Era increíble. Estaba agotada, hambrienta y aquello era lo último que necesitaba.
Tomando la factura de la luz de la cajita, Annie movió el papel delante de su cara.
– ¿Usted sabe lo que es esto?
– No.
– Es una factura, una que no he podido pagar a tiempo. ¿Y sabe por qué?
– Señorita McCoy…
– Responda a mi pregunta. ¿Sabe usted por qué no he podido pagarla a tiempo?
Él parecía más divertido que asustado y eso la enfadó aún más.
– No. ¿Por qué?
– Porque ahora mismo tengo que ayudar a mis dos primas, que están en la universidad y sólo han conseguido la mitad de una beca. Su madre es peluquera y tiene muchos problemas… ¿usted ha visto cómo comen las chicas de dieciocho años? No sé dónde meten todo lo que comen con lo flacas que están, pero le aseguro que comen muchísimo -Annie hizo un gesto con la mano-. Venga aquí un momento.
Entró en la cocina y, sorprendentemente, Duncan Patrick la siguió sin protestar.
– ¿Ve eso? -le preguntó, señalando la pizarra-. Es el horario de la gente que vive en esta casa, mis dos primas, Kami y yo. Kami es nuestra estudiante de intercambio. Es de Guam y no tiene dinero para pagar un apartamento, así que también vive aquí. Y aunque todas ayudan en lo que pueden, no es suficiente -Annie hizo una pausa para respirar-. Estoy dando de comer a tres estudiantes universitarias, pagando la mitad de las matrículas, los libros y la comida. Tengo un coche viejo, una casa que necesita reparaciones constantes y mi propio préstamo universitario que pagar. Y hago todo eso con el sueldo de una profesora de primaria. Así que no, hipotecar mi casa, lo único que tengo en el mundo, es algo que no puedo hacer.
Después de soltar su discurso se quedó mirando al extraño, rezando para que se compadeciese de ella.
Pero no fue así.
– Aunque todo eso es muy interesante -empezó a decir él-, me siguen faltando doscientos cincuenta mil dólares. Si sabe dónde está su hermano, sugiero que lo convenza para que se entregue, señorita McCoy. Si la policía tiene que detenerlo será aún peor para él.
El peso del mundo parecía haber caído sobre los hombros de Annie.
– No puede hacer eso. Yo le pagaré cien dólares al mes… doscientos dólares. Puedo hacerlo, se lo juro -le suplicó, pensando que podría buscar un trabajo por las tardes-. Sólo faltan cuatro semanas para Navidad. No puede meter a mi hermano en la cárcel… Tim necesita ayuda y mandarlo a la cárcel no cambiará nada. Además, usted no necesita dinero.
– ¿Y por eso está bien que alguien me robe? -le espetó él, sus ojos más fríos que nunca.
– No, claro que no. Pero, por favor, escúcheme. Estamos hablando de mi familia.
– Entonces hipoteque su casa, señorita McCoy.
Lo había dicho con total frialdad. Estaba claro que pensaba meter a Tim en la cárcel.
¿Y qué podía hacer ella? La casa o la libertad de Tim. El problema era que no confiaba en que su hermano cambiase. ¿Pero cómo iba a dejar que lo metieran en la cárcel?
– Es imposible -le dijo.
– No, en realidad es muy fácil.
– Para usted, claro. ¿Quién es usted, el hombre más malvado del planeta?
Él se irguió entonces. Si no hubiera estado mirándolo fijamente no se habría dado cuenta de la repentina tensión en sus hombros.
– ¿Qué ha dicho?
– Tal vez podamos encontrar otra solución, un compromiso. A mí se me da bien negociar -lo que quería decir era que se le daba bien negociar con niños difíciles, pero dudaba que Duncan apreciase la comparación.
– ¿Está usted casada, señorita McCoy?
– ¿Qué? -Annie miró alrededor, asustada-. No, pero todos mis vecinos me conocen y si me pusiera a gritar vendrían inmediatamente.
– No estoy amenazándola.
– Ah, qué suerte tengo. Pero está aquí para amenazar a mi hermano, que es lo mismo.
– Dice que es profesora de primaria… ¿desde cuándo?
– Es mi quinto año. ¿Por qué?
– ¿Le gustan los niños?
– Soy profesora de primaria, ¿usted qué cree?
– ¿Toma drogas? ¿Ha tenido problemas con el alcohol o alguna otra adicción?
Al chocolate, pensó ella, pero en realidad la adicción al chocolate era una cosa de chicas.
