Annie tomó una fresa del plato. Buena pregunta, pensó.
– He tenido dos relaciones serias. Las dos veces me dejaron y los dos dijeron que me veían más como una amiga que como el amor de su vida.
Lo había dicho con una sonrisa, como si no importara, como si no le hubiera dolido. Aunque no los echaba de menos, ya no. Pero empezaba a preguntarse si había algo raro en ella, si le faltaría algo.
Las dos relaciones habían durado un total de cuatro años y medio y ella había estado enamorada… o eso quiso creer. Desde luego, había sido capaz de imaginar un futuro, una familia. Sólo se había acostado con esos dos hombres y para ella el sexo estaba bien. Tal vez no era tan mágico como lo que contaban sus amigas o lo que leía en las novelas, pero estaba bien.
Sin embargo, no había sido suficiente porque los dos la habían dejado. Y que los dos hubieran dicho prácticamente lo mismo había hecho que empezase a dudar de sí misma.
– Yo no quiero ser «la mejor amiga» -murmuró. Cameron le dio una palmadita en la mano.
– Dímelo a mí, cariño.
Annie estaba muy agradecida de que Héctor, el genio de la peluquería, la hubiese peinado para esa noche. Le había secado el pelo, normalmente rizado, con un secador de mano, convirtiéndolo en una cascada de ondas que llegaban por debajo de los hombros. Y el ayudante de Héctor la había maquillado, de modo que lo único que tenía que hacer era ponerse el vestido y elegir los zapatos adecuados.
Cameron había sugerido un vestido de cóctel, pero Annie lo miraba preguntándose si tendría valor para ponérselo.
El vestido era muy sencillo, sin mangas y con cuello redondo. Ajustado, aunque no estrecho, pero muy por encima de la rodilla. Era esto último lo que la tenía nerviosa mientras se miraba al espejo. Enseñaba demasiada pierna.
Y decirse a sí misma que la mayoría de las chicas de su edad llevaban vestidos mucho más cortos no ayudaba nada. Ella estaba acostumbrada a las faldas por debajo de la rodilla…
Desgraciadamente, las chicas no estaban en casa, de modo que no podía pedirles opinión. Se habían ido al cine, dejándola sola. Claro que podría ponerse otro vestido, pero no sabía qué iría bien para la ocasión.
Antes de que pudiera decidirse sonó el timbre y Annie miró el reloj de la mesilla. Duncan llegaba con diez minutos de adelanto, de modo que ya no había tiempo de cambiarse.
A toda prisa, se puso los zapatos de tacón e, intentando mantener el equilibrio, fue a abrir la puerta.
Pero el hombre que estaba en el porche no era Duncan y no parecía contento.
– ¿Se puede saber qué has hecho? -le espetó Tim, entrando en la casa-. Maldita sea, Annie, no tienes ningún derecho a obligarme a ingresar en una clínica de rehabilitación.
– Ah, veo que por fin te has decidido a hablar conmigo. Llevo tres días dejándote mensajes en el contestador.
Desde que Duncan y ella habían llegado a «un acuerdo».
Tim la miró, sus ojos azules brillantes de furia.
– No tenías ningún derecho…
– ¿No tengo derecho a ayudarte? Tú te has metido en este aprieto, Tim. Le has robado dinero a tu jefe. ¿Cómo has podido hacer algo así?
Él bajó la mirada.
– Tú no lo entenderías.
– No, desde luego que no lo entendería. Lo que entiendo es que tienes un serio problema. Es esto o la cárcel, Tim.
– Gracias a ti.
Annie se puso en jarras, furiosa.
– Yo no soy quien va a Las Vegas a jugarse un dinero que no es suyo. Y no soy yo quien le dijo a Duncan Patrick que esta casa era tuya. Has robado y has mentido, Tim. Lo has arriesgado todo como un irresponsable…
– Tú eres mi hermana. Se supone que debes ayudarme, no meterme en una institución. ¿Qué diría mamá?
Un golpe bajo, pensó ella, más resignada que furiosa.
– Mamá estaría muy decepcionada contigo. Te diría que es hora de crecer y aceptar tus responsabilidades de una vez.
Tim no parecía afectado en absoluto.
– No tiene por qué ser así. Podrías hipotecar la casa… de todas formas, la mitad es mía.
– La mitad era tuya -le recordó Annie-. Yo compré tu parte, ¿o es que no te acuerdas? Mira, estoy cansada de discutir contigo. Siempre he cuidado de ti y tú nunca me lo has agradecido ni has intentando cambiar.
– Tienes que hipotecar la casa -insistió él, dando un paso adelante-. Tienes que hacerlo quieras o no. ¿Me oyes?
Annie lo miró, sorprendida. Pero antes de que pudiese decir nada, Duncan entró en el salón.
– ¡McCoy!
Tim se volvió para mirar a su jefe.
– ¿Qué hace aquí? -exclamó, perplejo.
– Tengo una cita con tu hermana.
– ¿Vas a salir con él, Annie?
Ella asintió con la cabeza y Tim sonrió, con expresión amarga.
