– A lo mejor me interesa un hombre que sabe lo que hace.

– Ah, descarada -rió Lawrence-. Eso me gusta.

Una vez en el salón, Annie sacó uno de las dos películas que había llevado.

– No he podido resistirme a la tentación.

Lawrence miró la cubierta y soltó una carcajada.

– Lo estás animando -la regañó Duncan, burlón.

Annie dejó el DVD de Rocky sobre la mesa y se sentó en el sofá, con Lawrence en un sillón a su lado.

– Rocky era zurdo -dijo el tío de Duncan-. Son gente especial, muchos boxeadores no quieren saber nada de ellos porque no se ajustan a la norma. Pero un gran boxeador sabe pensar, anticiparse.

– Bueno, yo voy a preparar la conferencia -anunció Duncan entonces-. Puedes dormirte si quieres, Annie. A Lawrence le encanta hablar.

– Pienso contarle todos tus secretos -dijo él.

– No tengo la menor duda.

Lawrence apenas esperó hasta que se cerró la puerta del estudio antes de decir:

– Sé lo del acuerdo que tienes con mi sobrino, por qué estás ayudándolo.

– Ah -Annie no sabía qué decir-. Mi hermano tenía un problema… y ésta parecía la única manera de ayudarlo.

– No estoy diciendo que sea malo, pero no actúas como alguien que está haciendo un trabajo. ¿Tan buena actriz eres?

Ella se miró las manos antes de mirarlo de nuevo.

– No, no lo soy. Me gusta Duncan. Sé que puede parecer frío y distante, pero yo creo que no lo es. En el fondo es una buena persona.

Lawrence asintió con la cabeza.

– No es algo que vea todo el mundo. La gente cree lo que dicen los periódicos, pero hay que ser muy fuerte para convertir una simple empresa familiar en un imperio, te lo aseguro. Y Duncan lo ha hecho, ha luchado para salir de sus circunstancias.

Circunstancias. Annie no sabía mucho sobre esas circunstancias.

– Sé que lo crió usted.

– Sí, un ciego guiando a otro ciego -suspiró Lawrence-. Mi hermana era una irresponsable. Era mucho más joven que yo… fue una sorpresa para mis padres. Ellos la adoraban, pero se convirtió en una niña mimada e irresponsable. Cuando murieron se llevó la mitad del dinero y desapareció… para volver un par de años después, embarazada. No quiso decirme quién era el padre y no estoy seguro de que ella misma lo supiera. Tuvo a Duncan y volvió a marcharse. Y así fue durante los primeros doce años de su vida. Su madre iba y venía y eso le rompía el corazón.

Annie miró hacia la puerta del despacho pensando en Duncan de niño, abandonado por su madre. Eso explicaba muchas cosas.

– Cuando tenía once o doce años le dijo a mi hermana que eligiera: o se quedaba o se iba para siempre. Yo creo que esperaba que se quedase, pero ella desapareció y Duncan no volvió a mencionarla nunca. Unos años después descubrí que había muerto y se lo conté a mi sobrino. Él dijo que daba igual.

Estaba escondiendo el dolor, pensó Annie. Porque sí le importaba. Primero su madre lo había traicionado, luego Valentina. Duncan había sufrido mucho con las mujeres que deberían haberlo amado, era lógico que fuese tan distante.

– Yo fui duro con él -siguió Lawrence- porque no sabía cómo educar a un niño. Lo llevé al gimnasio conmigo, le enseñé a boxear. Pero él estaba empeñado en ir a la universidad y consiguió una beca -añadió, sin poder disimular un gesto de orgullo.

– Es una buena persona y en parte se lo debe a usted -dijo Annie.

– Eso espero. ¿Sabes que estuvo casado?

– Sí, lo sé.

– Fue un desastre. A mí nunca me gustó Valentina y me alegro de que haya desaparecido de su vida, pero ahora me preocupa que no encuentre a nadie. Necesita una familia, alguien con quien sentar la cabeza.

No era un mensaje muy sutil, pensó Annie, deseando que fuera una posibilidad.

– Duncan lo ha dejado muy claro: la nuestra es una relación de conveniencia, nada más.

– ¿Y eso es lo que tú quieres?

Una simple pregunta que exigía una respuesta simple.

– No soy yo la que tiene que decidir.

– Tal vez no, pero puedes influir en su decisión.

– Me parece que da demasiado crédito a mi influencia sobre Duncan.

– Te sorprenderías.

Ojalá, pensó ella. Después de todo lo que había pasado, no sabía si Duncan estaría dispuesto a entregar su corazón y ella no aceptaría nada menos.

