– Grandes palabras para alguien que ni siquiera está saliendo con un hombre -murmuró, mirando el correo.
Pero al ver uno de los sobres hizo una mueca. Era de la universidad de Jenny, seguramente para recordarle que tenía que pagar la matrícula. Mientras lo abría, se preguntó de dónde iba a sacar el dinero. Todo era tan caro. Tal vez después de las vacaciones debería buscar un trabajo por la tarde. Uno que…
Annie miró el papel, el que decía que la matrícula había sido pagada.
Pero era imposible, ella no había pagado y estaba segura de que Jenny no tenía dinero para hacerlo.
Annie entró en la casa y volvió a mirar el correo. ¡Había otra carta de la universidad de Julie que decía lo mismo!
Aquello era totalmente inesperado, aunque sabía con toda seguridad quién era el responsable. Un día antes se habría sentido agradecida, pero ahora… el detalle la dejaba desconcertada.
Dejando el resto del correo sobre la mesita, Annie volvió al coche. La oficina de Duncan no estaba muy lejos ya que el imperio de los Patrick era dirigido desde un complejo de edificios en el puerto de Los Ángeles.
Annie le dio su nombre al guardia de seguridad y tuvo que esperar mientras hacía una serie de llamadas. Por fin, el hombre la envió al aparcamiento, dándole instrucciones sobre dónde debía dejar el coche y, siguiendo los carteles indicadores, entró en el edificio principal.
Era imperio y medio, pensó, mirando el enorme vestíbulo de Industrias Patrick. Un mapa del mundo con miles de lucecitas blancas indicaba los países en los que tenía empresas la compañía. Otras lucecitas señalaban trenes, carreteras, barcos…
Siempre había sabido que Duncan era millonario, pero ver ese mapa era impresionante.
Annie tiró de la manga de su jersey, pensando que los alces de la pechera eran muy graciosos para sus alumnos, pero estaban fuera de lugar allí. Además, tenía una mancha en la falda y la parte de atrás estaba arrugada…
– ¿Señorita McCoy?
A su lado había una mujer muy elegante de unos treinta años.
– Sí, soy yo.
– El señor Patrick está esperándola. Venga conmigo, por favor.
Subieron en el ascensor hasta la sexta planta, llena de empleados que se movían de un lado a otro sin mirarla. La mujer la llevó hasta una oficina donde esperaba una secretaria de cierta edad.
– Puede pasar -le dijo.
Annie miró la puerta que había frente a ella. Tenía un aspecto muy pesado, impresionante. Pero, apretando las cartas que llevaba en la mano, entró en la oficina de Duncan.
Era más grande que su dúplex, con enormes ventanales desde los que se veía el cuartel general de Industrias Patrick. Aparentemente, aquel rey disfrutaba admirando su reino.
Su escritorio era tan grande que un avión podría aterrizar en él y había un grupo de sofás a un lado y una mesa de conferencias al otro.
Duncan estaba mirando la pantalla de su ordenador, pero levantó la cabeza en cuanto la oyó entrar.
– Un placer inesperado -le dijo, levantándose.
Estaba guapísimo, como siempre. Demasiado guapo. Lo había visto muchas veces con traje de chaqueta, de modo que no era nada nuevo. Tal vez el problema era que menos de doce horas antes habían estado en la cama, desnudos, durmiendo uno en brazos del otro… y que habían hecho el amor una vez más por la mañana.
– ¿Todo bien? Estás muy pálida.
– Tú has pagado las matrículas, ¿verdad? Ni siquiera voy a preguntarte cómo sabías dónde estudiaban las chicas… imagino que te lo contaron ellas mismas.
Duncan sonrió.
– Pensé que no ibas a preguntar.
– Esto no tiene gracia. No puedes hacerlo.
– ¿No puedo ayudar a tus primas? Pensé que lo aprobarías. ¿No eres tú quien me dijo que lo lógico sería ser una buena persona y no contratarte a ti para fingir que lo soy?
– Duncan, ¿por qué lo has hecho?
– Porque puedo hacerlo. ¿Tú eres la única que puede ser buena?
– No te hagas el razonable ahora -protestó Annie-. Me hace sentir incómoda.
– No es eso lo que pretendo -dijo él, poniéndose serio-. Sólo ha sido un cheque, no tiene la menor importancia.
– Un cheque enorme… dos, en realidad -Annie miró alrededor para comprobar que estaban solos-. Nos hemos acostado juntos, no puedes comprarme cosas.
