Pero Valentina no pareció asustarse, al contrario.

– No hay manera de engañarte, Duncan. Mi error fue pensar que podría reemplazarte.

– ¿Quieres decir que podrías encontrar a otro mejor? Porque ése era el objetivo, ¿no?

– Bueno, supongo que sí. Volví a casarme, si eso es lo que estás preguntando. Eric era encantador, fácil de llevar -Valentina arrugó la nariz-. Aburrido. Pensé que ser rica era lo más importante del mundo, que me sentiría segura, pero estaba equivocada.

– Gracias por la información -dijo él-, pero tengo que volver a la fiesta.

– Espera, Duncan. ¿No te alegras un poco de verme?

Duncan miró esos ojos de gata y esos labios que lo habían llevado de cero a cien en menos de un segundo.

Cuando lo dejó se había sentido desolado y había jurado vengarse. Entonces había entendido la furia de un hombre que deseaba tener a una mujer para él solo. Y cuando la rabia cesó, se sintió humillado. Saber que lo había traicionado, que lo había tratado como a un tonto, lo había mantenido despierto por las noches.

La había amado una vez. Valentina había prometido amarlo para siempre y él la creyó. Con el tiempo, había aceptado que sólo había sido un medio para llegar a un fin y, con el tiempo, el dolor desapareció.

Aunque la herida no había curado del todo.

Unos días después de que lo dejase, su tío le había dicho que lo contrario del odio era la indiferencia y ahora, mirando a la mujer con la que se había casado, sabía que era verdad.

– No me importas lo suficiente como para sentir nada.

– Vaya, veo que eres muy sincero. ¿Entonces no me has echado de menos?

Duncan pensó en esas largas noches en las que no podía dormir. Hubiera vendido su alma por tenerla de nuevo entonces. Menos mal que el demonio debía estar ocupado en ese momento.

– Te quise -le dijo-. Que me dejases me dolió mucho. ¿Y qué? Eso fue hace tres años, Valentina. He seguido adelante con mi vida.

– Ojalá yo pudiera decir lo mismo, pero no es así. Sé que me equivoqué y sé que tendré que volver a ganarme tu confianza, por eso estoy aquí. Te quiero, Duncan. Nunca he dejado de hacerlo y quiero que me des otra oportunidad.

Duncan escuchó la pregunta y esperó. ¿Quería volver con ella? ¿Las viejas cicatrices seguían abiertas?

No, pensó, aliviado. No había nada. Ni una gota de anhelo o curiosidad. Valentina no era más que alguien a quien había conocido una vez.

– Lo siento, pero no estoy interesado.


Annie iba sentada a su lado en el coche. Duncan había vuelto diez minutos después de hablar con Valentina y le había dicho que tenían que irse.

No había vuelto a decir una palabra y ahora, sabiendo que la llevaba a su casa, Annie se resignó a una breve despedida.

– Gracias por dejarme estas joyas -le dijo, por hablar de algo.

– De nada. Siento que no hayamos podido quedarnos más tiempo. Pero cuando Valentina apareció… en fin, digamos que había ido para causar problemas.

Lo que realmente Annie quería preguntar era qué le había dicho, pero no tenía valor para hacerlo.

– ¿Cómo lo sabes? -le preguntó, en cambio.

– Porque ella es así. No sabía si montaría una escena, así que marcharse me ha parecido lo mejor. No quería involucrarte a ti.

– Te lo agradezco -Annie se aclaró la garganta-. Supongo que ha sido una sorpresa verla después de tanto tiempo, ¿no?

– Podría haber pasado más tiempo sin volver a verla, me da exactamente igual. Valentina quiere algo y no parará hasta que haya hecho todo lo posible para conseguirlo.

¿Quería algo? ¿Se refería a dinero o al propio Duncan? Annie se dijo a sí misma que debería ser lo bastante madura como para alegrarse si Duncan y Valentina retomaban su relación. Al fin y al cabo, habían estado casados una vez. Pero el dolor que sentía en el pecho al imaginarlos juntos traicionaba ese razonamiento.

Duncan detuvo el coche frente a su casa.

– La fiesta de mañana será más agradable, más pequeña. Vendré a buscarte a las seis y media.

Apenas la miró mientras hablaba e, intentando disimular su desilusión, Annie se obligó a sí misma a sonreír mientras salía del coche.

– Buenas noches, Duncan. Hasta mañana.

– Hasta mañana.

Apenas tuvo tiempo de cerrar la puerta cuando él arrancó de nuevo a toda velocidad, dejándola en la acera, atónita.

