En cuanto llegó a la casa, Nita decidió que no cometería con su nieta los mismos errores que había cometido con su hijo.

– Escúchame bien, Jamie. Eres mi nieta y te quiero con toda mi alma -le había dicho-, pero tendrás que aprender a ser responsable. Te vas a encargar del gallinero y vas a ser muy cuidadosa con mis damitas; recogerás los huevos, cambiarás la paja, les darás de comer, las sacarás al corral y lo limpiarás todo cada dos semanas, aunque no esté especialmente sucio. En cuanto al jardín…

La lista de encargos era interminable, pero Nita fue justa. Todos los domingos, cuando se hacía de noche, daba la paga a su nieta; se la daba entonces y no antes porque sabía que los fines de semana eran demasiado tentadores para los adolescentes. Quería que Jamie aprendiera a ser juiciosa con el dinero.

Naturalmente, a Jamie le desagradaba el trabajo en la granja. Pero ahora, al pensar en aquellos días, comprendió que todas esas obligaciones, desde cuidar de las gallinas hasta aprender a hacer mermelada o limpiar el garaje, habían servido para que aprendiera cosas útiles y, sobre todo, para mantenerla ocupada, cansada y por el camino recto.

Sin embargo, la estrategia de su abuela no impidió que Jamie se enamorara de un chico tan rebelde y poco convencional como Slade McCafferty. Cuando la besó por primera vez, sintió que se derretía; cuando le introdujo las manos por debajo de la blusa, buscando sus senos, se excitó sin remedio; cuando le quitó los vaqueros, fue incapaz de resistirse.

Jamie contempló la nieve en las ramas desnudas de los álamos y pensó en el día en que se entregó a él. Era una tarde soleada, en una pradera de hierba alta, plagada de flores. El cuerpo de Slade, de pecho duro como una roca y músculos definidos, le pareció tan irresistible como su piel suave y morena. Hacía calor, los dos estaban excitados y pasó lo que tenía que pasar.

Habían estado a punto de hacerlo en otras ocasiones, pero Jamie siempre se echaba atrás. Aquel día, mientras contemplaba el cielo azul y escuchaba el canto del río cercano, decidió perder su virginidad; había tomado un poco de vino, lo justo para debilitar sus inhibiciones, y se entregó a las gloriosas sensaciones que dominaban su cuerpo. Las manos de Slade le parecían mágicas; sus labios, fuego sensual; y sus palabras, embriagadoras.

En un determinado momento, él contempló sus pechos desnudos, se inclinó y le acarició los pezones, cuyo color contrastaba vivamente porque Jamie tomaba el sol con biquini y la piel de sus senos estaba más pálida que la del resto de su cuerpo. Ella se excitó de inmediato.

– Eres preciosa, Jamie. Tan absoluta e increíblemente preciosa… Nunca había visto a una chica tan bonita como tú.

Slade la besó y le acarició el vello del pubis. Jamie llegó a pensar que Slade podía estar mintiendo, pero sus pensamientos se esfumaron cuando él le introdujo una mano en la entrepierna.

– Tranquila, relájate.

Sus labios sabían a vino. La besó lenta y apasionadamente mientras sus dedos exploraban y acariciaban el sexo de Jamie, que ahora quería mucho más.

– Deja que te haga el amor…

Al oír aquellas palabras, Jamie se sintió tan feliz que las lágrimas afloraron en sus ojos.

– Por favor -rogó él-. No te haré daño.

Slade le besó el cuello y los hombros. Jamie se dejó hacer.

– Haré que te sientas bien. Tan bien…

Jamie gimió cuando Slade se situó sobre ella, le separó las piernas con delicadeza y apoyó el tronco sobre los codos. Podía sentir el contacto de su sexo largo y duro.

Después, él la besó apasionadamente y la penetró con una acometida profunda y contundente. Jamie sintió dolor, pero las molestias desaparecieron enseguida y no quedó otra cosa que el placer y el deseo.

Clavó los dedos en los hombros de Slade, empezó a jadear y siguieron adelante, salvajemente, hasta que los dos alcanzaron el orgasmo. Slade la abrazó durante un buen rato, como si no quisiera soltarla nunca, como si tuviera intención de seguir con ella para siempre. Pero no fue así.

Se amaron durante tres o cuatro semanas, hasta que Sue Ellen Tisdale decidió que quería volver con él.

Y eso fue todo.

Jamie todavía estaba rememorando el pasado cuando oyó un motor y se asomó a la ventana. Era la furgoneta del servicio técnico. La caballería había llegado.