Duncan volvió a sonreír.
– La mayoría de las mujeres dirían lo contrario, que después del sexo empiezan los regalos.
– No sé qué clase de mujeres conoces tú, pero está claro que no son las mismas que yo conozco -replicó ella, enfadada-. Además, tú y yo no estamos saliendo juntos. Tenemos un acuerdo y esto no es parte del acuerdo.
– ¿Te estás quejando porque te doy más de lo que esperabas?
No. Le preocupaba que si de repente Duncan empezaba a mostrarse como una buena persona, seguramente ella no sería capaz de decirle adiós sin que le rompiera el corazón.
Esa era la verdad. Claro. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Duncan era una fuerza de la naturaleza y ella sólo una chica normal. Él era rico, fuerte y poderoso. Se la había estado jugando desde el día que lo conoció.
– Yo… no tenías que hacerlo.
– Pero quería hacerlo, Annie.
– Sí, bueno… reconozco que ahora las cosas serán más fáciles. Gracias.
Duncan dio un paso adelante y tomó su cara entre las manos.
– ¿Lo ves? No ha sido tan difícil, ¿no?
– No.
Iba a besarla y ella iba a dejar que lo hiciera. Ya era demasiado tarde para protegerse a sí misma. Lo único que podía hacer era rezar para no quedar totalmente destrozada cuando aquello terminase. Una prueba de fuerza, pensó. Una prueba de fuego.
Duncan la besó de una manera que ya empezaba a ser familiar y Annie soltó las cartas, que cayeron al suelo, para echarle los brazos al cuello. Sentía tal pasión por él… lo deseaba en aquel mismo instante.
Sentía su erección, dura y gruesa, contra su vientre. Sería tan fácil hacerlo allí, sobre el escritorio. Pero el despacho estaba lleno de ventanales sin cortinas y cualquier podría entrar y verlos…
Duncan la besó de nuevo antes de soltarla.
– Un momento… tenemos que parar.
Ella asintió con la cabeza.
– Gracias por pagar las matrículas. Me ayuda mucho, de verdad.
– De nada -sonrió él, pasándole un brazo por los hombros para llevarla a la puerta-. Mi tío Lawrence quiere conocerte, por cierto.
– También a mí me gustaría conocerlo.
– ¿Qué tal si cenamos juntos el domingo?
– Muy bien, eso me gustaría.
Le gustarían muchas más cosas, pensó mientras volvía al coche. Le gustaría que hubiese una oportunidad para los dos, por ejemplo. Aunque era un deseo tonto, pensó luego. Duncan había dejado claro lo que quería desde el principio y, por lo que ella sabía, no era un hombre que cambiase de opinión sobre nada.
Después de despedir a Annie, Duncan tuvo serias dificultades para concentrarse en el trabajo. El informe que estaba leyendo le parecía mucho menos interesante y deseó ir tras ella. Tal vez podrían pasar la tarde juntos… y la noche. Pero tenía reuniones a las que acudir e informes que estudiar, se dijo. Además, algo le decía que debía tener cuidado. No quería que Annie se hiciera ilusiones porque no tenía intención de hacerle daño.
A las cuatro, su ayudante lo llamó para decir que la señora Morgan estaba esperando. Duncan miró su agenda y frunció el ceño porque no recordaba el nombre. Alguien del departamento de contabilidad, por lo visto.
– Dile que pase.
Unos segundos después, una mujer de unos cincuenta años entraba en el despacho con una sonrisa tímida.
– Señora Morgan…
– Gracias por recibirme, señor Patrick.
– De nada. Siéntese, por favor.
– Hablé con Annie en la fiesta de Navidad -empezó a decir ella, nerviosa-. Le conté algunas ideas que tenía y ella me animó a que hablase con usted.
Ah, qué típico de Annie, pensó Duncan, irritado y sorprendido a la vez.
– Annie cree firmemente en la comunicación.
La señora Morgan tragó saliva.
– Sí, bueno, verá, soy contable y, como sabe, tenemos que hacer cursos sobre cuestiones fiscales cada año.
– Sí, claro.
– Hace poco acudí a un curso sobre depreciación y ha habido varios cambios que podrían tener un gran impacto en la empresa. Si pudiera explicárselo…
La mujer abrió una carpeta y le entregó varios documentos. Luego, mientras él los estudiaba, le explicó que no estaban aprovechando las ventajas de las nuevas clasificaciones fiscales y los pequeños cambios eran importantes cuando se trataba de una gran flota de camiones, barcos y trenes.
