Estaba mas que cabreado y el deseo de ponerse a gritar, algo que no hacía nunca, lo superaba.

– Suéltalo de una vez -dijo Annie cuando llegaron al coche.

– No tengo nada que decir.

Ella puso los ojos en blanco.

– Por favor, si prácticamente echas espuma por la boca. Dilo de una vez.

– Estoy bien -insistió Duncan, esperando hasta que entró en el coche para cerrar la puerta y sentarse tras el volante.

– Venga, te sentirás mejor.

– Muy bien, no tenías derecho a hacerlo.

– O sea, que estás enfadado.

– ¿Cómo se te ha ocurrido?

– Ah, ya veo que las palabras amables se han terminado.

– ¿Qué quieres decir?

– Antes, cuanto he tenido que ponerme a cantar muerta de vergüenza para animar la fiesta, has sido muy amable conmigo. Pero ahora, por una simple sugerencia, estás enfadado.

– ¿Una simple sugerencia? ¿Es así como lo llamas? No tenías derecho, Annie. Yo llevo un negocio y nuestro acuerdo no te da autoridad sobre mí o sobre mis decisiones. No sabías de lo que hablabas y tendré que solucionarlo como pueda…

– ¿Te sientes mejor ahora?

– No soy un niño, no tienes que aplacarme.

– Entiendo que eso es un no.

Annie no le tenía miedo y, en el fondo, Duncan agradecía que así fuera.

– Mira, vamos a dejarlo.

– Pues yo sigo pensando que no es mala idea.

– Tú no eres la que tendría que pagar por ello.

– Pero si tú ya estás pagando -dijo Annie tranquilamente-. Los padres tienen que faltar al trabajo porque no hay suficientes guarderías o tienen que irse antes porque sus hijos se ponen enfermos. Es algo que no se puede controlar y la gente se preocupa, Duncan. Y la gente preocupada no puede trabajar al cien por cien.

– No pienso construir una guardería en la empresa, es ridículo.

– ¿Por qué?

– Para empezar, es caro e innecesario.

– ¿Lo sabes con total seguridad?

– ¿Y tú sabes si serviría de algo?

– No, pero estaría dispuesta a probar. ¿Y tú?

– Yo no voy a tu colegio para decirte cómo debes dar las clases y te agradecería que no me dijeras cómo llevar mi empresa -replicó Duncan, furioso.

– No te estoy diciendo cómo llevar tu empresa. He hablado con un grupo de empleados y todos estaban de acuerdo en que es un problema. Yo sólo dije que sería una idea interesante y algo que tú podrías estudiar.

– No debes hablar por mí.

– ¿Y qué querías que hiciera? -le preguntó ella entonces-. Todo el mundo cree que soy tu novia. Hemos llegado a este acuerdo para que la gente crea que eres una persona decente. Y las personas decentes tienen buenas ideas.

– No es una buena idea. Yo escucho cuando alguien me ofrece algo interesante, esto no lo es.

– ¿Y por qué no? ¿Necesito un máster en Economía para darte una idea? Ahora entiendo que todo el mundo estuviera tan asustado. No dejas que nadie diga nada sin tu permiso -protestó Annie-. Pues si no escuchas a nadie, imagino que las reuniones contigo deben ser cortísimas. Además, ¿para qué tienes reuniones? Eres tan engreído… das una orden y todo el mundo se pone firme. Qué absurdo.

Estaba seriamente enfadada. Tan enfadada que se inclinó hacia delante y clavó un dedo en su brazo.

– No seas tonto, tú sabes que la idea podría ser interesante. Otras compañías lo han hecho y nadie se ha arrepentido. O también podrías hablar con un par de guarderías cercanas para que permaneciesen abiertas más horas, llegar a algún tipo de acuerdo, ofrecer un precio especial para tus empleados… yo qué sé. Lo que digo es que si es un problema para tus empleados, es un problema y punto.

Duncan se apoyó en la puerta del coche.

– ¿Has terminado?

– No, la gente de la fiesta te tenía miedo y eso no es bueno.

Duncan sabía que tenía razón en ese punto. Unos empleados asustados ponían más energía en protegerse que en luchar por la empresa.

– No quiero que me tengan miedo -admitió-. Quiero que trabajen.

– A la mayoría de la gente se la puede motivar con un objetivo común. Mucho mejor que con intimidaciones.

– ¿Qué intimidaciones? Tú no me tienes miedo.

