Annie llevaba todo el día diciéndose a sí misma que estaba haciendo lo que debía, que amar a Duncan significaba querer lo mejor para él, que debía ser fuerte. Perder a Ron y A.J. no había sido tan importante. Se había recuperado en cuestión de semanas. Pero perder a Duncan era diferente. Se había enamorado de él por completo.

La secretaria de Duncan le abrió a la puerta y, en cuanto entró en el despacho, él colgó el teléfono.

– ¿Por qué has pedido una cita? -le preguntó, con una sonrisa en los labios-. Tenía que ir a buscarte en un par de horas.

Estaba guapo, pensó ella, admirando la anchura de sus hombros, la forma de su boca. Y sus ojos. ¿Cómo podían haberle parecido fríos alguna vez? En aquel momento estaban llenos de alegría.

Duncan salió de detrás de su escritorio y la tomó por la cintura.

– A ver si lo adivino: has venido a convencerme para que reparta beneficios con mis empleados.

– ¿Puedes repartir beneficios con tus empleados? Oye, pues deberías pensarlo.

Qué típico de Annie, pensó Duncan, llevándola al sofá. Volvía del colegio, lo sabía porque llevaba una falda por debajo de la rodilla y un jersey ancho. Tenía el pelo un poco alborotado y no llevaba ni gota de maquillaje. No era la Annie sofisticada con la que iba a las fiestas, era más real, más bonita.

Ella se aclaró la garganta antes de decir:

– Hablé con Valentina en la fiesta de anoche.

El buen humor de Duncan desapareció de repente y no la sorprendía.

– No sé qué te dijo, pero está mintiendo. No se puede confiar en ella, Annie. Hará lo que sea, dirá lo que sea para salirse con la suya.

– Pero te quiere.

– ¿Y tú la has creído?

– Te quiere, Duncan. Se ha dado cuenta de que cometió un error y quiere volver contigo. Estuvisteis casados, le debes una oportunidad.

Annie había creído las palabras de Valentina, podía verlo en sus ojos. Aunque en ellos había algo más. Dolor tal vez, desconsuelo.

¿O estaría viendo demasiado? Él no sabía mucho sobre las mujeres. Sabía que mentían, que manipulaban, al menos ésa había sido su experiencia. Sabía que, si tenían la oportunidad, venderían a cualquiera.

Aunque Annie no era así. Parecía auténtica, sincera. La había visto con sus alumnos, con sus primas y con su tío. Era exactamente lo que parecía ser, sin engaños. Abierta, divertida, sincera. Se movía con el corazón, lo cual la convertía en una ingenua, pero todo el mundo tenía defectos.

– ¿Has venido a hablarme de Valentina? -le preguntó, incrédulo.

– Estaba llorando, Duncan. Está locamente enamorada de ti. Al principio no quería creerla, pero cuando me preguntó si había estado enamorada alguna vez, si había encontrado a la persona de mi vida… sé que lo decía de verdad.

– Es muy buena actriz, Annie. No te dejes engañar por esas lágrimas.

– Pero es tu mujer.

– Ex mujer. Hace tres años que dejó de ser mi mujer.

– ¿De verdad vas a decirme que no la quisiste? ¿Que te da igual?

– Claro que la quería cuando me casé con ella -respondió él, enfadado-. Fui un idiota.

– Pero deberías escucharla…

Duncan se levantó para acercarse a la ventana, frustrado.

– No tengo nada que decirle.

– Pero me ha suplicado que me apartase y eso es lo que tengo que hacer. Dale una oportunidad.

– Tenemos un trato, Annie.

– Pero ya casi ha terminado. ¿Qué más da que dejemos de vernos ahora o dentro de unos días?

Duncan había sabido que su relación tenía fecha de caducidad, pero hasta aquel momento no había querido pensar en lo que pasaría después de las navidades, cuando Annie ya no estuviera a su lado.

Se marchaba, como se habían marchado todas. Su excusa era noble, pero el resultado era el mismo. Se marcharía y él se quedaría sin ella…

– Nuestro acuerdo es muy claro -le dijo entonces, furioso-. Si te marchas ahora, tu hermano irá a la cárcel.

Duncan se preparó para las lágrimas, para el ataque de furia, para las amenazas. Pero Annie se limitó a sonreír.

– Por favor, los dos sabemos que eso no es verdad. Tú no eres esa persona -la sonrisa tembló un momento en sus labios antes de desaparecer-. ¿Crees que esto es fácil para mí? Pues no lo es. Te quiero, Duncan. Pero mira tu vida y mira la mía. Este no es mi sitio. Lo he pasado muy bien y eres una persona estupenda, mereces ser feliz. Por eso es importante para mí que le des otra oportunidad a Valentina. Una vez la quisiste y tal vez era un mal momento para los dos, tal vez no fuisteis capaces de entenderos.