Pero se sintió decepcionada. Esperaba que fuera la camioneta de Slade.

El hombre barrigón que descendió del vehículo con un sujetapapeles en la mano no podía ser sustituto del hombre a quien ella deseaba.

– Oh, Dios mío…

Justo entonces, comprendió que tenía un problema.

Deseaba a Slade McCafferty.

Aunque le rompiera el corazón en mil pedazos.

Otra vez.

Capítulo 8

– Puedo asegurarle la custodia del niño en ausencia del padre -afirmó Felicia Reynolds desde las oficinas de Jansen, Monteith y Stone, a cientos de kilómetros de allí-. Pero mi trabajo sería mucho más fácil si conociera el nombre y el domicilio de su padre. Por lo que me has contado, es muy posible que no sepa nada del niño; y si se entera más tarde, podría llevar el caso a los tribunales.

Jamie apoyó el auricular entre la cabeza y el hombro mientras se ponía el abrigo.

– Sí, ya lo había imaginado, pero dudo que se entere si no se lo dice Randi o el amigo de algún amigo. Grand Hope es un pueblo pequeño y los McCafferty son muy conocidos en la zona. Si el padre viviera cerca, ya habría sumado dos y dos.

– Y no ha aparecido.

– No.

– Entonces es obvio que no sabe nada o que no quiere responsabilizarse del niño.

– Eso parece.

Jamie se estremeció al pensar en el hijo de Randi. Con sus ojos enormes, su cabello rojizo y su carácter alegre y juguetón, el miembro más joven de los McCafferty le había llegado al alma.

– De todas formas, investigaré un poco.

– Te lo agradecería.

– Es un caso bastante raro, ¿no te parece? Me han dicho que alguien intenta asesinar a la madre y, tal vez, también al hijo. Qué horror… Por aquí hay gente que sospecha del propio padre o incluso de los hermanastros de Randi McCafferty. A fin de cuentas, ella es la heredera principal.

Jamie se sobresaltó.

– No te puedo decir nada del padre, pero te aseguro que los hermanastros no tienen nada que ver en el asunto. Thorne, Matt y Slade adoran a Randi y a su hijo.

– Si tú lo dices… -declaró con escepticismo-. Por cierto, ¿es verdad que Chuck va a Grand Hope para verte?

– No, viene por negocios. Quiere que Thorne McCafferty encargue todos sus asuntos legales a nuestro bufete -respondió.

– Seguro que pretende algo más. Chuck te aprecia mucho.

Jamie imaginó a la rubia en su despacho, mirando por la ventana y jugueteando con un bolígrafo, como hacía siempre cuando se traía algo entre manos.

– No es para tanto.

– Vamos, Jamie, no te hagas la inocente conmigo. Sé lo que ocurre entre vosotros, y no me sorprendería que quiera pedirte el matrimonio.

Jamie gimió.

– ¿Tú crees?

– Ha estado silbando en su despacho, Jamie. ¿Puedes creerlo? Chuck Jansen, silbando en el trabajo…

– No es muy propio de él, es verdad.

– ¿Que no es propio de él? ¡Es increíble! -exclamó-. Espero que me mantengas informada y me cuentes hasta el último detalle. Es tan romántico que me tienes en ascuas…

– Sí, claro -ironizó.

Durante los tres años que Jamie llevaba en el bufete, Felicia había mantenido media docena de relaciones más o menos serias y muchas otras esporádicas. Inteligente, bellísima y de lengua viperina, Felicia Reynolds nunca corría el peligro de quedarse sola un viernes o un sábado.

– Te llamaré dentro de unos días -añadió.

– ¿Me lo prometes? -preguntó Felicia.

– Por supuesto.

Jamie colgó y alcanzó el maletín. Thorne la había llamado poco antes por teléfono y le había pedido que se reunieran, así que tenía que marcharse.

Volvía al rancho Flying M.

Y tal vez, a Slade McCafferty.


– Si lo domas, es tuyo.

Matt miró a Diablo Rojo, el caballo con el peor temperamento de Flying M. El animal, de dos años y medio y rebosante de energía, relinchó como si hubiera reconocido su nombre y se movió, nervioso, en el cercado. Sabía que tenía audiencia, y Slade pensó que intentaba hacerse el importante ante el resto de la manada.

– Diablo Rojo… es un nombre francamente apropiado para él -comentó-. Pero pensé que ya lo habrías domado tú.

Matt frunció el ceño bajo el ala de su sombrero.

– Lo he intentado todo. Nunca habíamos tenido un caballo tan obstinado.

