– Escúchame, por favor. No me resulta nada fácil…
– A mí tampoco -dijo ella.
Jamie se levantó.
– ¿Quieres un café?
– No cambies de tema…
Ella no le hizo caso. Se dirigió a la cocina, pero Slade la siguió, se apoyó en el marco de la puerta y la miró mientras Jamie preparaba la cafetera y la ponía al fuego.
– No cambio de tema. Le das más importancia de la que tiene.
– ¿Tú crees?
– Claro. Sólo fue una aventura juvenil.
– ¿Nada más?
– Nada más -mintió otra vez.
Jamie notó que Lazarus se acercaba a Slade y se frotaba contra sus piernas. El gato había estado en la despensa, pero salió al verlos.
– Slade, entiendo que quisieras venir, explicarte y limpiar tu conciencia. Pero ya lo has hecho, así que será mejor que lo olvidemos.
– Sí, claro -ironizó.
Jamie decidió cambiar de conversación. Miró la cicatriz de su cara y preguntó:
– ¿Cómo te hiciste eso? ¿En una pelea?
Slade sonrió.
– Sí, pero deberías ver cómo quedó el otro tipo. No le hice ni un arañazo.
Ella soltó una carcajada sin poder evitarlo.
– No consigo imaginarte en una pela con navajas…
– ¿Quién ha dicho que yo llevara navaja? Pero ya en serio, no me lo hice en ninguna pelea. Fue el año pasado, en un accidente de esquí.
– ¿Te caíste?
– Me cayó una avalancha encima.
– ¿En serio? -preguntó con seriedad-. Menos mal que te salvaste…
– Supongo que tuve suerte.
Ella notó algo extraño en su voz.
– Pero no estabas solo, ¿verdad?
Él se puso más tenso.
– No, no lo estaba.
Jamie sirvió el café en dos tazas. Durante unos segundos, no se oyó más ruido que el zumbido del frigorífico y el tintineo de la cucharilla cuando echó azúcar en su café y empezó a moverlo.
– ¿Ibas con algún amigo?
– Con una.
Por la expresión de Slade, Jamie supo que la víctima era alguien muy importante para él. Parecía devastado, hundido.
– ¿Se encuentra bien?
– Murió.
– Oh, vaya… no lo sabía. Lo siento mucho, Slade. No sé qué puedo decir.
– Nada, no hay nada que decir.
Slade la miró a los ojos y se alejó hacia la ventana. Jamie le dio su taza de café y lo estudió durante un momento; fuera quien fuera aquella mujer, todavía estaba de luto por ella. No lo había superado. Y en el fondo de sus ojos, vio que se sentía culpable por haber sobrevivido al accidente.
– ¿Quieres que hablemos de ello?
– No.
Slade probó el café. Justo entonces, Jamie oyó el timbre de su teléfono móvil, que había dejado en el salón.
– Discúlpame… tengo que contestar.
Slade asintió y ella se alejó y contestó la llamada.
– ¿Dígame?
– Hola, soy yo.
Era Chuck.
– Hola…
Slade apareció en la entrada del salón. Jamie le dio la espalda e intentó concentrarse en la conversación con su jefe.
– ¿Cómo te va? ¿Ya te has reunido con Thorne McCafferty y sus hermanos?
– Sí, esta tarde -contestó en voz baja.
– ¿Y ha salido bien?
De haber podido, Jamie habría contestado que había salido maravillosamente desde un punto de vista profesional, pero no personal.
– Creo que tardaremos poco en solventar el asunto -contestó.
– ¿Y qué pasa con la casa de tu abuela?
Jamie echó un vistazo a su alrededor. Las paredes necesitaban una capa de pintura, y las ventanas estaban llenas de agujeros.
– Me temo que eso va para largo.
Slade se le acercó en ese momento y le dio su taza de café. Ella la aceptó y lo miró a los ojos. Sólo fue un segundo, pero suficiente para que perdiera el hilo de la conversación con Chuck.
– ¿Jamie?
– Sí, sigo aquí…
– Te preguntaba cuánto tiempo tardarás.
– No estoy segura. Todavía tengo que venderla, pero volveré a Missoula tan pronto como me sea posible -afirmó.
Slade se dirigió al salón y se sentó en el sofá. Jamie se estremeció; no podía explicar a Chuck que estaba a solas con el hombre con quien había perdido la virginidad. Además de ser su jefe, Chuck Jansen afirmaba estar enamorado de ella.
– Te echo de menos, Jamie.
– Tonterías, Jansen, tonterías -dijo ella, intentando bromear.
