– Estaba perfectamente calmada y racional.
– Te estabas portando como una chica, admítelo.
– Podría darte un puñetazo ahora mismo.
– Podrías y nadie se daría cuenta, sobre todo yo -Duncan le entregó un papel-. Toma, lee esto.
Era un documento oficial de Industrias Patrick detallando la nueva normativa sobre el descuento para empleados.
– ¿Vas a comprar las ruedas o no?
Annie lo miró. Mientras la ayudaba a ella, también iba a ayudar a muchas otras personas.
– Sí, lo haré -contestó, poniéndose de puntillas para darle un beso en la cara-. Te lo prometo.
Duncan la tomó por la cintura.
– Eres una pesada, ¿lo sabes?
– Sí -rió ella-. Y tú eres un dictador.
Le encantaba estar así, le encantaban su calor y su fuerza. Como siempre, estar con Duncan la hacía sentir segura.
– Tengo que volver con los niños -dijo luego, apartándose-. Llevan halos de cartón y no creo que sobrevivan mucho rato.
– Muy bien. Te veo después de la obra de Navidad.
– Festival de invierno.
– Lo que tú digas, te veo luego.
– Sí -dijo ella, suspirando mientras lo veía alejarse.
Sabía que, aunque lo hubiera conocido sólo unas semanas antes, estaba a punto de enamorarse de él. No se parecía a nadie que hubiera conocido nunca. Era mejor en todos los aspectos.
Duncan había prometido no pedirle que fueran amigos y confiaba en que cumpliera su promesa… pero también había prometido que su relación terminaría cuando terminasen las fiestas. Y sabía que también cumpliría su palabra en ese aspecto.
Desear que hubiese algo más no cambiaría nada. Duncan le había dicho una vez que, en su vida, alguien siempre ganaba y alguien siempre perdía. Y esta vez, Annie tenía la impresión de que la perdedora iba a ser ella.
El lunes por la mañana, Duncan entró en su oficina y encontró un plato de galletas sobre el escritorio. Estaban tapadas con un plástico transparente y sobre el plato había una nota que decía:
Querido señor Patrick,
Gracias por el descuento en mis ruedas que anunció el viernes. Soy una madre divorciada con tres hijos y siempre me cuesta trabajo llegar a fin de mes. Hace algún tiempo que necesitaba cambiar las ruedas de mi coche y, sencillamente, no podía permitírmelo, pero el descuento significa que podré llevar a mis hijos en un coche más seguro.
Siempre me ha gustado ser empleada de Industrias Patrick. Gracias por darme otra razón para estar orgullosa de mi lugar de trabajo.
Que tenga unas felices fiestas.
Atentamente,
Natalie Jones,
Departamento de Contabilidad
Duncan no sabía quién era o cuánto tiempo llevaba trabajando para la empresa. Sonriendo, quitó el plástico de las galletas y tomó una. De chocolate, su favoritas.
Luego se acercó a la ventana que daba al patio en el centro del edificio. Podía ver a la gente entrando para empezar la semana laboral, gente a la que nunca se había molestado en conocer.
Diez años antes habría sabido el nombre de cada uno de sus empleados. Entonces trabajaba veinticuatro horas al día, intentando que la empresa diera beneficios y ampliarla en lo posible. Durante los últimos años había tenido relación con sus jefes de departamento y su secretaria, nadie más. No tenía tiempo.
¿Quiénes eran esas personas que trabajaban para él? ¿Por qué habían elegido Industrias Patrick y no otra empresa? ¿Les gustaban sus trabajos? ¿Debería eso importarle?
Duncan miró la nota y el plato de galletas.
Annie sería un desastre como jefa, regalando más de lo que la empresa ganaba, pero tal vez había llegado el momento de salir de los confines de su despacho y recordar cómo era conocer a los empleados, escuchar en lugar de dar órdenes, pedir en lugar de exigir.
Tal vez había llegado el momento de dejar de ser el empresario más odiado del país.
Capítulo Nueve
Duncan nunca había disfrutado en las reuniones del consejo de administración, pero aquel día era peor que nunca. No porque hubiera quejas, eso podía manejarlo, sino por cómo le sonreían todos. Sonriendo de verdad, como si estuvieran orgullosos de él. ¿Qué demonios estaba pasando allí?
– Los dos últimos artículos sobre ti han sido excelentes -dijo su tío-. Muy positivos.
– Estoy haciendo lo que acordamos que haría.