– ¿Es más obstinado que tú?

Matt lo miró con mal humor.

– Tal vez -contestó.

– Si me lo dijera otra persona, no me lo creería. Pensaba que no había un caballo al que tú no pudieras domar.

Slade apoyó una pierna en el tablón inferior de la valla y miró al animal, que brincaba y relinchaba con nerviosismo y orgullo.

– Muy bien, como quieras -dijo Matt-. Si no te atreves, terminaré el trabajo… Ya nos veremos más tarde, Diablo.

El caballo miró a Matt como si lo hubiera entendido y estuviera perfectamente preparado para otro asalto.

– No parece que te tenga mucho miedo -se burló Slade.

Los dos hermanos caminaron hacia la casa. Faltaba poco para el anochecer y las luces va estaban encendidas. Por la chimenea salía una columna de humo.

En ese momento, la puerta se abrió y una de las gemelas salió corriendo tan deprisa como se lo permitían sus piernecitas. Slade reconoció en la distancia a Molly, la más audaz de las hijas de Nicole.

– Juanita no me deja encender las luces de Navidad… -protestó.

Slade tomó en brazos.

– ¿Juanita se porta mal contigo? No me lo puedo creer.

– ¡Pero es verdad! -exclamó-. ¡Es mala!

– ¿Mala? ¿Juanita? No… -dijo Slade, que le acarició la nariz-. Pero cuando se entere de que has salido de la casa en calcetines, se enfadará mucho.

– ¡Es que me ha gritado! -insistió, adoptando una expresión angelical.

Slade la abrazó con más fuerza y siguió caminando hacia la casa, en compañía de Matt.

– ¿Y qué has hecho tú para sacarla de quicio?

– Juanita no tiene ningún quicio…

El ama de llaves apareció un segundo después en la puerta.

– Ah, vaya, así que estás ahí… Por Dios, muchacha. ¿Cómo se te ocurre salir sin abrigo y sin zapatos? ¡Vas a pillar un buen catarro!

Molly se aferró a su tío.

– Parece que se ha enfadado contigo porque no le dejas jugar con las luces de Navidad -explicó Slade.

– Por supuesto que no. Se ha dedicado a encenderlas y apagarlas una y otra vez, sin descanso. Si sigue así, causará un cortocircuito y Thorne se llevará un disgusto cuando vea que su ordenador se apaga -explicó la mujer-. Deja las luces en paz, jovencita. Y no vuelvas a salir sin calzado y abrigo.

– Pero…

En ese instante sonó la alarma del horno.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Mis pasteles!

Juanita desapareció en el interior de la casa.

– Es una vieja bruja -dijo Molly.

– No es verdad.

– Quiero ir con mamá.

– Está trabajando.

– ¡Pues con papá!

Cuando subieron al porche, Molly se soltó de su tío y se fue a buscar a Thorne. Legalmente sólo era su padrastro, pero las dos niñas lo llamaban «papá» porque su padre biológico, Paul Stevenson, un abogado de San Francisco, nunca estaba con ellas. Ni Paul ni su nueva esposa tenían tiempo para dos niñas rebeldes de cuatro años. En opinión de Slade, Paul era todo un cretino. Como la mayoría de los abogados.

Los músculos de su mandíbula se tensaron cuando pensó en Jamie. Ella también era abogada, pero muy distinta de Paul. Aunque mantuviera la fachada fría de cualquier profesional de su gremio, él no se dejaba engañar.

La voz de Juanita sonó desde el fondo de la casa:

– Dejad las botas en el porche. Acabo de fregar el suelo.

Los dos hermanos se miraron y se descalzaron a regañadientes antes de entrar. Olía a carne asada, a especias y a canela.

Nicole había estado decorando la casa con la ayuda de sus hijas. Había guirnaldas y cintas doradas y rojas por todas partes, incluidas la barandilla de la escalera y la encimera del hogar, y no quedaba una ventana sin sus luces de colores correspondientes. Además, había movido los muebles del salón para dejar espacio al árbol de Navidad, que aún debían cortar.

Matt y Slade colgaron sus abrigos. Thorne apareció en el pasillo, cojeando, en compañía de Molly y de Mindy.

– Striker ha llamado -anunció-. Viene a Grand Hope.

– ¿Viene solo? -preguntó Matt.

– Creo que sí, y Kelly vendrá más tarde. Ahora está en comisaría, hablando con Roberto Espinoza.

La puerta delantera se abrió. Jenny Riley, la universitaria que cuidaba de las niñas, entró en la casa y se ganó la atención inmediata de las dos pequeñas.