Chuck rió.
– Lo digo muy en serio.
Jamie se ruborizó.
– Oh, vamos…
– Supongo que no habrás hablado con Thorne sobre la posibilidad de que nuestro bufete tenga más presencia en los negocios de los McCafferty, ¿verdad?
– Aún no.
– Bueno, inténtalo, pero con tacto. Empieza por hacer un buen trabajo con el traspaso de la propiedad y… ah, espera un momento.
Chuck intercambió unas palabras con alguien y volvió con ella.
– Tengo la impresión de que se me olvida algo. ¿Qué era? Sí, ya me acuerdo -dijo, con un chasquido de dedos-. La última vez que hablé con Thorne mencionó algún tipo de problema con la custodia del hijo de su hermanastra. Algo que quería comentarme, pero no entró en detalles.
– Lo ha comentado, pero no sé más que tú.
– Habla con ellos y pásale el caso a Felicia -afirmó Chuck-. Pero sobre todo, trátalos bien; muestra interés por su familia, llévalos a cenar a cuenta del bufete… en fin, ya sabes, el juego de siempre.
Jamie lo entendió enseguida, aunque empezaba a odiar aquel juego. Además, cabía la posibilidad de que Slade escuchara parte de la conversación.
– ¿No te parece que se darán cuenta de lo que pretendemos?
– Estoy seguro de que Thorne lo notara, y probablemente, también su hermana. En cuanto a los demás, no lo sé. Ya te he hablado de ellos, ¿verdad? El segundo hermano es un ranchero, que no sabe mucho de estas cosas. Y en cuanto al otro, es la oveja negra de la familia, el típico perdedor.
A Jamie le molestó tanto el comentario sobre Slade que replicó con un tono más seco y frío de la cuenta.
– ¿Eso es lo que sabes de él?
– Bueno, seguro que es inteligente. Todos los McCafferty lo son. El viejo, John Randall, era un hombre extremadamente astuto… supongo que el problema del tal Slade es que lo mimaron demasiado, o que es un vago -respondió.
Jamie estuvo a punto de soltar una carcajada. A Slade le gustaban los deportes de riesgo y siempre había hecho las cosas por su cuenta, pero era cualquier cosa menos el típico vago o niño mimado.
– De todas formas -continuó Chuck-, haz lo que puedas. Gánate su confianza y hechízalos con tu magia y con esos ojos tan bonitos que tienes. Haz lo que sea necesario, Jamie. Pero sin pasarte, ¿eh? En Jansen, Monteith y Stone tenemos un código moral muy estricto.
– ¿Estricto? Yo diría que es de manga ancha -bromeó.
– Te llamaré mañana para que me informes de tus progresos. Me están llamando por otro teléfono y será mejor que conteste… aunque sospecho que será alguno de mis hijos, que quiere más dinero. Te quiero, preciosa.
Acto seguido, Chuck cortó la comunicación.
Jamie respiró a fondo, se acercó al frigorífico y sacó el cartón de leche. Después, entró en el salón, echó leche en su taza y preguntó:
– ¿Quieres?
– No, gracias -respondió Slade-. ¿Quién era? ¿Tu jefe?
Jamie probó el café antes de contestar.
– Bueno, Chuck es…
– Tu jefe, entre otras cosas -dijo Slade.
– ¿Entre otras cosas?
– Ya había imaginado que además de tu jefe, también es tu novio. O tal vez más.
– ¿En serio?
Slade se inclinó hacia delante y le tomó la mano derecha.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella.
– Ver si llevas metal.
– ¿Metal?
– Un anillo.
– No estoy comprometida, Slade.
– Todavía. Pero tu novio…
– Soy demasiado mayor para tener novios. Las mujeres adultas tenemos amantes, amigos, maridos, pero novios no, desde luego.
Mientras hablaba, Jamie se preguntó cómo habría sido Chuck de joven. A sus cincuenta años, con el pelo canoso y siempre preocupado por sus hijos, costaba imaginárselo de otra manera. Pero sabía que había sido bastante responsable; cuando terminó los estudios en la universidad, empezó a trabajar en un bufete de Seattle y posteriormente se estableció en Missoula. Se casó con la chica con la que estaba saliendo y tuvieron hijos casi de inmediato.
– Bueno, si tú lo dices… -dijo Slade, con escepticismo.
– De todos modos, mis relaciones personales no son asunto tuyo.
Slade sonrió.
– Eso va lo veremos.
El corazón de Jamie se aceleró.
– ¿Por qué sigues aquí, Slade? ¿Quieres que hablemos de negocios?