– Espero que algún día encuentre a alguien.

– ¿Aunque eso signifique alguien que no seas tú?

– Sí, claro.

Lawrence la miró durante largo rato, muy serio.

– ¿Sabes una cosa? Te creo. Y por eso espero que las cosas entre Duncan y tú salgan bien. No te rindas con mi sobrino, Annie. No es un hombre fácil, pero merece la pena.

Antes de que ella pudiera decir nada la puerta del despacho se abrió y Duncan volvió con ellos.

– ¿Has terminado de contarle mis secretos? -bromeó.

– No, pero estaba en ello.

– Ah, pues me alegro de haber podido ayudar. ¿Vemos la película? -sonrió Duncan, tomando el DVD de la mesa.

– Sí, claro -Lawrence le hizo un guiño a Annie-. Mientras él lidia con esos aparatos electrónicos, deja que te cuente la vez que le gané a un zurdo. Fue en 1972, en Miami. Hacía un calor tremendo…

– Oh, no, te vas a dormir, Annie.

– No, no me importa -dijo ella-. ¿Y usted era el favorito?

Lawrence sonrió.

– Cariño, yo entonces era prácticamente un dios.


El lunes siguiente fueron a la inauguración de una galería en la que había una desconcertante exposición de arte moderno. Uno de los cuadros era enteramente blanco, con un punto rojo en el centro. También había una colección de cuadros negros, sencillamente eso, negros. Aparentemente, debían representar la tristeza y el hastío y, en su opinión, el artista había dado en el clavo.

El miércoles por la noche fueron a una cena benéfica con una subasta de adornos navideños pintados por personalidades famosas y Duncan compró un arbolito de madera pintado por Dolly Parton. Para Lawrence, le dijo, pero Annie se preguntó si tendría una predilección especial por la cantante.

Aquella noche tenían que acudir a una cena en el museo Getty, en Malibú. Duncan iría a buscarla a las cinco y eso significaba que debía llegar a casa a las cuatro para arreglarse. Y estaba a punto de llegar cuando sintió que se le había pinchado otra rueda.

– ¡No! -gritó, golpeando el volante con las dos manos-. ¡Esta noche, no!

Aunque no se le ocurría que pudiera ser mejor en cualquier otro momento porque ella siempre iba corriendo de un lado a otro.

Annie puso el intermitente para detenerse en el arcén y salió del coche. Hacía un calor tremendo. Estaban en diciembre, pero en Los Ángeles siempre hacía calor.

Sí, se le había pinchado una de las ruedas delanteras, comprobó enseguida. Afortunadamente, tenía un gato y una rueda de repuesto en el maletero. Incluso sabía cómo cambiarla porque ya tenía práctica.

Annie miró su reloj y, dejando escapar un suspiro, sacó el móvil del bolso. Imposible, no podría estar lista para las cinco.

– ¿Puedo hablar con el señor Patrick, por favor? Soy Annie McCoy.

– Ah, sí, señorita McCoy. Le paso enseguida.

– ¿Otra crisis? -le preguntó Duncan unos segundos después.

– Sí, se me ha pinchado una rueda y llegaré un poco tarde. ¿Quieres que nos veamos allí?

– Necesitas ruedas nuevas.

Annie puso los ojos en blanco.

– Evidentemente, pero ya me las compraré. He estado ahorrando y en un par de meses tendré dinero suficiente.

– El mes que viene empezará a llover, necesitarás ruedas nuevas para entonces.

Probablemente, pero por mucho que ella quisiera no ganaba más dinero cada mes. Suspirando, Annie se apartó el pelo de la cara. Llevaba semanas acostándose tarde y levantándose temprano y estaba agotada. Quince niños de cinco años la tenían corriendo todo el día y lo último que necesitaba era que Duncan le recordase algo que era obvio.

– Muchas gracias por el consejo. Mira, hace calor, estoy cansada, dime qué quieres que haga.

– Deja que te compre ruedas nuevas.

– No, gracias.

– Se supone que debes estar donde yo diga a la hora que yo diga. Si necesitas ruedas nuevas para hacer eso, tendré que comprarte ruedas nuevas.

– Eso no es parte del acuerdo -replicó Annie, enfadada-. No vas a comprarme ruedas nuevas, no vas a comprarme nada más. El congelador ya es más que suficiente.

– ¿Por qué estás enfadada?

– Porque sí -contestó ella. Quería llegar a su casa y echarse una siesta, pero sobre todo no quería ser una causa benéfica para Duncan Patrick.

