– Sí, claro. Yo estaba persiguiendo un sueño absurdo, convencido de que si seguía intentándolo tarde o temprano lo conseguiría… es lo que tú dices siempre de los chicos que copian en el colegio en lugar de estudiar.

– ¿Y eso significa…?

– Que tengo una adicción al juego y debo curarme como sea. Nada de Las Vegas, ni el blackjack ni siquiera las rifas de las ferias. Me va a costar un poco, pero lo conseguiré.

Annie miró los ojos azules de su hermano y suspiró, contenta.

– No sabes cuánto me alegro, Tim.

– Yo también. Y siento mucho todo lo que te dije -se disculpó él-. No puedo creer que robase ese dinero… menudo idiota. Te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí, Annie. Cualquier otra persona hubiera dejado que me enviasen a la cárcel.

– No podía hacer eso.

– Pero es lo que me merecía. ¿Sabes que he hablado con el señor Patrick y me ha dicho que podré recuperar mi puesto de trabajo cuando salga de aquí? -sonrió Tim entonces.

– ¿En serio?

– Bueno, no tendré acceso a las cuentas bancarias por el momento, pero hemos hecho un plan de pagos por el resto del dinero.

¿Tim había hablado con Duncan? Le gustaría preguntarle cómo estaba, pero no quería seguir con ese tema o se pondría a llorar.

– Me alegro muchísimo.

– Y quiero pagarte a ti también.

– A mí no me debes nada.

– Sí te debo, Annie. Has hecho mucho por mí.

– No, sólo tuve que ir a un montón de fiestas, no tiene importancia.

También se había enamorado y le habían roto el corazón, pero eso era algo que Tim no necesitaba saber.

– Te compensaré, lo prometo.

– Lo único que quiero es que retomes tu vida, que seas feliz. Eso es suficiente.

Su hermano se levantó y tiró de ella para darle un abrazo.

– Eres la mejor hermana del mundo, Annie. Gracias.

Ella le devolvió el abrazo, emocionada. Porque si su hermano se ponía bien, todo merecía la pena. En cuanto a sí misma, y al vacío que sentía, no había nada que hacer salvo esperar que algún día pudiese olvidar a Duncan.


Duncan entró en el abarrotado restaurante y miró alrededor.

– ¿Tiene mesa reservada? -le preguntó un camarero.

– No, no, estoy buscando a una empleada… Jenny. Ah, no importa, ya la he visto -Duncan se abrió paso entre las mesas y la tomó del brazo-. Jenny, tenemos que hablar.

– De eso nada. No tengo nada que decirte.

– Estoy buscando a Annie. He estado en todos los sitios en los que pensé que podría estar, pero no la encuentro. Tienes que ayudarme.

La joven lo fulminó con la mirada.

– Eres un canalla. ¿Sabes que llora todas las noches? No quiere que lo sepamos así que espera que nos vayamos a la cama. Pero la oímos, Duncan. Le has hecho mucho daño…

– Lo sé, lo sé. Y lo lamentaré durante el resto de mi vida. Annie es maravillosa y mucho más de lo que yo merezco. Pero la quiero, Jenny, te lo juro. Y quiero cuidar de ella. Así que, por favor, dime dónde está.

Jenny vaciló.

– No sé…

– Es Navidad, el tiempo de los milagros. ¿No puedes creer que haya cambiado?

– Pues la verdad, no.

– Estoy enamorado de Annie. Me gusta todo en ella. Adoro que esté dispuesta a vender su alma por salvar a su hermano, que coma chocolate cuando está estresada. Me encanta que aún no haya aprendido a caminar con zapatos de tacón y que a veces tenga que agarrarme del brazo para no caerse. Me fascina que vea lo mejor en todo el mundo, incluso en mí, y que crea que todo es posible -Duncan se aclaró la garganta-. Me parece admirable que os deje vivir con ella y que acepte un congelador regalado porque así puede daros de comer a todas, pero se niegue a aceptar unas ruedas nuevas aunque así conduciría más segura. Es maravilloso que quiera ser un ejemplo para sus alumnos y que esté dispuesta a cuidar de todo el mundo. ¿Pero quién cuida de ella? ¿Quién toma el relevo para que pueda descansar un rato? Pues yo quiero ser esa persona, Jenny.

Duncan dejó de hablar… y se dio cuenta de que todo el restaurante se había quedado callado, pendiente de sus palabras.

Jenny dejó escapar un suspiro.

– Te juro que si vuelves a hacerle daño…

– No lo haré -la interrumpió él, sacando una cajita de terciopelo del bolsillo-. Quiero casarme con Annie.