Annie se preguntó si volvería a la fiesta para estar con Valentina… aunque daba igual. Ella no podría cambiar el pasado que habían compartido. Un pasado que, casi con toda seguridad, tendría un gran impacto en su presente.


– Muy bien, de modo que ser propietario de un banco es aún mejor de lo que yo había pensarlo -estaba diciendo Annie al día siguiente, mientras Duncan aparcaba frente a una enorme mansión en Beverly Hills-. ¿Los banqueros no han sufrido un duro golpe con la crisis de los últimos años?

– No todos.

Habían pasado casi veinticuatro horas desde que Duncan la dejó en su casa la noche anterior y Annie se había pasado veinte de ellas intentando convencerse de que, aunque no todo estuviera bien, ella podría fingir que así era. Duncan se había portado de manera normal cuando fue a buscarla, de modo que tal vez la noche anterior había sido un mal sueño, algo que desaparecería con la luz del día.

Un mayordomo uniformado les abrió la puerta y los acompañó hasta un enorme salón con una chimenea gigantesca. A la izquierda estaba el bar, delante de ellos cuatro puertas francesas que daban al jardín.

– El bufé está instalado fuera -les informó-. La zona tiene calefacción, de modo que estarán muy cómodos.

Duncan le dio las gracias y Annie esperó hasta que se alejó para decir:

– De modo que ésa es la razón por la que en Los Ángeles hace calor hasta en invierno. Tienen calefacción en todos los jardines.

Riendo, Duncan le pasó un brazo por los hombros. Pero, de repente, Annie notó que se ponía tenso. Y supo, sin darse la vuelta, cuál era la razón.

– Duncan…

Él tocó su mejilla con una mano.

– Da igual.

Pero un segundo después Annie sabía que no daba igual.

Valentina estaba en la puerta del jardín, mirando a Duncan. Afortunadamente, se limitó a saludarlo con la cabeza antes de mezclarse con el resto de los invitados.

– ¿Quieres que nos vayamos? -le preguntó él.

– No, no, ¿por qué?

¿Qué otra cosa podía decir? ¿Que Valentina le daba pánico? ¿Que creía que Duncan seguía enamorado de su ex mujer? ¿Que siempre había sabido que no había ninguna oportunidad para ella?

Lo único que podía hacer era rezar para que Duncan recordase su promesa de no pedirle que fueran amigos.

Tal vez el problema no era Valentina, pensó entonces. Tal vez era ella. Tal vez debería aprender a exigir más.


El tiempo parecía haberse detenido y Annie hacía lo que podía para no mirar el reloj cada cinco minutos. La fiesta era tan reducida que tenían que quedarse al menos durante un par de horas y, por el momento, se habían quedado dentro mientras Valentina estaba fuera, en el jardín. Pero se preguntó si eso duraría toda la fiesta.

Cuando Duncan empezó a hablar con alguien sobre la subida del petróleo Annie se excusó para ir al lavabo. Era tan bonito como el resto de la casa, con una encimera de mármol italiano v docenas de caros jabones, crema de manos y gruesas toallitas del mejor algodón. Después de lavarse las manos, abrió la puerta y salió al pasillo… donde se encontró con Valentina, que parecía estar esperándola.

La ex de Duncan llevaba un pantalón negro y un top de color crema que resbalaba sensualmente por uno de sus hombros. Era alta, delgada y preciosa, con el pelo largo y liso que Annie siempre había envidiado.

– Hola -dijo Valentina, levantando la copa de Martini que llevaba en la mano-. Tú eres la novia de Duncan, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Lleváis mucho tiempo saliendo juntos?

– Nos conocimos en septiembre -dijo Annie, esperando que no se le notaran los nervios-. Yo… se me había pinchado una rueda y Duncan se detuvo para ayudarme.

– ¿Ah, sí? Qué raro. Eres profesora, ¿verdad?

– Sí, de primaria.

– A ver si lo adivino, eres dulce y amable. Acoges a perros abandonados y huérfanos.

Annie se daba cuenta de que la otra mujer estaba tensa, pero no sabía por qué.

– Si me perdonas…

– Espera, por favor -la interrumpió Valentina, dejando su copa sobre una mesita y respirando profundamente-. No sé cómo están las cosas entre vosotros y sé que no es asunto mío. Hace tiempo que perdí el derecho de meterme en los asuntos de Duncan… y es culpa mía porque fui una tonta. Pensé que encontraría algo mejor y me equivoqué. Duncan no es sólo el mejor hombre que he conocido nunca sino que… nunca he dejado de quererlo.