– Annie, ¿qué te pasa?

– Nada, nos veremos en el museo. Sé cambiar una rueda y no tardaré mucho.

Duncan se quedó callado un momento.

– Muy bien.

– Ya sé que esto es parte del acuerdo y no pienso echarme atrás, no te preocupes.

– ¿Eso es lo que crees? ¿Que después de todo este tiempo sacaría a tu hermano de la clínica para meterlo en la cárcel?

– No, pero…

– Pero significa sí.

– No, es que estoy de mal humor. Hace calor y estoy agotada, en serio. Cuando me haya dado una ducha estaré mejor.

– No -dijo él-. Vete a casa y olvídate del museo. Mañana tienes la fiesta de Navidad en el colegio y debes estar descansada.

– El festival de invierno -lo corrigió ella.

– Sí, claro. Porque eso engaña a todo el mundo.

– Exactamente -el mal humor de Annie desapareció de inmediato-. Pero quiero ir a esa fiesta.

– No, vete a casa y descansa. No pasa nada.

Podría darse un baño, pensó ella. Y tomar una copa de vino.

– ¿De verdad no te importa?

– De verdad. Y sobre las ruedas…

– No me obligues a pegarte la próxima vez que te vea. Tengo un gancho de izquierda que es de escándalo.

– Tienes un gancho de izquierda que es una vergüenza. Sería como ser golpeado por una mariposa.

Probablemente era cierto, pensó Annie.

– No vas a comprarme las ruedas.

– Pero yo compro muchas ruedas para los camiones… ¿y si te las dejara a precio de empleado? De hecho, es una nueva norma de la empresa. Si a partir de ahora ese descuento va a estar disponible para todos los que trabajan aquí, ¿por qué no va a estarlo para ti?

Seguramente los empleados de Industrias Patrick agradecerían ese descuento tanto como ella…

– Cuando vea el anuncio por escrito.

– No es fácil negociar contigo.

– Me paso el día negociando con niños de cinco años, tengo una gran habilidad.

– Ya lo veo. ¿De verdad puedes cambiar la rueda o quieres que envíe a alguien?

– Para cuando llegase aquí ya habría terminado. No, gracias, lo he hecho otras veces.

– Llámame cuando llegues a casa entonces.

Eso la sorprendió.

– Muy bien, lo haré.

– Hasta luego -se despidió Duncan.

– Hasta luego.

Annie guardó el móvil en el bolso y abrió el maletero para sacar la rueda de repuesto.

De repente, ya no hacía tanto calor como antes y ya no estaba tan cansada. Duncan quería que lo llamase cuando llegara a casa. Se preocupaba por ella. Tal vez no era mucho, pero era todo lo que tenía y pensaba agarrarse a ello con las dos manos.


El viernes por la noche, Annie estaba comprobando que todos los niños llevaran sus camisetas blancas con las alitas cosidas a la espalda y unos halos de cartón pintados de purpurina temblando sobre sus cabecitas. Una vez que los hubo controlado a todos, apartó la cortina que ocultaba el escenario para ver si Duncan había llegado. Algo que había estado haciendo cada cinco minutos en la última media hora.

Pero no lo vio entre el público, de modo que aún no había llegado. No importaba, se dijo a sí misma. Sólo había dicho que intentaría ir y tal vez era una manera de decir que no tenía el menor interés. Además, no estaban saliendo juntos y no tenía ninguna obligación. ¿Qué hombre querría pasar un viernes por la noche con un montón de niños?

Suspirando, se apartó de la cortina… pero chocó contra algo sólido.

Y cuando se dio la vuelta Duncan estaba a su lado.

– ¡Duncan! ¿Qué haces aquí?

– Me pediste que viniera.

Annie rió, esperando no haberse puesto colorada.

– No, quiero decir aquí, detrás del escenario.

– Quería saludarte antes de que empezara la obra. Una de las mamas me está guardando el sitio.

Annie miró sus anchos hombros, destacados por el traje de chaqueta, y sus bonitos ojos grises.

– Seguro que sí.

– ¿Qué?

– Nada, nada. Gracias por venir, no tenías que hacerlo.

– Quería saber si seguías enfadada.

– Nunca he estado enfadada contigo.

Duncan la miró con un brillo de burla en los ojos.

– Estás mintiendo.

– No, de verdad. Estaba cansada, nada más.

– Estabas enfadada y pegando voces en medio de la autopista.

Estaba tomándole el pelo, pensó ella. Y eso le gustaba. Cuando se conocieron jamás imaginó que fuera posible.