– Porque yo no trabajo para ti. Bueno, se podría considerar que me has contratado, pero yo te conozco, ellos no. Tú puedes dar mucho miedo y lo utilizas cuando quieres. Tal vez esa estrategia te dé resultado algunas veces, pero ahora mismo es un obstáculo.

– No pienso volverme blando, es ridículo.

– Tal vez no, pero tampoco tienes que ser un ogro. Y sabes que tengo razón sobre el asunto de la guardería, deberías pensarlo.

Tenía razón, maldita fuera. Y lo más frustrante era que ya no estaba enfadado. ¿Cómo había hecho eso?

– Eres una mujer extraña, Annie McCoy.

– Es parte de mi encanto -sonrió ella.

Era algo más que encanto, pensó Duncan, tirando de su mano para besarla.

Y ella le devolvió el beso sin protestar.

No sabía lo que era hacer las paces con un hombre después de una discusión porque ella no tenía por costumbre discutir, pero había oído que era magnífico. Y, a juzgar por el incendio que recorría todo su cuerpo en ese momento, era algo que habría que estudiar.

Se sentía llena de energía después de la discusión. Le gustaba pelearse con él sabiendo que podía ser firme. Aunque Duncan podría ganarle físicamente, emocionalmente estaban a la misma altura. Y seguiría siendo así porque algo le decía que Duncan era una persona justa.

Annie inclinó a un lado la cabeza y él enredó los dedos en su pelo, mientras abría sus labios con la lengua. Sabía a whisky a menta y se apretó contra él un poco más, echándole los brazos al cuello.

Sentía que sus pechos se hinchaban y una extraña presión entre las piernas. Si la palanca de marchas no hubiera estado entre los dos, seguramente le habría arrancado la chaqueta y la camisa.

Pero, en lugar de sugerir que siguieran en otro sitio, Duncan se apartó un poco.

En la oscuridad no podía ver sus ojos y no sabía lo que estaba pensando.

– Eres una complicación, Annie -dijo él entonces.

¿Eso era bueno o malo?, se preguntó.

– También soy Piscis y me gusta viajar y dar largos paseos por la playa.

Duncan rió. Y, como siempre, el sonido hizo que se le encogiera el estómago.

– Maldita sea -murmuró él-. Voy a llevarte a casa antes de que hagamos algo que lamentemos más tarde.

¿Lamentar? Ella no pensaba lamentar nada. Pero como no estaba segura de su respuesta, decidió callarse. Desear a Duncan era una cosa. Desear a Duncan y que él dijera que no estaba interesado era más de lo que estaba dispuesta a soportar.

El valor era una cosa curiosa, pensó mientras se ponía el cinturón de seguridad. Y, aparentemente, ella iba a tener que encontrar el suyo.


Annie sobrevivió a las dos siguientes fiestas. Estaba empezando a acostumbrarse a charlar con hombres de negocios y, sobre todo, a confirmarles que era profesora de primaria y le encantaba su trabajo.

Había conocido a muchos periodistas y el mundo de los ricos le daba menos miedo que al principio. Y tampoco Duncan le parecía tan imponente. Lo único que lamentaba era que no hubiese vuelto a besarla.

Se decía a sí misma que seguramente era lo mejor y en algunos momentos incluso llegaba a creerlo. Duncan había dejado claro que la suya era sólo una relación de conveniencia y si todo acababa mal sería culpa suya porque había sido advertida.

– ¿Qué hay en la caja? -le preguntó cuando salían del hotel para volver a su casa.

Annie le había dicho que no pensaba contarle qué era hasta que terminase la fiesta.

– Adornos de Navidad para tu casa. Una forma de agradecerte todo lo que has hecho por mí.

– ¿Qué clase de adornos? -preguntó él, con expresión suspicaz.

– Nada que vaya a comerte mientras duermes. Son bonitos, te gustarán.

– ¿Es una opinión o una orden?

– Tal vez las dos cosas -sonrió Annie.

– Muy bien -suspiró Duncan-. Venga, vamos. Incluso dejaré que los coloques donde quieras.

Antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, Duncan tomaba la autopista hacia el norte en lugar del sur y, quince minutos después, detenía el coche en el garaje de un lujoso edificio.

Annie se dijo a sí misma que debía tranquilizarse. La había llevado a su casa, pero eso no significaba que hubieran pasado de ser una pareja falsa a ser una pareja real. Eran amigos, nada más. Amigos que fingían salir juntos. Ocurría todo el tiempo.

Unos minutos después estaban en un lujoso dúplex. Y no debería sorprenderla, claro.

