Miró al cielo, completamente encapotado, y se preguntó por qué habían muerto. Las horas de duro trabajo no habían servido para que dejara de pensar en Rebecca, cuya imagen desaparecía poco a poco en su memoria; ni para dejar de preocuparse por su hermanastra; ni para dejar de especular sobre Chuck Jansen, el abogado con tres hijos que salía con Jamie.
Estaba seguro de que querría casarse con ella. Chuck podía tener familia y sacarle unos cuantos años, pero seguramente era un hombre rico y también podría ofrecerle dinero, un trabajo, un hogar, seguridad. Sin embargo, Jamie Parsons no era mujer capaz de convertirse en esposa de un ejecutivo y madrastra de sus hijos por pura ambición. Su rebeldía y su independencia se lo impedirían.
Desgraciadamente, Slade sabía que sus elucubraciones carecían de sentido. Jamie no quería saber nada de él, nada de nada.
Se alzó el cuello del abrigo para protegerse del viento y de la nieve y pensó en el beso de la noche anterior. Jamie podía negarlo tanto como quisiera, pero sabía que le había gustado. Había notado su deseo, intenso, urgente, como si llevara esperando ese momento desde hacía años.
– Olvídalo, McCafferty… -se dijo en voz alta.
Slade se inclinó y cerró la caja de herramientas. Aunque Jamie estuviera disponible, no tenía tiempo para aventuras amorosas.
– ¿Qué tienes que olvidar?
Era Matt.
Slade se giró y miró a su hermano, que avanzaba hacia él en compañía de Harold. El pobre animal resbalaba en la nieve helada, así que intentaba caminar por el sendero abierto por Matt.
– Nada, no importa -contestó.
En ese momento se oyó el berrido de una res.
– ¿Tiene algo que ver con cierta abogada atractiva que conozco?
Slade dedicó una mirada dura a su hermano.
– Ya veo que has estado hablando con Randi.
– Jura que estás… ¿cómo dijo?
Matt se llevó un dedo a los labios y frunció un poco el ceño, como si intentara recordar. Pero Slade supo que le estaba tomando el pelo. Lo recordaba perfectamente.
– Ah, sí, ya caigo. Dijo que estás loco por ella.
– ¿Y qué diablos sabe Randi? -replicó-. Ni siquiera recuerda su propio pasado.
– Se acuerda de algunas cosas. Y no olvides que escribe una columna para solteros… tiene muchos lectores, así que supongo que será especialista en relaciones amorosas.
– ¿Ah, sí? Menuda especialista… ¿Qué me dices de J.R? ¿Quién diablos es su padre? Me extraña que Randi se preocupe tanto por mi vida cuando la suya es un desastre desde cualquier punto de vista.
– Vaya, hoy estás de mal humor, ¿eh?
– Sí, reconozco que sí. En primer lugar, me estoy quedando helado; en segundo, alguien intenta asesinar a nuestra hermana; y, en tercero, Randi y tú no dejáis de darme la lata con algo que no es asunto vuestro.
Slade se caló el sombrero y agarró la caja de herramientas.
Matt lo miró con seriedad.
– En eso tienes razón. Hasta que encontremos al maníaco que echó a Randi de la carretera e intentó rematarla en el hospital, el resto de las cosas carecen de importancia.
Slade miró hacia el camino y vio que un coche se acercaba a la casa.
– Con una excepción, tu boda -le recordó-. Y por cierto, creo que ésa es tu novia, ¿no?
El rostro de Matt se iluminó de tal manera que Slade sintió envidia.
– Hasta luego…
Matt se alejó hacia el utilitario de su prometida mientras Harold se quedaba olisqueando los postes de la valla. Cuando Kelly Dillinger salió del coche, el hermano de Slade hizo una pequeña bola de nieve y se la lanzó.
La pelirroja rió, se parapetó detrás de la portezuela y contraatacó con una sucesión rápida de misiles congelados.
– Te has metido en un lío, McCafferty -dijo ella.
Una de las bolas impactó en el chaquetón de Matt, dejando una mancha blanca.
– ¿Crees que no lo sé?
Matt corrió hacia ella, mientras las bolas silbaban a su alrededor y el perro ladraba entusiasmado. Cuando por fin la alcanzó, la tomó entre sus brazos y la besó apasionadamente.