Duncan había creído conocer a Annie, pero no era cierto. ¿Lo amaba y quería que estuviera con otra persona? La ridiculez de esa afirmación lo enfureció aún más.

– Si me quisieras te quedarías conmigo -le dijo, con voz ronca-. Ahora me dirás que quieres que sigamos siendo amigos.

– Estás enfadado.

– Y tú estás jugando conmigo, Annie. Si quieres marcharte, márchate. No me cuentes historias de qué es lo mejor para mí… eso es mentira y tú lo sabes.

Vio que sus ojos se llenaban de lágrimas, pero al contrario que las lágrimas de Valentina, aquéllas le dolían en el alma.

– Tú eres todo lo que yo he soñado siempre. Eres fuerte, bueno, generoso, divertido. Me gustaría pasar el resto de mi vida contigo, casarme y tener un montón de hijos. Me gustaría que los vecinos nos mirasen y dijeran: mira, son los Patrick, que llevan casados desde siempre -Annie apartó las lágrimas con la mano-. Pero no puedo pensar sólo en mí. También está Valentina y creo que estoy haciendo lo que debo…

– ¿Y no se te ocurre pensar en mí?

– Sólo haría falta una palabra, Duncan. No voy a luchar porque pensé que no serviría de nada, que tú no me querías. Dime que todo ha terminado con Valentina para siempre, que me quieres. Y si me lo pides, me quedaré.

Duncan entendió su juego entonces, quería atraparlo.

– Ah, claro, quieres un marido rico. Desde luego, te mereces un aplauso por la originalidad. Ha sido un discurso estupendo.

Annie, pálida, tomó su bolso y se dirigió a la puerta.

– No hay manera de ganar contigo. Me lo dijiste una vez, pero no quise creerlo. Tal vez tengas razón sobre Valentina y yo esté equivocada, pero espero que intentes averiguarlo. En cuanto a mí, si puedes decir esas palabras, si las crees de verdad, si piensas que estoy contigo porque eres rico, entonces es que no me conoces en absoluto. Y supongo que tampoco yo te conozco a ti. Porque el hombre al que yo quiero puede ver en mi corazón y sabe quién soy. Y ese hombre no eres tú. Adiós, Duncan.

Annie salió del despacho y cerró la puerta.

Capítulo Once

Duncan no se había emborrachado en muchos años. Probablemente desde la universidad, cuando era joven y estúpido. Ahora era mayor, pero aparentemente igual de estúpido.

No había aparecido por la oficina en los últimos días y tampoco se había molestado en ir a ninguna fiesta. Las había hecho en casa, solo.

Ahora, con resaca, deshidratado y sintiéndose como si hubiera estado muerto durante un mes, se obligó a sí mismo a ducharse y vestirse antes de ir a la cocina para hacerse un café.

Le habían hecho daño muchas veces. Sus primeras tres peleas habían sido un desastre, apenas había podido dar un puñetazo. Su entrenador le había dicho entonces que se dedicara a otro deporte, tal vez el béisbol, donde lo único que podía golpearlo era la bola. Pero él no se había rendido y, cuando terminó el instituto, media docena de universidades le ofrecían una beca deportiva.

Hacerse cargo del negocio familiar no había sido fácil. Había metido la pata mil veces, había perdido oportunidades debido a su juventud y su inexperiencia. Sin embargo, había perseverado y ahora lo tenía todo. Pero nada en la vida lo había preparado para perder a Annie.

Sus palabras parecían perseguirlo:

«El hombre al que yo quiero puede ver en mi corazón y sabe quién soy. Y ese hombre no eres tú».

Habría preferido que sacase una pistola y le pegase un tiro; la recuperación hubiera sido más fácil. O, al menos, más rápida.

Pero se decía a sí mismo que lo importante era que se había marchado. Había desaparecido de su vida. Decirle que lo amaba sólo añadía un poco de drama a la despedida…

El problema era que no podía creerlo, Annie no era así.

En ese momento sonó el timbre y Duncan cerró los ojos, llevándose las manos a la cabeza mientras recorría el pasillo para llegar a la puerta. Y cuando abrió, Valentina estaba al otro lado.