– No, pero yo…
– ¿Alguno de sus ex novios está en prisión?
Annie lo miró, furiosa.
– Oiga, que está hablando de mí y estoy aquí mismo.
– No ha respondido a mi pregunta.
Annie se dijo a sí misma que no tenía por qué hacerlo, que su vida no era asunto de aquel extraño. Pero se encontró diciendo:
– No, por supuesto que no.
Él se apoyó en la encimera, cruzando los brazos sobre el pecho.
– ¿Y si hubiera una tercera opción? ¿Otra manera de salvar a su hermano?
– ¿Y cuál sería?
– Faltan cuatro semanas para Navidad y me gustaría contratarla para las fiestas. A cambió, olvidaré la mitad de la deuda de Tim, lo enviaré a una clínica de rehabilitación y haré un programa de pagos por el resto del dinero, que Tim pagará cuando salga de la clínica.
Todo eso sonaba demasiado bueno para ser verdad.
– ¿Qué tengo yo que valga ciento veinticinco mil dólares?
Por primera vez desde que entró en la casa, Duncan Patrick sonrió y eso transformó su rostro por completo, dándole un aspecto juvenil y muy atractivo.
Y también poniéndola a ella muy nerviosa.
– No estará hablando de sexo, ¿verdad?
– No, señorita McCoy. No quiero acostarme con usted.
Annie se puso colorada hasta la raíz del pelo.
– Sé que no soy una chica muy sexy… -empezó a decir. Duncan enarcó una ceja-. Soy más bien la mejor amiga -siguió ella, deseando que se la tragase la tierra-. La chica a la que los hombres le cuentan cosas, no con la que se acuestan. La que presentan a sus madres.
– Exactamente -dijo él.
– ¿Quiere presentarme a su madre?
– No, quiero presentarle a todos los demás. Quiero que sea mi pareja en todos los eventos sociales a los que debo acudir durante las fiestas. Usted le demostrará al mundo que no soy un canalla sin corazón.
– No lo entiendo -murmuró Annie, perpleja-. Podría usted salir con quien quisiera.
– Sí, pero las mujeres con las que quiero salir no resuelven el problema. Usted sí.
– ¿Cómo?
– Es usted profesora de primaria, cuida de su familia… es una buena chica y eso es lo que yo necesito. A cambio, su hermano no irá a la cárcel -dijo él.
– Pero yo…
– Annie, si me dices que sí, tu hermano tendrá la ayuda que necesita -la interrumpió Duncan entonces, tuteándola por primera vez-. Si me dices que no, irá a la cárcel.
– Pero eso no es justo. No está jugando limpio.
– Yo siempre juego para ganar. ¿Cuál es tu decisión?
Capítulo Dos
Mientras Duncan esperaba la respuesta, Annie tomó una silla y la colocó frente a la nevera. Luego se subió a ella para sacar un paquete de cereales con fibra del armario y de él sacó una bolsa llena de bolitas de color naranja.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó él, pensando que el estrés le había hecho perder la cabeza.
– Sacando mi chocolate de emergencia. Vivo con tres mujeres y si cree que algo de chocolate duraría más de cinco minutos en esta casa, está muy equivocado -Annie se echó un puñado de bolitas en la mano y volvió a cerrar la bolsa.
– ¿Por qué son de color naranja?
Ella lo miró como si tuviera dos cabezas.
– Son M &M de Halloween. Los compré a primeros de noviembre, cuando estaban a mitad de precio -contestó metiéndose una bolita en la boca.
Muy bien, aquello era muy extraño, pensó Duncan.
– Antes estabas tomando una copa de vino. ¿Ya no la quieres?
– ¿En lugar del chocolate? No.
Llevaba un jersey ancho de color azul, a juego con sus ojos, y una falda que le llegaba por la rodilla. Iba descalza y… tenía unas margaritas diminutas pintadas en cada uña. Aparte de eso, Annie McCoy no llevaba ni gota de maquillaje, ni joyas, sólo un reloj barato en la muñeca. Tenía el pelo rizado, de un bonito tono dorado, que caía sobre sus hombros. No parecía una mujer muy preocupada por su aspecto.
Y le parecía muy bien. El exterior se podía arreglar, lo que a él le preocupaba era el carácter. Por lo que había visto, era una persona compasiva y generosa. En otras palabras, una ingenua. Mejor para él. En aquel momento necesitaba una persona así para que los del consejo de administración lo dejasen en paz hasta que pudiese retomar el control.
– No has respondido a mi pregunta.
