Seducción Y Conquista
Los McCaffertys 3
Título original: Slade
Traducido por: Jesús Gómez Gutiérrez
Prólogo
Allí estaba, sentado en su maldita mecedora como si fuera un trono.
Slade McCafferty notó un sabor amargo en la boca cuando miró a través del parabrisas de su camioneta, lleno de insectos aplastados, y vio el amplio porche delantero de la casa que había sido su hogar durante los primeros veinte años de su vida.
El viejo, John Randall McCafferty, estaba más tieso que el palo de una escoba. Hasta cierto punto, Slade lo respetaba por su obstinación, por su tenacidad, por su empeño en salirse con la suya frente a la opinión de todos sus hijos; pero no le había salido bien: el mayor de los hermanos, Thorne, era un abogado de éxito que se había hecho millonario y que tenía su propia empresa en Denver; el segundo, Matt, se había marchado y había adquirido una propiedad cerca de la frontera de Idaho; y Randi, la hermanastra de Slade y la más pequeña de todos, vivía en Seattle y escribía columnas en un periódico de la ciudad.
Sólo quedaba él, Slade.
La oveja negra de la familia.
El rebelde.
El que siempre se metía en líos.
Pero le daba igual lo que pensaran.
Cuando salió de la camioneta, sintió tal punzada en la cadera que hizo una mueca de dolor. Incluso notó que la piel se le tensaba en la cicatriz, apenas visible, de la cara: un recordatorio de heridas aún más profundas, heridas que no había conseguido superar.
Se detuvo para encender un cigarrillo y empezó a subir por la pradera de hierba seca y escasa, todo un testimonio de la aridez del clima. Era mayo, pero la primavera había resultado más cálida de lo habitual y había llovido poco.
John Randall se mantuvo en silencio, meciéndose en su asiento mientras observaba a su hijo con ojos entrecerrados. Una brisa, feroz como el aliento del diablo, agostaba la pendiente sobre la que se asentaba el rancho. La casa, de dos pisos de altura y con un reborde verde oscuro en las ventanas, había sido refugio, campo de batalla y prisión; al menos, desde el punto de vista de Slade.
Dio una calada profunda a su cigarrillo, sintió el humo en los pulmones y miró al hombre que lo había engendrado.
– Hola, padre.
Sus botas resonaron en los escalones del porche. Harold, el viejo perro de caza de John Randall, alzó su cabeza canosa y movió el rabo, golpeándolo contra los tablones del suelo.
– Hola, hijo.
Pasaron un par de segundos. Sólo se oía el rabo del perro.
– Pensé que no vendrías -continuó John.
– Dijiste que era importante.
Slade pensó que su padre no tenía buen aspecto. Lo único que quedaba de su pelo eran unos cuantos mechones plateados que apenas le cubrían la calva; sus ojos, antaño de color azul eléctrico, se habían apagado; sus dedos se habían vuelto nudosos y su debilidad física quedaba patente en el simple hecho de que estuviera sentado en la mecedora, junto a la puerta. Pero su carácter de hierro seguía presente en la fuerza de su mandíbula y en su recta espalda.
– Lo es. Siéntate.
John Randall señaló un banco situado debajo de una ventana. Slade se quedó de pie y se apoyó en la barandilla, con el sol detrás.
– ¿Qué ocurre? ¿Qué era tan urgente?
– Que quiero un nieto.
– ¿Cómo?
A Slade se le hizo un nudo en la garganta.
– Ya me has oído. No me queda mucho tiempo, Slade; me gustaría marcharme a la tumba sabiendo que has sentado la cabeza, que has fundado una familia y que nuestro apellido no se extinguirá.
– Creo que deberías hablar con mis hermanos. No soy la persona más adecuada para eso -replicó.
Slade hablaba en serio. No era persona adecuada; y mucho menos entonces, después de lo que había pasado.
– Ya he hablado con Thorne y Matt. Te toca a ti.
– No tengo intención de…
– Sé lo de Rebecca -lo interrumpió-. Y lo del bebé.
Slade tuvo la sensación de que una manada de caballos se desbocaba en su cabeza. Hasta su cicatriz parecía latir.
– Sí, bueno, tendré que vivir con ello -declaró, clavando los ojos en su padre-. Pero preferiría estar en el infierno.
– No fue culpa tuya.
– Eso he oído -ironizó.