– Esto es para ti -le dijo, entregándole una cajita-. El conserje me ha pedido que te la diera -añadió, entrando en el vestíbulo y mirando alrededor-. Es muy bonito, Duncan. Pero me hubiera gustado que conservaras el antiguo apartamento… había tanto espacio. ¿Cómo estás? Pareces muy pálido.

Duncan había reconocido la letra de Annie en el paquete. Pero, por mucho que quisiera abrirlo, no pensaba hacerlo hasta que estuviera solo, de modo que lo dejó sobre la mesa mientras iba a la cocina a tomar un café.

Valentina iba vestida de blanco. Desde las botas de ante al jersey, era la viva imagen de la elegancia y la sofisticación. Sabía cómo llevar la ropa, desde luego. Y quitársela para quien estuviera interesado.

– ¿Por qué has venido? -le preguntó.

– Quería hablar contigo, Duncan. Sobre nosotros. Lo dije de corazón, sigo enamorada de ti y quiero una segunda oportunidad.

Él la miró de arriba abajo. Seguía siendo la reina de hielo que había sido siempre. Y una vez eso era todo lo que él había querido.

– ¿Y si te dijera que deseo tener hijos?

Valentina nunca había querido tener hijos. Era una complicación y, además, no quería estropear su figura.

– ¿Hijos? Sí, claro -dijo ella-. Y un perro. No se pueden tener hijos sin tener un perro. Así aprenden a ser responsables.

– ¿Los niños o el perro? -se burló Duncan-. No, da igual, déjalo. ¿Lo dices en serio?

– Sí, Duncan. Te sigo queriendo y estoy dispuesta a hacer lo que haga falta para demostrarlo.

– ¿Incluyendo firmar un acuerdo de separación de bienes? -preguntó él-. No te llevarías un céntimo de mi dinero. Ni ahora ni nunca.

Duncan imaginó que el botox impedía que arrugase el ceño, pero había visto el frunce de sus labios y la repentina tensión en sus hombros.

– Duncan… maldita sea.

– Ah, ya, entonces es por el dinero.

– En parte -admitió ella-. Y también para demostrar algo. Eric me dejó. ¡A mí! Yo iba a terminar con él, pero se adelantó y quería que viera lo que había perdido.

Orgullo, pensó él. Era de esperar.

– Siento no poder ayudarte.

– ¿Estás enfadado?

– Más bien aliviado.

– ¿Perdona? -rió Valentina-. No serías quien eres sin mí y tú lo sabes. Me encontré con un chico de la calle sin maneras y sin estilo y lo convertí en un hombre de mundo. No lo olvides.

– Y te acostaste con mi socio, sobre mi escritorio.

– Lo sé. Y lo siento.

– Ya da igual.

– Pero fue una estupidez, lo siento de verdad -Valentina suspiró mientras sacaba una taza del armario-. ¿Me invitas a un café?

– ¿Por qué no?

– Te veo bien, Duncan. En serio, te has convertido en un hombre muy interesante.

Charlaron durante unos minutos más y cuando Valentina se marchó Duncan cerró la puerta, aliviado al saber que estaba fuera de su vida y esta vez para siempre. Pero enseguida se acercó a la mesa y tomó la cajita de Annie.

Dentro había un retrato de dos boxeadores… y conocía al artista porque tenía otra pieza suya en el estudio.

En la caja había una nota, una tarjeta de Navidad: Esto me ha hecho pensar en ti.

Duncan estudió el retrato e imaginó lo que costaría. Mucho más de lo que Annie se ponía permitir. ¿Por qué habría hecho eso cuando siempre estaba ahorrando cada céntimo?

Entonces miró la fecha. Se la había enviado después de despedirse de él. ¿A qué estaba jugando?

No lo sabía y eso lo molestaba. A él le gustaba que su vida fuera ordenada, sencilla, predecible. Pero Annie era todo lo contrario. Exigía demasiado, quería que hiciera lo que debía hacer, que fuese mejor persona. Quería que la amase tanto como lo amaba ella.

¿Lo amaba? ¿Creía que Annie lo amaba de verdad? Y si era así, ¿por qué la había dejado escapar?


– Es muy elegante -estaba diciendo Annie, en el jardín de la clínica en la que había ingresado su hermano.

– No está mal -sonrió Tim.

Era la primera vez que iba a verlo porque las visitas habían estado prohibidas hasta ese sábado, pero parecía más relajado que nunca.

– Hiciste lo que debías hacer, Annie -dijo él entonces-. No lo creía hasta hace unos días, pero ahora sé que hiciste bien. Necesitaba ayuda.

Ella dejó escapar un suspiro de alivio.

– ¿Lo dices de verdad? -le preguntó, apretando su mano.