– El ahorro en impuestos con esta nueva exención sería una cantidad de seis cifras.
– Impresionante -murmuró Duncan-. Gracias, señora Morgan. Le agradezco mucho que se haya tomado la molestia de contármelo. Hablaré con el director administrativo y le pediré que eche un vistazo a esas nuevas exenciones.
La mujer sonrió.
– Me alegro de haber podido ayudar.
Y era cierto, podía verlo en su expresión. Él siempre había dirigido la empresa con mano de hierro y jamás había confraternizado con los empleados. Para dirigir un imperio había que aprender a tener mentalidad de gran empresa o la empresa seguiría siendo siempre pequeña.
Pero, aunque él había aprendido la lección, nunca le había gustado. Ahora, viendo a la señora Morgan recoger sus papeles, entendía los beneficios de animar a los empleados. Tal vez Annie tenía razón, tal vez debería hablar más con ellos, confiar en que hicieran lo correcto y recompensarlos si aportaban alguna idea.
– Recibirá un cheque por el diez por ciento del dinero que nos ahorremos, señora Morgan.
Ella parpadeó, sorprendida.
– ¿Perdone?
– Va a ahorrarle a la empresa mucho dinero y lo más justo es que reciba una parte -dijo Duncan-. Es una nueva norma de la empresa. Quiero animar a la gente a que haga sugerencias que mejoren el negocio. Si llevamos a cabo la idea que propongan, el empleado recibirá un diez por ciento de los beneficios.
La señora Morgan se puso pálida.
– Pero el diez por ciento sería… más que el sueldo de un año entero.
Duncan se encogió de hombros.
– Entonces es un buen día de trabajo, ¿no?
– ¿Está seguro?
– Por supuesto.
– Gracias, señor Patrick. Yo… no sé qué decir. Gracias. Gracias.
Cuando llegó a la puerta, Duncan estaba seguro de que iba llorando.
Sonriendo, se echó hacia atrás en la silla. Se sentía bien… como si hubiera hecho una buena acción. Tal vez era posible que lo de ser una buena persona no estuviera tan mal, pensó, irguiéndose para escribir una nota al director de Recursos Humanos pidiéndole que informase de la nueva norma a todos los empleados. Tal vez alguien en Relaciones Públicas podría también informar a la prensa… y de ese modo conseguiría que lo sacaran de la lista de los empresarios más odiados.
Después de eso, seguiría adelante con su plan de comprar las acciones del consejo de administración para quedarse como único propietario, como a él le gustaba, sin tener que darle explicaciones a nadie. Aunque mantendría la nueva normativa. No por Annie, se dijo a sí mismo. La mantendría porque era una buena idea.
Capítulo Ocho
Annie llamó a la puerta del dúplex de Duncan. Estaba más nerviosa que durante la primera cita, pero la ansiedad no tenía nada que ver con él. Iba a conocer a su único pariente, el tío Lawrence, y quería caerle bien.
Llevaba una tarta y dos películas en DVD, pero no sabía si había hecho bien. Tal vez debería haber llevado a sus primas y a Kami para que lo distrajesen…
La puerta se abrió y Annie vio a un hombre alto y atractivo con el pelo gris y los ojos iguales a los de Duncan.
– Tú debes ser Annie -sonrió-. Entra, por favor. Estaba deseando conocerte, pero Duncan insistía en tenerte para él solo. Probablemente porque sabe que se me dan bien las mujeres -Lawrence le hizo un guiño y el gesto hizo que los nervios de Annie se calmasen un poco-. ¿Huele a chocolate?
– Sí, he traído una tarta de chocolate -asintió ella-. Encantada de conocerlo, señor Patrick.
– Lo mismo digo. He oído muchas cosas buenas de ti. Mi sobrino no suele hablar bien de los demás, así que tú debes ser muy especial.
Duncan se acercó en ese momento.
– Venga, Lawrence -le dijo con un suspiro de resignación-. Espera al menos diez minutos antes de contarle a Annie todos mis defectos.
– Muy bien, pero sólo diez minutos -rió el hombre-. Duncan tiene una tele conferencia con China dentro de un rato. Tendremos tiempo de conocernos mientras él está ocupado.
– Ah, encantada.
– Genial -murmuró Duncan, con un brillo de humor en los ojos-. No te enamores de este viejo. Ha tenido décadas de práctica con las mujeres.
Annie soltó una carcajada.
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