El salón era espacioso, como los lofts que había visto en las revistas y los programas de decoración, con preciosos suelos de madera. En el centro había dos sofás de piel, varios sillones, una pantalla plana de televisión del tamaño de un jumbo y ventanales desde los que se veía todo Los Ángeles. Toda su casa, incluido el jardín, cabría en aquel sitio.

Y, sin duda, aquel apartamento tendría más de un cuarto de baño. Tal vez podría enviar allí a sus primas para que se arreglasen los viernes por la noche. Así no tendrían que pelearse.

– Es muy bonito -le dijo, mirando las paredes pintadas de color beige y los sofás de un tono marrón claro-. Pero no hay mucho contraste de colores.

– Me gustan las cosas sencillas.

– El beige es el color de los hombres. O eso he oído.

Annie se dejó caer en uno de los sofás y puso la caja sobre la mesita de café.

– ¿Quieres una copa de vino?

– Sí, muy bien.

Mientras Duncan servía el vino, ella sacó los adornos de la caja. Había tres bolas de cristal con nieve, dos velas, varias tiras de espumillón y un belén dentro de una caja, las figuritas de porcelana envueltas en papel celofán.

Annie miró alrededor. Las velas y el espumillón podrían ir sobre la mesa, las bolas de cristal frente a la ventana. Y el belén en la mesa de la televisión. Cuando terminó, Duncan le dio su copa de vino.

– Muy bonito, muy hogareño.

– ¿Lo dices de verdad?

– Sí.

– Me habría gustado traer un árbol, pero no sabía si te gustaría.

– A mi ama de llaves le habría divertido.

Eso no la sorprendió.

– ¿Quieres ver el resto de la casa? -preguntó Duncan.

Annie asintió con la cabeza.

El aseo era más grande que cualquiera de los dormitorios de su casa, pero eso ya no la sorprendía. Al final del pasillo había un estudio con las paredes forradas de madera y un enorme escritorio en el centro, pero lo que llamó su atención fueron las estanterías llenas de trofeos. Había docenas de ellos, algunos grandes, otros pequeños, algunos guardados en urnas de cristal. También había guantes de boxeo, pero sobre todo figuras de boxeadores.

– ¿Tú has ganado todo esto?

Duncan asintió con la cabeza mientras ella se acercaba para mirar los trofeos. En todos ellos estaba inscrito su nombre, con fechas y ciudades. Y también había algunas medallas.

– No lo entiendo. ¿Por qué una persona querría pegarse con otra?

Duncan sonrió.

– No es sólo eso, es una forma de arte. Un talento especial. Hace falta fuerza, pero también inteligencia, saber cuándo golpear y cómo. Uno tiene que ser más listo que el oponente, no todo depende del tamaño. La determinación y la experiencia son muy importantes.

– Como en los negocios.

– Sí, algo así.

Annie arrugó la nariz.

– ¿No te dolía cuando te golpeaban?

– Sí, claro que me dolía, pero me educó mi tío y eso era lo suyo. Sin él, hubiera sido un gamberro más.

– ¿Estás diciendo que golpear a la gente evitó que acabaras siendo un chico de la calle?

– Algo así -sonrió Duncan-. Deja tu copa.

– ¿Para qué?

– Dame un puñetazo.

– ¿Qué?

– Que me des un puñetazo.

Ella lo miró, atónita.

– No puedo hacer eso.

– ¿Crees que me harías daño?

– Probablemente no, pero me rompería la mano.

Duncan se quitó la chaqueta y la corbata y las dejó sobre una silla.

– Levanta las manos y cierra los puños, con los pulgares hacia dentro.

Annie hizo lo que le pedía, sintiéndose como una tonta.

– ¿Así?

– Golpéame y no te preocupes, no me harás daño.

– ¿Me estás retando?

Duncan sonrió.

– ¿Crees que puedes conmigo?

No, imposible, pero estaba dispuesta a intentarlo. Annie lo golpeó en el brazo sin mucha fuerza, pero tampoco con suavidad.

– Venga, dame fuerte. No me he enterado siquiera.

– Muy gracioso.

– Inténtalo y esta vez dame con todas tus fuerzas, no como una chica.

– Soy una chica.

Annie lo golpeó con más fuerza esta vez y sintió el impacto en su propio hombro. Pero Duncan ni siquiera parpadeó.

– A lo mejor lo mío es el tenis.

– Dobla las rodillas y mantén la barbilla siempre bajada -le indicó él-. Cuando lances el golpe piensa en un sacacorchos -le dijo, demostrándolo como a cámara lenta-. Así tendrá más fuerza. Apoya el peso de todo tu cuerpo en el brazo.