie lo miró por la ventana y vio que se detenía un momento, antes de llegar a su vehículo, y encendía un cigarrillo. La llama del mechero iluminó los ángulos acerados de su perfil contra la oscuridad de la noche.
Aquel hombre tenía algo increíblemente sexy, absolutamente inolvidable.
Molesta, echó la persiana. Pero sabía que no serviría de nada, porque cuando oyera el motor de su camioneta, volvería a pensar en lo sucedido y sabría que le había mentido a él y a sí misma.
Su relación con Slade McCafferty no era cosa del pasado. No estaba cerrada. Y con toda seguridad, nunca lo estaría.
Capítulo 7
Jamie Parsons tenía novio. Pero al menos, no estaba casada.
– Maldita sea…
Slade dio una vuelta final con la llave inglesa y la dejó caer en la caja de herramientas. Estaba nevando otra vez. Una ráfaga de viento frío sacudió el lateral del granero, al que se había acercado para arreglar un grifo.
Pero ¿qué importaba el estado civil de Jamie? Tanto si estaba casada como si sólo tenía novio, le había dejado bien claro que no quería tener absolutamente nada con él. Y por otra parte, su propia actitud le parecía absurda; había estado quince años sin pensar en ella y ahora no se la podía quitar del pensamiento.
Una y otra vez, rememoraba la conversación que habían mantenido la noche anterior y lamentaba amargamente que estuviera con otro hombre. ¿No había estado él en los quince años transcurridos con más mujeres de las que podía soportar? Pero no había mentido al confesarle que Jamie le daba miedo de joven; ella era tan libre, tan independiente y tan atrevida que temió que aquel amor lo abrasara. Y en cierto modo, lo había hecho.
– Diablos -Abrió el grifo, se aseguró de que ya no goteaba, y lo cerró de nuevo. Estaba tan tenso que había comprobado todas las tuberías del granero y del establo para mantenerse ocupado. No podía estar todo el tiempo con su hermana, vigilándola como un perro sabueso, ni volver a la carga con Jamie. Y sabía que tampoco podría volver a Boulder, ni en aquel momento, ni nunca; su casa le recordaba a Rebecca y al bebé.
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