Annie suspiró.
– Lo sé, pero no he respondido porque sigo sin saber qué quiere de mí.
Él señaló las sillas que rodeaban la mesa de la cocina.
– ¿Por qué no nos sentamos?
Era su casa, debería ser ella quien lo invitase a sentarse. Aun así, Annie se encontró apartando la silla. Debería ofrecerle también un caramelo de chocolate, pero tenía la impresión de que iba a necesitarlos todos.
Duncan Patrick se sentó frente a ella y apoyó los codos en la mesa.
– Soy el propietario de una empresa… Industrias Patrick.
– Dígame que es un negocio familiar -suspiró Annie-. Lo ha heredado, ¿verdad? No será tan egocéntrico como para haberle puesto su nombre, ¿no?
Él tuvo que disimular una sonrisa.
– Veo que el chocolate te da valor.
– Un poco, sí.
– Heredé la empresa cuando estaba en la universidad. Era una empresa pequeña y la convertí en una corporación multimillonaria en quince años.
Pues qué suerte, pensó ella. Pertenecer al dos por ciento de la población que había sacado un sobresaliente alto en la reválida no era precisamente impresionante comparado con sus millones.
– Para llegar tan lejos y tan rápido he tenido que ser despiadado -siguió él-. He comprado empresas y las he fusionado con la mía para modernizarlas y conseguir beneficios.
Annie contó los caramelos que le quedaban. Ocho bolitas de cielo.
– ¿Esa es una manera amable de decir que se dedica a despedir gente?
Él asintió con la cabeza.
– Al mundo empresarial le encantan las historias de éxito, pero sólo hasta un punto. Ahora todos me consideran un monstruo y estoy teniendo mala prensa últimamente, así que necesito contraatacar.
– ¿Y por qué le importa lo que la gente diga de usted?
– A mí no me importa, pero al consejo de administración sí. Tengo que convencer a todo el mundo de que soy… una buena persona.
Annie tuvo que sonreír.
– Y no lo es, ¿eh?
– No.
Tenía unos ojos inusuales, pensó ella. El gris daba un poquito de miedo, pero resultaba atractivo. Si no fuesen tan fríos…
– Tú eres exactamente lo que pareces, una profesora joven y guapa con más compasión que sentido común. A la gente le gusta eso y a la prensa también.
– ¿A la prensa, qué prensa?
– Me refiero a la prensa económica, no a los programas de cotilleo. Desde hoy hasta el día de Navidad tengo que acudir a una docena de eventos y quiero que vayas conmigo.
– ¿Para qué?
– Quiero que todo el mundo crea que estamos saliendo juntos. Por supuesto, todos pensarán que eres encantadora y, por asociación, cambiarán de opinión sobre mí.
Sonaba relativamente fácil, pensó ella.
– ¿Y no sería más fácil ser una buena persona? Esto me recuerda al instituto, cuando la gente se esforzaba al máximo para hacer trampas. Podrían haber pasado todo ese tiempo estudiando y habrían conseguido sacar mejores notas, pero preferían copiar.
Duncan frunció el ceño.
– Mis razones no están a debate.
– Bueno, lo decía por decir -sonrió Annie, tomando otra bolita de chocolate.
– Si estás de acuerdo, tu hermano ingresará en una clínica inmediatamente, en las condiciones que hemos hablado antes, y tendrá la segunda oportunidad que tú pareces creer que merece. Pero si le cuentas a alguien que nuestra relación es falsa, si dices algo malo de mí, Tim irá a la cárcel.
Un trato con el diablo, pensó Annie, preguntándose cómo era posible que una buena chica como ella se hubiera metido en un apuro como aquél. Claro que ser «una buena chica» era lo único importante, por lo visto.
La sensación de estar atrapada era real. Como lo era que, aunque todo el mundo parecía creer que su obligación era cuidar de los demás, nadie, ni su hermano Tim ni, aparentemente, Duncan Patrick, se molestaban en pensar en ella.
– No pienso mentirle a mi familia -le dijo-. Mis primas y Kami tienen que saber la verdad.
Duncan pareció considerarlo un momento.
– Sólo ellas. Pero si se lo cuentas a alguien más…
– Ya, lo sé, lo sé, que me corten la cabeza. ¿Ha hecho algún seminario sobre comunicación o Relaciones Públicas? Yo creo que si se esforzase un poco podría…
Los ojos grises se volvieron de hielo, de modo que Annie decidió cerrar la boca.
– ¿Estás de acuerdo?
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