– Muy bien, está en la iglesia. Llamaron para decir que necesitaban ayuda con los adornos navideños y, por supuesto, ella ha ido a echarles una mano. Pero no vuelvas a meter la pata.

– No lo haré -dijo Duncan, antes de inclinarse para darle un beso en la mejilla-. Te lo prometo.


Annie estuvo descargando tiestos con flores de pascua hasta que le dolían los brazos. Y antes había estado colocando los libritos con los villancicos por todos los bancos de la iglesia…

– Has hecho el trabajo de diez personas -le dijo Mary Alice, la mujer del diácono-. Vete a casa, anda. Tienes que dormir un rato.

– Bueno, si no tengo nada más que hacer…

– Gracias por venir, de verdad. No quería molestarte, pero de repente todo el mundo estaba en la cama con gripe…

– De nada, Mary Alice. No me importa ayudar.

Annie salió de la iglesia diciéndose a sí misma que era verdad, no le importaba. Era Nochebuena y se negaba a estar triste o a sentirse sola. En realidad, tenía mucha suerte. Su hermano estaba recuperándose, sus primas eran un encanto, tenía un trabajo estupendo y muy buenos amigos. Si había un vacío dentro de ella… en fin, ya curaría. En las siguientes navidades se le habría pasado.

Era de noche cuando llegó al aparcamiento. Al día siguiente era Navidad, pero hacía calor. Otro día de Navidad con sol. Algún día iría a pasar las fiestas a un sitio con nieve…

Cuando iba a entrar en el coche vio una sombra que se dirigía a ella y se detuvo, asustada. Era un hombre.

Duncan.

El corazón de Annie dio un vuelco. Quería llorar, gritar, abrazarlo. Lo había echado tanto de menos.

– Annie…

Y ella lo supo entonces. Con una sola palabra supo que Duncan la quería, que se había dado cuenta de lo que era importante, que ella era la mujer de su vida. Y, de repente, sentía como si pudiera flotar.

Sin pensar, se echó en sus brazos y Duncan la apretó contra su torso como si no quisiera soltarla nunca.

– Annie… te quiero.

– Lo sé.

– ¿Cómo lo sabes? Tengo un discurso preparado. Quería decirte cómo he cambiado y por qué puedes confiar en mí.

– Ya sé todo eso -dijo ella.

Duncan tocó su cara con las manos.

– Valentina sólo estaba interesada en el dinero. Aunque eso ya da igual. Nunca he querido estar con nadie más que contigo.

– Me gustaría decir que lamento que no haya salido bien, pero no sería verdad -suspiró Annie-. Supongo que eso es malo, ¿no?

– No, a mí me pasa lo mismo. ¿Quieres que te dé el discurso?

– No, tal vez después.

Por el momento sólo quería estar con él, sentirlo cerca y saber que la amaba. Era perfecto. Duncan era su regalo de Navidad.

– Por lo menos deja que haga mi papel -Duncan sacó una cajita del bolsillo y allí, en el aparcamiento de la iglesia, clavó una rodilla en el suelo-. Te quiero, Annie McCoy. Siempre te querré. Por favor, di que te casarás conmigo y pasaré el resto de mi vida haciendo que tus sueños se hagan realidad.

Luego abrió la cajita y Annie contuvo el aliento al ver un anillo de diamantes.

– ¿De verdad quieres casarte conmigo?

– Es lo único que quiero, cariño. Ahora que te he encontrado, no pienso dejarte ir.

Annie no sabía cómo o por qué había tenido tanta suerte, pero se sentía la mujer más feliz de la tierra.

– Sí, me casaré contigo.

Duncan rió mientras se incorporaba para ponerle el anillo en el dedo. Y luego se abrazaron como si no quisieran soltarse nunca.

– Te he echado de menos -murmuró-. He estado perdido sin ti.

– Yo también.

– Me has cambiado, Annie. ¿Cómo he podido tener tanta suerte?

– Eso es lo que yo estaba pensando, que he tenido mucha suerte de encontrarte -dijo ella. Cuando abrió los ojos vio una estrella muy brillante en el cielo-. Mira, Duncan.

– Sólo es Venus.

– No me digas eso. ¿No crees que podría ser un milagro de Navidad?

– Si eso te hace feliz…

– Sí, me hace feliz.

– Entonces es un milagro -rió Duncan, besándola-. Feliz Navidad, Annie.

– Feliz Navidad, Duncan.

SUSAN MALLERY

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