Segundos después, una mujer alta salió del vehículo. Llevaba un maletín debajo del brazo y pareció dudar antes de dirigirse a la casa, pero tomó aire y avanzó por el camino de la parte delantera, que habían despejado de nieve.
Era Jamie Parsons. En carne y hueso.
Vestida con un traje negro, parecía la quintaesencia de la confianza y de la feminidad. Se había recogido el cabello en un moño, de manera que Slade pudo admirar sus pómulos altos, su mandíbula bien definida y su frente ancha; no distinguió el color de sus ojos, pero los recordaba perfectamente: eran de color avellana, aunque parecían verdes o incluso dorados cuando les daba el sol y se oscurecían cuando ella se enfadaba.
Durante un momento, volvió al día que pasaron juntos en el río, cerca de la poza donde Thorne había estado a punto de ahogarse.
Era una mañana terriblemente cálida, de verano, con flores por todas partes y olor a hierba y a heno recién segado. Él la retó a bañarse desnuda, y ella, con una expresión de malicia en sus ojos, se quitó la ropa y le ofreció una vista perfecta de sus senos firmes, sus pezones rosados y su pubis de vello rojizo. Fue sólo un instante, porque se metió en el agua enseguida y no pudo ver nada más; pero todavía oía su risa, melodiosa como el canto de una curruca.
Slade volvió a la realidad cuando Harold ladró desde el porche. El timbre de la puerta sonó a continuación.
– ¿No vas a abrir? -preguntó Matt.
Slade frunció el ceño y caminó hacia la entrada.
Juanita, el ama de llaves, estaba fregando y cantando en la cocina. Nicole, la esposa de Thorne, jugaba al ajedrez con sus hijas gemelas, de cuatro años; pero cuando oyeron el timbre de la puerta, las pequeñas salieron corriendo.
– ¡Abro yo!
– ¡No, yo!
Molly y Mindy aparecieron a toda prisa en el vestíbulo de la casa y forcejearon con el pomo de la puerta hasta que consiguieron abrirla.
Allí, en el porche, con aspecto profesional y gesto de sorpresa ante la presencia de las niñas, se encontraba Jamie Parsons, la abogada.
Capítulo 2
– ¿Quién eres? -preguntó Molly, clavando sus ojos marrones en la mujer.
– Soy Jamie. ¿Y quién eres tú?
Jamie miró rápidamente a Slade y se agachó para estar a la altura de la niña. El abrigo se le mojó con la nieve de la entrada, pero no le importó.
– Soy Molly…
– ¿Y tú? ¿Quién eres? -preguntó a su hermana gemela-. ¿Cómo te llamas?
Mindy se escondió tras las piernas de su tío y se abrazó a una de sus rodillas.
– Ella es Mindy. Es tímida -explicó Molly.
– No es verdad -protestó su hermanita.
Slade sonrió para sus adentros al notar la incomodidad de Jamie, que no esperaba verse en aquella situación. Justo entonces, oyeron pasos que se acercaban. Era Nicole. Alta, esbelta, de cabello rubio y ojos de color ámbar, la madre de las dos niñas era médico en el Hospital Saint James y el motivo de la felicidad de Thorne.
– Encantada de conocerte. Soy Nicole McCafferty; estas diablesas son mis hijas.
Las dos mujeres se estrecharon la mano.
– Es un placer…
– Ya conoces a Slade, ¿verdad?
– Sí, sí… nos conocimos hace tiempo -contestó Jamie, incómoda-. Por cierto, tienes unas hijas preciosas.
– ¿Molly y Mindy? Son mis sobrinas, no mis hijas -dijo él.
Nicole rió y dijo:
– Slade es mi cuñado. Yo estoy casada con Thorne.
Jamie se ruborizó.
– Siento la equivocación -se disculpó-. En los documentos que he visto no había ninguna mención al estado civil de los McCafferty…
Nicole volvió a reír y la invitó a entrar.
– Pasa, por favor, o te vas a quedar helada. Deja que cuelgue tu abrigo… Slade, si te queda alguna caballerosidad en ese cuerpo, lo cual dudo, ¿por qué no acompañas a nuestra invitada al salón? -dijo.
– Me queda más de la que crees -se defendió Slade.
– Eso espero. Mientras tú la acompañas, iré a la cocina y le pediré a Juanita que nos lleve café.
Jamie se desabrochó los botones del abrigo.
– Déjamelo a mí-dijo Slade.
Cuando la ayudó a quitarse la prenda, le rozó la nuca sin querer. Tuvo la impresión de que Jamie se estremecía, pero supuso que se lo habría imaginado.
– ¿Vamos? -preguntó ella.
– Vamos -dijo él.