– Este periodista… -uno de los miembros del consejo se puso las gafas de leer- Charles Patterson, parece pensar que has tenido una revelación. ¿Quién es Annie McCoy?
– La chica con la que Duncan está saliendo -contestó su tío por él.
Los demás miembros del consejo lo miraron.
– Dijisteis que buscase una buena chica y eso es lo que he hecho. Es profesora de primaria y muy guapa. Creo que Charles se ha quedado prendado de ella.
– Bien hecho -lo felicitó uno de los miembros de más edad-. Deberías traerla un día para presentárnosla.
– No hace falta -respondió Duncan, pensando que lo último que necesitaba Annie era un montón de viejos intentando coquetear con ella.
– Annie es especial -dijo Lawrence-. Y a Duncan le ha sentado muy bien salir con ella.
Su sobrino lo fulminó con la mirada.
– Estamos saliendo juntos hasta que terminen las fiestas, de modo que es un acuerdo de conveniencia. Me pedisteis que buscase una buena chica y lo he hecho, no penséis que es nada más.
– A mí no me parece que sea sólo eso -insistió su tío.
– Las apariencias engañan a veces.
No pensaba contarle a su tío, ni a los miembros del consejo, que también él pensaba que Annie era especial. No tenían por qué saber que se había hecho un hueco en su vida y, lo más curioso, que no lo había hecho a propósito. Pero, fueran cuales fueran sus sentimientos por ella, cuando terminasen las fiestas, también terminaría su relación.
Cuando la reunión terminó, Duncan se quedó en la sala de conferencias esperando que los miembros del consejo se marchasen.
– ¿Has dicho en serio lo de cortar con Annie cuando terminen las fiestas? -le preguntó su tío.
– Por supuesto.
– Os he visto juntos, Duncan. Esa chica te gusta, deberías casarte con ella.
Él negó con la cabeza.
– Ya estuve casado una vez.
– Con la mujer equivocada, sí. No sé qué quería Valentina, pero sé que no era a ti ni un matrimonio de verdad. Annie es diferente, Duncan. Es la clase de chica con la que uno se casa.
¿Y eso lo decía un hombre que había estado casado cinco veces?
– ¿Cómo lo sabes?
– He vivido más que tú. He visto cosas, he cometido errores. Y hay pocas cosas que uno lamente más que saber que has dejado escapar a la mujer de tus sueños. Tú siempre has sido más listo que yo en casi todo, no seas un idiota ahora.
– Gracias por el consejo -murmuró Duncan, levantándose.
– Pero no vas a hacerme caso.
– He hecho lo que me pedía el consejo. Eso es todo lo que pienso hacer.
Lawrence lo miró durante largo rato.
– No todo el mundo va a dejarte, Duncan.
Él sabía que su tío estaba equivocado. Casi todas las personas que le habían importado en la vida lo habían dejado. Por eso había aprendido que era mejor no encariñarse con nadie. Más seguro.
– Annie no es de las que se van. Mira su vida…
– ¿Qué sabes tú de ella?
– Lo que tú me has contado: vive con sus primas, cuida de ellas… las ayuda a pagar su educación. Y aceptó salir contigo para que su hermano no fuera a la cárcel. No es una persona que se rinda fácilmente.
Cierto, pensó Duncan. Annie era una persona seria, responsable.
– Lo de su hermano es diferente.
– No lo es y tú lo sabes. Annie te da pánico porque con ella todo es posible -suspiró Lawrence-. No dejes que lo que pasó con Valentina destroce tu vida. No vivas lamentando haberla dejado escapar, los remordimientos te comerán vivo.
– No pasará nada de eso.
– Muy bien, puedes intentar convencerte a ti mismo si quieres, pero no es verdad. Annie es lo mejor que te ha pasado, hijo.
– Annie aceptó salir conmigo para salvar a su hermano, no tiene nada que ver conmigo.
– Tal vez al principio no, pero ahora sí. Se está enamorando de ti, Duncan. Tal vez ya lo está. Y estas cosas no ocurren a menudo, yo lo sé muy bien.
Después de eso, Lawrence salió de la sala de juntas y Duncan se quedó a solas, pensativo. ¿Lamentaría dejarla escapar?, se preguntaba.
La verdad era que su tío tenía razón, Annie le daba pánico. Con ella había posibilidades, muchas posibilidades.
Pero él ya le había entregado su corazón a una persona y había un sido un tremendo error. El amor era una ilusión, una palabra que las mujeres usaban para utilizar a los hombres. Tal vez Annie era diferente, pero no sabía si quería arriesgarse.