– No puedes castigarte hasta el fin de tus días -afirmó su padre, más compasivo de lo que Slade lo creía capaz-. Se han ido. Fue un accidente terrible, una pérdida muy dolorosa… pero la vida sigue.
– ¿Tú crees? -se burló, con amargura.
– Sí, por supuesto que sí. No permitas que la tragedia te arruine la vida.
John Randall se llevó una mano al bolsillo del chaleco y sacó su reloj. Era de oro y plata, y tenía grabado el símbolo del Flying M, su rancho, el orgullo y la alegría de toda su existencia.
– Toma, quiero que lo tengas tú -añadió.
– No, quédatelo.
El anciano sonrió con ironía y le puso el reloj en la palma de la mano.
– Adónde voy a ir, no me servirá de nada. Tómalo. Así tendrás un recuerdo mío -dijo-. Y no malgastes la vida, porque es más corta de lo que crees; ya es hora de que superes el pasado. Echa raíces en algún sitio y búscate una mujer.
– Me pides un imposible.
Una mosca pasó junto a la cabeza de John Randall, que la apartó de un manotazo.
– Hazme un favor, Slade; deja de ir de un lado para otro y averigua lo que quieres. Lo sepas o no, necesitas una mujer, una compañera, la madre de tus hijos.
– No eres el más adecuado para hablar de eso.
Slade tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó con el tacón de la bota.
– He cometido muchos errores, es verdad -admitió su padre.
Slade no dijo nada.
– Pero los cometí porque era joven y estúpido -añadió.
– ¿Como yo ahora? ¿Eso es lo que intentas decir?
– No. Simplemente espero que aprendas de mis equivocaciones.
– ¿Equivocaciones? -preguntó-. ¿Te refieres a tus dos matrimonios? ¿O a tus dos divorcios?
– Puede que ambos.
Slade alzó la mirada y contempló las colinas del rancho. El viento había levantado una nube de polvo que se arremolinaba alrededor del viejo tractor.
– Y crees que debo casarme, claro.
– Sí, lo creo.
– No puedo creer que tú, precisamente tú, me digas eso. Si no recuerdo mal, tus matrimonios te dejaron sin blanca -le recordó.
John Randall suspiró.
– El dinero no me importaba, hijo; pero traicioné a una mujer buena y dejé a mis hijos en la estacada. Perdí vuestro respeto, y eso… bueno, es difícil de asumir -le confesó-. No me interpretes mal; volvería a actuar del mismo modo. Si no hubiera hecho lo que hice, no habría tenido a tu hermana.
– ¿Acaso estás diciendo que mereció la pena?
– Sí -contestó-. Espero que algún día puedas perdonarme; pero sobre todo, espero que encuentres a una mujer que te haga creer de nuevo en el amor.
– No cuentes con ello.
Slade se apartó de la barandilla y dejó el reloj en el regazo de su padre.
Capitulo 1
Siete meses después…
Todavía no podía creer que tuviera que reunirse con los hermanos McCafferty, precisamente con los malditos hermanos McCafferty.
Jamie Parsons frenó en seco y pegó un volantazo cuando llegó al vado de la pequeña granja que había sido el hogar de Nita, su abuela; su utilitario giró demasiado deprisa y las ruedas derraparon en las rodadas del camino, cubierto de nieve. La casa, que necesitaba una capa de pintura y un arreglo urgentemente, tenía un aspecto tan pintoresco por la nevada que parecía sacada de un cuento.
Alcanzó el maletín y la bolsa de viaje, salió del coche y se abrió paso hasta la puerta trasera por la capa de siete centímetros de nieve en polvo. La llave estaba en el alféizar de la ventana, donde su abuela siempre la había dejado.
– Por si acaso -solía decir su abuela con su voz áspera, de anciana-. Así podremos entrar si se nos olvida la nuestra.
Jamie sintió una punzada de angustia al pensar en la mujer que la había tomado a su cargo cuando ella era una adolescente montaraz y alocada a quien sus padres habían abandonado. Su abuela no se inmutó ante la responsabilidad que le había caído; cuando la vio en la puerta de su casa con dos maletas, un osito de peluche y toda la rebeldía de una chica de su edad, se limitó a decirle que las cosas iban a cambiar y que, a partir de entonces, tendría que someterse a sus normas.