Slade la llevó por un pasillo que estaba lleno de fotografías de la familia. En una estaba Thorne, de niño, con indumentaria de fútbol; en otra aparecía Randi durante su primer baile del colegio; también había una de Matt, subido a lomos de un caballo, e incluso una de Slade, esquiando.
Poco después, entraron en el salón.
– Supongo que ya lo sabéis todos, pero me presentaré de todas formas -dijo ella-. Soy Jamie Parsons, la abogada de Jansen, Monteith y Stone.
Thorne se levantó de la silla con ciertas dificultades por culpa de su brazo en cabestrillo. Matt se acercó y le estrechó la mano.
Cuando terminaron de saludarse, Jamie sonrió y dijo:
– Muy bien, ¿qué os parece si empezamos?
Todos se sentaron alrededor de la mesa. Ella abrió el maletín y distribuyó copias de documentos legales.
– Por lo que tengo entendido, Matt quiere vender su propiedad del norte de Missoula a su vecino actual, Michael Kavanaugh, y comprar su parte del rancho a Slade y a Thorne… de modo que Randi y él serían los únicos propietarios.
– En efecto -confirmó Matt.
– Matt se va a encargar de dirigir el rancho -explicó Randi-. Bueno, él y Kelly… porque van a casarse pronto y se quedarán a vivir aquí.
– ¿Y qué vas a hacer? -preguntó Thorne.
Randi sacudió la cabeza.
– Thorne, sabes de sobra que mi vida está en Seattle…
Thorne frunció el ceño.
– Sí, lo sé, pero no irás a ninguna parte hasta que demos con ese canalla. Tenemos que encontrar al tipo que te quiere matar y ponerlo entre rejas.
Randi arqueó una ceja y miró a su hermano con una sonrisa.
– Bueno, dejemos esa discusión para otro momento -propuso-. Supongo que la señorita Parsons querrá terminar cuanto antes.
– Llámame Jamie, por favor. Señorita Parsons suena demasiado formal.
Slade se puso tenso.
– Todos somos de la zona, así que podemos dejarnos de formalidades -continuó ella-. Veamos esos documentos.
Slade intentó no fijarse en su cara ni en su forma de fruncir el ceño mientras estudiaba los papeles. Lo que había pasado entre ellos era agua pasada. Además, los abogados no le habían gustado nunca.
Se metió la mano en el bolsillo y descubrió que no tenía tabaco. Había dejado el paquete en la camioneta porque estaba intentando dejarlo.
Nicole apareció en ese momento con café y unas pastas de canela, pero Jamie no se dio cuenta. El bebé empezó a llorar, así que Juanita se presentó en el salón y se encargó de él.
– Cómo llora este niño -dijo el ama de llaves-. Debe de tener hambre…
– Iré con vosotros -dijo Randi.
– No, quédate, tú tienes cosas que hacer. Ya me ocupo yo.
Juanita se marchó con el bebé y Jamie rompió el silencio.
– Pasemos a la página dos…
Viendo su comportamiento, absolutamente profesional, Slade se preguntó qué habría pasado con la jovencita rebelde y salvaje que recordaba, la adolescente de vaqueros viejos que bebía y fumaba a espaldas de su abuela y que incluso se había hecho un tatuaje, una pequeña mariposa, en un hombro. Por mucho que la miraba, no encontraba ni el menor resto del espíritu libre y desenfadado que había conquistado su corazón años atrás; de la mujercita alocada que sabía escupir y maldecir como cualquier chico y montar a caballo a pelo. Sólo veía a una profesional que hablaba con el argot típico de los abogados y mantenía una actitud fría y distante. De vez en cuando, alguno de sus hermanos le preguntaba algo. Jamie siempre tenía la respuesta adecuada.
– Me gustaría que el nombre de mi prometida aparezca en el contrato -dijo Matt.
Jamie tomó nota.
– ¿Cuándo os vais a casar?
– Entre Nochebuena y Nochevieja. He intentado convencerla para que se fugara conmigo, pero la familia se ha empeñado en que nos casemos aquí.
Jamie arqueó una ceja.
– Así que otro de los McCafferty va a morder el polvo…
Thorne sonrió y dijo:
– Sólo quedará Slade…
Durante un segundo, la mujer de hielo pareció derretirse. Fue cuando sus ojos se encontraron con los de su antiguo novio.
– Pensé que te habrías casado.
– No, sigo soltero -replicó él.
– Pero… bueno, da igual -dijo ella, algo confusa-. ¿Cómo has dicho que se llama tu prometida, Matt?
– Kelly Dillinger, aunque será una McCafferty a finales de mes.