Los ojos de Valentina se llenaron de lágrimas y una de ellas rodó por su mejilla, pero la apartó con la mano, impaciente.

– Quiero una segunda oportunidad con él. Sé que es prácticamente imposible porque Duncan no va a perdonarme tan fácilmente, pero debo intentarlo. ¿Tú has estado enamorada alguna vez? ¿Has sentido alguna vez que has encontrado al único hombre del planeta que te hace feliz?

Annie asintió con la cabeza. Le gustaría haber dicho que el amor no era encontrar a alguien que «te hiciera feliz» sino alguien a quien tú hicieras feliz también, pero no era el momento.

– Lo quiero -insistió Valentina-. Antes, cuando estábamos juntos, siempre mantenía una parte de él para sí mismo, sin compartirla conmigo. Yo creo que tiene algo que ver con su pasado, pero ahora lo entiendo. Merece la pena esperar por Duncan, merece la pena luchar por él. Yo cometí un error y he pagado un precio muy alto por ello, pero es mi marido. Para mí siempre será mi marido y quiero otra oportunidad con él. ¿Lo entiendes?

Annie volvió a asentir con la cabeza porque hablar le dolería demasiado. Valentina había dicho las únicas palabras que podían convencerla para que se rindiera. No iba a interponerse entre los dos. Si tenía éxito, tal vez Duncan olvidaría su miedo a ser abandonado, tal vez aprendería a amar otra vez.

Mejor Valentina que nadie, se dijo a sí misma. Y, con el tiempo, tal vez ella lo creería también.


Las tiendas estaban cerradas a las doce de la noche, pero Internet siempre estaba abierto. Annie buscó la página y miró el retrato una vez más. Era pequeño, de unos veinte por veinte centímetros, con un marco negro. El artista, un famoso pintor deportivo, había elegido el boxeo como tema.

Los colores eran vividos, las expresiones fieras. Había algo en la manera en que se miraban los dos hombres que le recordaba a Duncan.

– ¿Qué haces levantada a estas horas?

Annie sonrió a Kami, que la miraba con cara soñolienta desde la puerta.

– Vete a dormir. Es tarde y mañana tienes clase.

– Pero he visto la luz de tu habitación encendida.

– Ah, perdona, ¿te molesta?

– No, no -suspiró Kami, sentándose al borde de la cama-. Es que estoy preocupada por ti. Estabas muy rara cuando volviste a casa esta noche. ¿Te encuentras mal? ¿Duncan te ha hecho algo?

– Duncan va a volver con su ex mujer.

– ¿Ah, sí?

– Bueno, la verdad es que aún no ha pasado, pero seguramente pasará y yo no voy a ponerme en medio -suspiró Annie.

Kami sacudió la cabeza.

– No sale contigo sólo porque tenga que hacerlo. Ya no. Ha conseguido lo que quería hace semanas. Además, ¿qué pasa con el congelador que te regaló? ¿Y los regalos?

Unos días antes había llegado una caja con regalos para las chicas. No había nada para ella. Entonces había pensado que se lo daría en persona el día de Navidad, pero ya no estaba tan segura.

– Valentina sigue enamorada de él.

– ¿Y qué? Ella lo dejó, ¿no? Ella tuvo su oportunidad, ahora es la tuya.

– Mira, agradezco mucho tu apoyo, pero merecen una segunda oportunidad.

– ¿Y tú qué? Sé que estás enamorada de Duncan.

– Ya se me pasará -dijo Annie, pulsando el botón de compra mientras intentaba olvidar el precio del cuadrito. Quería regalarle a Duncan algo especial, algo que lo hiciera feliz.

– Deberías decirle que lo quieres -insistió Kami-. Para que sepa lo que hay.

Annie consiguió sonreír.

– No va a comprar un coche, no tiene que hacer comparaciones.

– A lo mejor alguien tiene que recordarle qué es lo importante. Tú eres lo mejor que le ha pasado en su vida y si no se da cuenta es un idiota.

– ¿También debería decirle eso?

– ¡Desde luego!


Annie llegó a la oficina de Duncan poco después de las cuatro. Había llamado para pedir cita porque quería asegurarse de que estuviera allí. Supuestamente, tenían que salir juntos esa noche, pero no la necesitaría para más fiestas porque su reputación había sido salvada y seguramente tenía cosas más importantes que hacer. Como seguir adelante con su vida, por ejemplo.