Naturalmente, Jamie no le hizo caso; se metió en tantos líos como pudo y no dejó de esforzarse para que Nita la echara del único hogar que había tenido hasta ese momento. Pero su abuela, una mujer chapada a la antigua que sabía acallar a su nieta con una simple mirada, no se rindió nunca; a diferencia del resto de las personas que Jamie había conocido.
La llave giró en la cerradura con facilidad. La cocina olía a cerrado y las baldosas, blancas y negras, tenían una capa de polvo. Jamie notó que la vieja mesa de formica y patas de metal seguía contra la pared del fondo, que daba al vestíbulo y a la escalera de la casa; pero ya no sostenía el salero y el pimentero de su abuela, ni ningún otro objeto que indicara que allí vivía alguien.
En las paredes había zonas claras, correspondientes a las antigüedades que Nita había expuesto en vida con orgullo y que más tarde, tras la lectura de su testamento, se habían quitado para entregárselas a alguno de sus familiares lejanos. En la encimera había un tiesto con un cactus seco, y las cortinas de estampado a cuadros estaban cubiertas de telas de araña.
Jamie pensó que su abuela se habría enfadado mucho si hubiera visto su cocina en tal estado. Se pasaba la vida con un paño o una escoba en la mano, y tenía un concepto tan acusado de la limpieza que casi parecía fervor religioso.
La echaba mucho de menos.
La propiedad de su abuela, que consistía en la casa, sus diez hectáreas de terreno y un Chevrolet de 1940 aparcado en el garaje, había pasado a Jamie después de su fallecimiento. Nita siempre había soñado con que su nieta se quedara a vivir allí, sentara cabeza y le diera un montón de niños a los que ella pudiera mimar; al recordarlo, Jamie dejó el maletín y el bolso en la mesa, pasó un dedo por la superficie llena de polvo y dijo, en voz alta:
– Lo siento, abuela. No ha podido ser.
Miró la pila y e imaginó su figura baja y regordeta, de brazos fuertes, cintura ancha y cabello gris. Seguramente habría llevado su delantal preferido, y de haber sido verano, habría estado colocando peras y melocotones o preparando mermelada de fresa. En invierno hacía galletas que decoraba meticulosamente y regalaba después a sus amigos y familiares; pero fuera cual fuera la estación, protestaría de cuando en cuando por la artritis que padecía y Lazarus, su gato atigrado, daría vueltas por la cocina y se frotaría contra sus piernas.
Su abuela había adorado aquel lugar. Sin embargo, Jamie no estaba allí para quedarse; tenía intención de limpiar la casa y dejarla en manos de una agencia inmobiliaria local para que la vendiera.
Miró la hora y salió al porche trasero. No podía malgastar más tiempo con recuerdos y pensamientos nostálgicos. Tenía mucho que hacer; incluida la reunión con los hermanos McCafferty.
Volvió a entrar en la casa. A pesar de que la temperatura rozaba los cero grados, abrió todas las ventanas del piso inferior para airear las habitaciones. Después, subió a su antiguo dormitorio y repitió la operación; el paisaje que se veía era el mismo de siempre: las ramas del roble cercano y, al fondo, la carretera que cruzaba las tierras de labranza. Aunque Grand Hope había crecido mucho con el paso del tiempo, la casa de su abuela estaba tan lejos de la civilización que no había ninguna autopista en las cercanías.
Jamie abrió su bolso de viaje y repartió su ropa entre el armario y dos cajones de una cómoda, intentando no pensar en el año y medio que había vivido con Nita. Había sido la mejor y la peor época de su vida. Aquella mujer de ojos brillantes, gafas sin montura y toda la sabiduría acumulada en sus casi setenta años de entonces, le hizo sentirse querida por primera vez. Pero Jamie también vivió su primer amor y su primer desengaño amoroso, cortesía de Slade McCafferty.
Al recordarlo, se dijo que tal vez lo viera esa misma tarde. La vida estaba llena de sorpresas. Y no eran siempre agradables.
Trabajó dos horas en la casa. Luego, entró en el granero y descubrió que Caesar, el caballo de su abuela, la estaba esperando. Caesar tenía más de veinte años, pero sus ojos seguían brillantes y claros; y por el lustre de la manta que llevaba encima, Jamie supo que los vecinos cuidaban bien de él.
– Seguro que te has sentido un poco solo, ¿verdad? -declaró en voz baja-. Tú y yo nos divertimos mucho en los viejos tiempos. Y también nos buscamos un montón de problemas…
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