– Oh, vaya…
Slade ya había visto demasiado. Se giró y llevó la caja de herramientas al establo. Se alegraba de que Matt hubiera encontrado al amor de su vida en una mujer tan fuerte y decidida como ella. Kelly Dillinger, que hasta unas semanas antes había trabajado en el departamento del sheriff, había dejado su empleo para casarse con Matt; ahora trabajaba con Kurt Striker como detective privado y lo ayudaba a investigar el caso de Randi.
Slade pensó en Jamie Parsons y se preguntó si abandonaría su carrera para casarse con Chuck Jansen; pero una vez más, se dijo que no era asunto suyo.
Al entrar en el establo, cerró la puerta. Olía a caballo, a estiércol, a cuero y a heno. General, un viejo caballo de color marrón, relinchó al ver que se acercaba y sacó la cabeza.
– Hola, viejo…
El animal olisqueó el bolsillo de Slade. Sabía que de vez en cuando llevaba un azucarillo para él.
– No, me temo que hoy no traigo nada.
Slade oyó las risas de Kelly, volvió a sentir celos y se maldijo a sí mismo. Sabía que no tenía derecho a reaccionar de ese modo. Además, se alegraba sinceramente de que su hermano estuviera a punto de casarse; Matt, que siempre había sido un rompecorazones, iba a sentar finalmente la cabeza.
Pero estaba preocupado; tenía miedo de pasarse el resto de su vida añorando a Rebecca. Quizá había llegado el momento de seguir los consejos de su padre, olvidar el pasado y buscar a otra mujer.
Una mujer. Él nunca se había considerado hombre de una sola mujer, ni siquiera cuando Rebecca se quedó embarazada. De hecho, se sentía culpable porque tampoco la había amado como Thorne a Nicole o Matt a Kelly Dillinger. Rebecca y él habían sido amigos y amantes, pero nada más. Se habían conocido durante el descenso de unos rápidos, porque compartían el gusto por los deportes extremos. Cuando Rebecca descubrió que se había quedado embarazada, sólo llevaban ocho meses juntos; y menos de un mes más tarde, se mató.
Slade entrecerró los ojos y pensó que lo que sentía por Jamie era diferente, mucho más intenso, casi salvaje.
Aquella mujer despertaba su apetito y su curiosidad hasta el punto de no desear otra cosa que hacerle el amor una y otra vez. Jamie era la mujer más desinhibida que había conocido; y quizá la única, incluidas Sue Ellen y Rebecca, que no quería nada de él.
– Eres un tonto -gruñó.
El viejo caballo giró la cabeza hacia el comedero y asintió como si estuviera de acuerdo con él.
Slade frunció el ceño al pensar en todas las mujeres con las que se había acostado. La única que importaba ahora era Jamie Parsons. Hasta la imagen de Rebecca, su pobre Rebecca, la joven que se había quedado embarazada de él a sus veintiséis años, se difuminaba poco a poco.
Se acarició la cicatriz de la cara y escuchó el relincho suave de una yegua en la oscuridad. Después, cerró los ojos durante unos segundos, tomó aire y se dijo que no debía caer en la trampa de la culpabilidad, siempre dispuesta a cerrarse sobre él.
Salió del edificio, buscó un paquete de tabaco en el bolsillo y descubrió que no llevaba.
No había estado con ninguna mujer desde la muerte de Rebecca. Pero tampoco lo había deseado.
Hasta ese momento.
Hasta Jamie Parsons.
Y se sintió terriblemente culpable.
– ¿Vas a venir a Grand Hope?
Jamie retorció con angustia el cable del teléfono y se estremeció. Lo último que necesitaba era que Chuck se presentara en casa de su abuela.
Complicaría las cosas.
Sería un desastre.
Además, no quería verlo en ese momento. Y no sólo por motivos personales, sino también profesionales. Chuck no parecía entender que era perfectamente capaz de llevar los asuntos de los McCafferty sin necesidad de que la ayudaran.
– Pensaba que estabas muy ocupado…
Jamie sintió un escalofrío. Por desgracia, el calor de la chimenea del salón no llegaba a la parte trasera de la casa.
– Y lo estoy. Técnicamente, al menos -contestó-. Pero he pensado que los McCafferty son unos clientes muy importantes y debería dedicarles parte de mi tiempo. Además…
Jamie contuvo la respiración. Sabía lo que iba a decir.
– Además, te echo de menos.
– Ah.
Chuck se mantuvo en silencio durante un par de segundos.
– ¿Ah? ¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿Sólo «ah»?
– Es que me has sorprendido -mintió.
– Vamos, Jamie. Deberías decir que tú también me echas de menos, que estás deseando verme y que te gustaría que ya estuviera allí.