– Es la hija de Eva Dillinger, la antigua secretaria de nuestro padre -explicó Thorne-. Él se negó a pagarle la jubilación que le había prometido, así que nosotros decidimos intervenir y pagarle lo que se le debía con nuestro fondo de inversiones. Los documentos están en los archivos de tu bufete, si no recuerdo mal.
Jamie asintió y sacó unos papeles del maletín.
– Sí, tengo esos documentos conmigo -dijo ella.
Thorne asintió.
– Pero Kelly tiene que aparecer en el contrato del rancho -insistió Matt.
– No te preocupes, me encargaré de todo -dijo Jamie-. Cuando llegue la hora de firmar, tendrá que hacerlo con vosotros y con el señor Kavanaugh, por supuesto. Os dejaré una copia del borrador para que podáis echarle un vistazo a fondo. Si todos estáis de acuerdo, imprimiré el documento definitivo y sólo faltará vuestro acuerdo.
– Me parece bien -dijo Matt.
– Veamos si lo he entendido bien. Tú te vas a quedar a vivir aquí, con tu esposa; Thorne y Nicole se están construyendo una casa en las cercanías y Randi volverá en algún momento a Seattle… -dijo Jamie-. Tengo todas vuestras direcciones, pero no la tuya, Slade. ¿Dónde vives ahora?
– Tengo una casa en Colorado, cerca de Boulder, pero aún no he decidido si me voy a quedar allí o la voy a vender -respondió-. De momento estoy viviendo en el Flying M. Si necesitas algo, me encontrarás aquí.
– Muy bien. ¿Queda algo más?
– Sí -dijo Thorne, mirando a su hermanastra-. Tenemos un pequeño problema y me gustaría que nos aconsejaras. Como tal vez sepas, Randi tuvo a su bebé hace dos meses; el padre no ha aparecido todavía, pero nos preguntábamos si podría reclamar la custodia en el caso de que…
– ¡Eh! -protestó Randi-. No quiero hablar de ese asunto. Ahora, no.
– Tenemos que hablar, Randi -insistió Thorne, muy serio-. El padre de J.R. se presentará más tarde o más temprano. Puedes estar segura. Y cuando hable de la custodia del niño y de sus derechos como padre, tenemos que saber a qué atenernos.
Randi se echó hacia delante, sobre la mesa.
– Eso es problema mío. Mío, ¿me oyes? No tuyo. Ni de Matt ni de Slade. Es mío y sólo mío -declaró, con ojos encendidos por la ira-. No te molestes conmigo, Jamie, pero no necesito tu ayuda. Mis hermanos están molestos porque no les he dicho quién es el padre… aunque de todas formas, no es asunto suyo.
– ¿Que no es asunto nuestro? -intervino Slade-. Alguien intenta matarte.
– Eso tampoco es cosa vuestra.
– ¿Cómo que no? Todo lo que afecte a ti es cosa nuestra.
– Puedo cuidar de mí misma.
– ¡Pero si ni siquiera recuerdas lo que ha pasado! -exclamó Slade, disgustado con su hermanastra-. Si es que es verdad que tienes amnesia.
– Es verdad.
– Pues entonces, ayúdanos. Sólo queremos que J.R. y tú estéis a salvo de ese maníaco. Deja de comportarte como una niña caprichosa y danos alguna pista para poder investigar. ¿Quién es el padre del niño?
– No quiero hablar de eso. Este no es el momento ni el lugar -se defendió.
Thorne alzó una mano para internar apaciguar a Slade y a Randi.
– Sólo intentamos ayudar -alegó.
– ¡Tú no te metas, Thorne! He dicho que puedo cuidarme sola. J.R. es mi hijo y nunca lo pondría en una situación que supusiera un peligro para él. Me quedaré aquí una temporada, hasta que todo este lío se resuelva; pero eso no quiere decir que esté dispuesta a renunciar a mi vida. Os lo advierto.
Matt sacudió la cabeza y miró por la ventana.
– Mujeres… -gruñó Slade.
Jamie decidió intervenir para rebajar la tensión.
– No soy experta en custodias de niños; pero si necesitáis consejo legal, podría poneros en contacto con Felicia Reynolds. Es una compañera del bufete que se encarga de ese tipo de casos -explicó.
– Gracias. Puede que la llame por teléfono -dijo Randi-. Puede.
Jamie cerró su maletín.
– Bueno, si queréis que la avise, decídmelo.
– Muy bien.
– Y si tenéis alguna duda sobre el contrato, podéis localizarme en mi teléfono móvil o dejarme un mensaje en la oficina -comentó la abogada-. Me alojo en casa de mi abuela y todavía no han instalado el fijo, pero os lo daré en cuanto lo tenga.
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