Él se terminó el café y se levantó.
– No, francamente. En realidad he venido porque quería verte otra vez.
Slade se puso el abrigo, se acercó a ella y, para sorpresa de Jamie, se inclinó y le dio un beso casto e inocente en la mejilla.
Jamie se estremeció y él la miró con humor.
– No es necesario que me acompañes a la salida. Creo que sabré encontrarla.
Slade sonrió, se dio la vuelta y se alejó. Sus botas resonaron en el entarimado, y la puerta se cerró con un ruido seco cuando salió de la casa.
Jamie se acercó a la ventana, apartó las cortinas y se llevó una mano a la mejilla, al lugar donde la había besado.
Aquel hombre tenía un efecto sorprendente en ella. Le llegaba al corazón, y parecía tener un talento especial para derrumbar los muros que levantaba a su alrededor, cuidadosamente, para protegerse de él.
Cuando las luces de su camioneta desaparecieron en la distancia, Jamie volvió al sofá. Lazarus saltó a su regazo y ella le acarició la cabeza.
– Esto se va a complicar -dijo, mientras el gato ronroneaba-. Va a ser peor de lo que me había imaginado.
Capítulo 5
– No necesito una niñera.
Randi miró a su hermano mientras se dirigía hacia la furgoneta que Larry Todd, el capataz, usaba cuando estaba en el rancho. Llevaba las llaves en una mano, y avanzaba con dificultad por culpa de la nieve.
Slade se mantuvo a su lado todo el tiempo, para asegurarse de que no se caía.
– ¿El médico te ha dado permiso para salir?
– Deja de meterte en mi vida, Slade.
– Randi…
– Y deja de comportarte como si fuera una niña de dos años. Si necesito el permiso de un médico, le diré a Nicole que me lo dé.
– No te lo daría.
– Lo entendería perfectamente. Pero lo he dicho serio: no me gusta que me trates como si fuera una niña.
– Pues deja de comportarte como una.
Randi alzó los ojos al cielo. Cuando llegó al vehículo, abrió la portezuela y se sentó al volante con un gesto de dolor.
– No estás recuperada, Randi.
– Estoy perfectamente -insistió ella-. Además, si me quedo aquí, me voy a volver loca… necesito salir un rato, aunque sólo sea para ir a Grand Hope.
– Entonces, te acompañaré.
– Excelente, ahora vas a ser mi guardaespaldas privado -se burló-. No es necesario, y lo sabes de sobra. Estaré bien.
Randi cerró la portezuela de golpe, pero Slade dio la vuelta a la furgoneta y entró en el vehículo cuando su hermanastra ya se había convencido de que la dejaría en paz.
– Por todos los diablos, Slade… Esto es ridículo. No, peor que ridículo.
– Tengo que comprar unas cosas en el pueblo.
– Sí, claro que sí -dijo, sin intención alguna de ocultar su sarcasmo-. Ponte el cinturón de seguridad, anda. La última vez que me senté a un volante, la cosa terminó fatal.
Randi puso en marcha los limpiaparabrisas y arrancó. Después, se miró en el retrovisor y pensó que, teniendo en cuenta las circunstancias, no tenía tan mal aspecto; ya le habían quitado los puntos de la mandíbula y la escayola de la pierna; las marcas de la cara habían desaparecido y su cabello, que le habían cortado en el hospital, empezaba a crecer.
Su escapada a Grand Hope no tenía más objetivo que, precisamente, su pelo. Quería ir a un salón de belleza y ponerse en manos de un profesional para que le arreglara aquel desastre y le diera un poco de estilo.
Encendió la radio, buscó una emisora con música y dijo:
– No sé por qué sigues aquí.
– Todavía hay que firmar los papeles de la venta.
– Y cuando los hayamos firmado, ¿qué harás? ¿Te marcharás otra vez?
Randi redujo la velocidad al llegar a la incorporación de la carretera principal y siguió adelante.
– No, aún no.
Slade miró por la ventanilla. La pradera estaba cubierta de nieve, y el río que lo cruzaba, completamente helado. Sólo había unas cuantas reses, que caminaban hacia el granero.
– No me digas que Jamie Parsons te ha hecho cambiar de opinión.
Randi había dado en el clavo. Slade había mentido a Jamie la noche anterior, cuando le dijo que siempre la había tenido en su recuerdo; pero era verdad que se sentía muy atraído por ella y que le intrigaba. Quería saber si bajo la apariencia fría y profesional de la abogada, seguía estando la adolescente apasionada y rebelde.
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