A pesar de llevar tres días trabajando casi sin parar, Duncan no podía olvidar las palabras de su tío. Y no podía dejar de pensar en Annie.
Arriesgarse en el amor era algo que se había prometido no volver a hacer y, sin embargo, sentía la tentación de hacerlo. Era la única explicación para que estuviera en unos grandes almacenes una semana antes de Navidad, abriéndose paso entre la gente y buscando un regalo para sus primas y para Kami.
Debería haberle pedido a su secretaria que lo hiciera. ¿Cómo iba a saber él lo que querían unas universitarias?
Estaba a punto de marcharse cuando vio un cartel que decía: Todas las mujeres adoran el cachemir. Y en el escaparate había un montón de jerséis de diferentes colores.
– ¿Quiere comprar algo para su mujer o su novia? -le preguntó la dependienta.
– Para sus primas -contestó él-. Y para una amiga. Están en la universidad y no sé si les gustaría un jersey de cachemir…
– A una mujer siempre le gusta recibir un jersey de cachemir. ¿Sabe la talla?
– Pues… no, no la sé -Duncan señaló a una joven que estaba en la tienda-. Más o menos como esa chica.
– Muy bien. ¿De qué colores?
– Necesito tres… de distintos colores. Pero elíjalos usted misma.
– ¿Quiere que los envuelva en papel de regalo?
– Sí, por favor.
– Déme diez minutos y lo tendré todo preparado. Mientras tanto, puede tomar un café en el bar, ahí, al lado de la zapatería.
Duncan se dirigía hacia allí, pero se detuvo frente a una tienda de árboles de Navidad. Eran pequeños, de poco más de medio metro, con lucecitas y adornos en miniatura. El que llamó su atención estaba decorado en blanco y dorado, con docenas de angelitos.
Todos eran rubios, de aspecto inocente y ojos grandes. Y, por alguna razón, le recordaron a Annie.
Sin pensarlo dos veces, Duncan entró en la tienda y se acercó al mostrador.
Annie miró ansiosamente la caja de galletas que iba sobre el asiento del pasajero. A pesar de que había frenado bruscamente en un semáforo, la caja no se había movido. Normalmente era una conductora muy prudente, pero aquella noche no parecía capaz de controlar los nervios. Tal vez porque Duncan la había sorprendido con la imitación de que «pasara por su casa para tomar algo».
Llevaban cuatro días sin verse porque no habían tenido que acudir a ninguna fiesta. Aunque a partir del jueves tendrían que acudir a una diaria hasta Nochebuena. Cuando vio el calendario le había parecido estupendo tener unos días libres, pero la verdad era que lo echaba de menos. Esos cuatro días y cuatro noches le parecían eternos.
Y entonces Duncan la llamó para invitarla a pasar por su casa.
¿Por qué?
Annie quería que la echase de menos, pero no había ninguna razón para pensar que su relación hubiera cambiado… al menos por parte de Duncan. Ella, corría el peligro de enamorarse locamente de él.
Algo muy lógico, además; Duncan era guapo, inteligente, divertido, considerado. ¿Cómo no iba a enamorarse?
Pero debía ser sensata. Enamorarse era algo inevitable, pero no iba a dejarse llevar por los sentimientos. Cuando aquello terminase su orgullo podría ser lo único que quedara intacto; tenía que recordar eso.
Después de tomar el ascensor hasta el dúplex llamó al timbre y Duncan abrió enseguida.
– Gracias por venir -le dijo, en sus ojos había un brillo de deseo que la hizo temblar.
– Gracias por invitarme -Annie le ofreció la caja de galletas-. Las he hecho yo. No sé si te gusta el chocolate. Si no, puedes llevarla a tu oficina y…
En lugar de tomar la caja, Duncan cerró la puerta y buscó sus labios urgentemente.
Y Annie se agarró a él cuando el mundo empezó a dar vueltas. Sólo existía Duncan. Sabía que estaba excitado porque su erección rozaba su bajo vientre, pero consiguió dejar la caja sobre una mesa y tirar su bolso antes de echarle los brazos al cuello.
Sus lenguas bailaban, tocándose, jugando a un juego erótico que la volvía loca. Duncan la tomó en brazos para llevarla al dormitorio y una vez allí la dejó suavemente en el suelo. Pero, en lugar de tumbarla sobre la cama, la tomó por los hombros para que se diera la vuelta…
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