– Parece que he olvidado mi parte del guión -dijo, intentando bromear.
Ese era uno de los grandes problemas de Chuck; como jefe suyo, no dejaba de alabar en público sus virtudes profesionales y de exaltar su gran inteligencia; pero cuando se encontraban a solas, le recordaba que debía manejar las situaciones con más tacto y le decía que no se preocupara, que ya aprendería con el tiempo. Su actitud podía resultar irritante por condescendiente.
– Entonces, ¿cuándo llegas?
– Pasado mañana. He reservado una habitación en el Mountain. Te llamaré por teléfono cuando llegue. Tal vez podamos salir a cenar.
– Tal vez.
Jamie intentó parecer animada, pero no sentía entusiasmo alguno. Desde que estaba en Grand Hope, se había dado cuenta de que tenían muy pocas cosas en común y de que, en realidad, no deseaba estar con él.
Durante meses, se había repetido que Chuck Jansen era un hombre rico, inteligente, atractivo y con éxito, un hombre que merecía ser su compañero; pero ni su pulso ni su respiración se aceleraban cuando estaban juntos. Además, el reencuentro con Slade McCafferty le había abierto los ojos. Ella no deseaba la seguridad, la estabilidad y el dinero que Chuck le podía proporcionar. Deseaba el amor.
– Bueno, tengo que marcharme -dijo él-. Barry acaba de entrar en mi despacho. Hasta pronto, Jamie…
Chuck cortó la comunicación antes de que ella pudiera despedirse.
En cuanto colgó el auricular, Jamie pensó que había cometido un enorme error al darle esperanzas a su jefe; de hecho, había estado saliendo con él por pura conveniencia. No tenían los mismos gustos ni compartían las mismas ilusiones. Con Chuck, ni siquiera podría tener hijos propios; tendría que contentarse con ser madrastra de los suyos.
Tenía que romper con él. Y pronto.
Tenía que romper antes de que se reuniera con los McCafferty y se diera cuenta de que entre Slade y ella había algo, aunque ni la propia Jamie fuera capaz de definirlo.
Por enésima vez, se preguntó qué le estaba pasando con su antiguo novio. Sólo se habían dado un beso, pero las piernas se le volvían de gelatina cuando estaba con él y se estremecía al escuchar su voz.
Por muy estúpidos que le parecieran aquellos sentimientos, no los podía negar. Además, el contraste con la indiferencia que le provocaba Chuck era demasiado evidente.
Se frotó los brazos para calentarse un poco y pensó en el motivo por el que había aceptado salir con su jefe, después de rechazar sus invitaciones durante varias semanas. Por entonces no estaba saliendo con nadie, y le pareció que Chuck era el hombre perfecto: atractivo, poderoso y con mucho sentido del humor. Era mucho mayor que ella y vivía en un mundo completamente distinto, pero representaba todo lo que siempre le había faltado en la vida; en concreto, una figura paterna.
– Qué tonta eres -se dijo.
Jamie se puso unas botas, el abrigo y unos guantes. Después, buscó la cesta más grande que pudo encontrar y salió a afrontar los elementos. No había dejado de nevar en todo el día, de modo que abrió un camino hasta el granero y comprobó el estado de Caesar. El caballo la saludó con un relincho y se animó bastante cuando le puso avena y lo acarició detrás de las orejas.
Tras asegurarse de que el viejo animal estaba bien, se digirió al garaje, llenó la cesta de leña y volvió a la casa. Al llegar al porche, se sacudió la nieve de las botas. Hacía tanto frío que su respiración formaba nubes de vaho.
Ya dentro, descubrió que Lazarus se había tumbado en el sofá, cerca de la chimenea, para mantenerse caliente; el felino bostezó y mostró una lengua larga y unos dientes afilados.
Jamie echó madera al fuego, que despidió llamas azules y empezó a chisporrotear; después, miró la fotografía que estaba sobre la repisa y apretó los dientes. La habían sacado cuarenta años antes, y en ella aparecían sus abuelos y su único hijo, Leonard Parsons, el padre de Jamie.
Leonard había sido un joven atractivo, prometedor y mujeriego que con el tiempo se convirtió en un alcohólico al que despedían de todos los trabajos. Abandonó a su familia cuando Jamie estaba en primaria, y su esposa se marchó casi inmediatamente con un hombre que no sentía ningún afecto por la niña. Años más tarde, después de muchas peleas, Jamie tuvo que marcharse a vivir con sus cariñosos pero estrictos abuelos.
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