– Ah, claro, ahora lo entiendo todo. A mí me encierras en una clínica mientras tú lo pasas bien. Qué bonito. Y luego dices que lo haces por mí…
Esa acusación le dolió como una bofetada.
– No sabes lo que estas diciendo. Estoy intentando salvar a mi familia, algo que a ti te importa un bledo.
Duncan tomó a Tim del brazo.
– Tu hermana tiene razón. Debes ingresar en la clínica mañana a las nueve o la policía irá a buscarte.
Él miró de uno a otro, colérico.
– Os habéis puesto de acuerdo. ¿Me has vendido a este canalla? Maldita sea, Annie…
– Ya está bien, McCoy. Es hora de que te marches. Y recuerda, te esperan mañana a las nueve en la clínica.
– ¿Para qué esperar? -replicó Tim, soltándose de un tirón-. Ingresaré ahora mismo.
– Seguramente será lo mejor.
– ¿Es que no te importo nada, Annie?
Ella se negó a contestar. Su hermano intentaba manipularla como había hecho tantas veces y, hasta aquel día, había sido incapaz de ponerse firme. Pero tal vez había llegado el momento de hacerlo.
– Buena suerte, Tim. Espero que puedan ayudarte en la clínica.
Su hermano la fulminó con la mirada.
– Da igual. En cualquier caso, no te perdonaré nunca.
Capítulo Tres
Annie iba sentada a su lado, en silencio, pero a Duncan le llegaba su perfume. Y de vez en cuando la oía suspirar.
– ¿Estás enfadada conmigo o con Tim?
– ¿Qué? -murmuró ella, distraída-. Con ninguno de los dos. Le agradezco mucho su ayuda, señor Patrick. Y Tim también se lo agradecerá algún día, estoy segura.
Él no estaba de acuerdo, pero se había equivocado antes. Tal vez la clínica de rehabilitación era lo que Tim McCoy necesitaba. Y si no, tarde o temprano acabaría en la cárcel.
– Le he estado llamando toda la semana -admitió Annie-. Intentando explicárselo, pero no lo había visto hasta hoy. Y está tan enfadado…
– Tú sabes que te ataca porque es lo más seguro, ¿no? No es capaz de admitir que tiene un problema, así que culpa a todo el mundo menos a sí mismo.
– Lo sé, pero no es fácil escuchar ciertas cosas.
Tim era muy afortunado por tener una hermana como ella, pensó Duncan. Aunque tampoco lo reconocería.
– Intenta animarte.
– Sí, claro no se preocupe, haré mi trabajo como habíamos quedado -Annie se mordió los labios-. De todas formas, a mí estas cosas no se me dan bien.
Mal momento para reconocer eso, pensó Duncan, divertido por su sinceridad.
– ¿Ir a fiestas? No hay mucho que hacer, estar guapa y mirarme con gesto embelesado. Tú has estado en la universidad, no creo que esto te resulte difícil.
– Es algo más. ¿O es que no se espera que hable con nadie?
– Tampoco creo que tengas ningún problema para hablar con nadie.
– Sí, bueno, usted da menos miedo que un salón lleno de gente, señor Patrick.
– Por cierto, deberías empezar a llamarme Duncan y no señor Patrick.
Annie suspiró de nuevo y el sonido le gustó. Era sexy. La clase de suspiro que una mujer podría dejar escapar mientras…
Duncan interrumpió tales pensamientos. Annie McCoy era muchas cosas, ¿pero sexy?
Entonces miró sus muslos bajo la falda corta. En fin, el adjetivo se le podía aplicar perfectamente, pero eso no era lo importante. La había contratado para hacer un papel, nada más. Además, no era su tipo.
– Duncan -repitió ella.
Él giró la cabeza y sus ojos se encontraron. Los de ella azules, grandes, rodeados de largas pestañas. Llevaba el pelo diferente, pensó, recordando sus rizos. Aquella noche caía en suaves ondas por debajo de los hombros. Muy elegante. Aunque él prefería los rizos. El vestido era apropiado y destacaba sus curvas… por no hablar de los muslos.
– Estás muy guapa.
Annie tiró del bajo del vestido.
– Fue idea de Cameron. Es estupendo, por cierto. Muy divertido y lo sabe todo sobre moda. Hizo una lista para que supiera con qué zapatos iba cada vestido.
– Cameron sabe mucho de estas cosas.
– Me dijo que habíais sido compañeros en la universidad.
Duncan rió.
– Eso fue hace mucho tiempo. Admito que fue el primer homosexual que había conocido y que al principio no me hizo mucha gracia tenerlo como compañero de habitación.
– ¿Demasiado macho para entenderlo? -preguntó Annie.
– En parte, supongo. Pensaba que me atacaría cuando estuviera dormido, lo cual fue una estupidez por mi parte. Tardamos algún tiempo, pero nos hicimos amigos. Luego, cuando regresó a Los Ángeles para abrir su negocio, volvió a ponerse en contacto conmigo y me convirtió en su cliente.
– Es un chico muy amable. Mis primas y Kami también lo pasaron estupendamente yendo de compras.
– ¿Fueron contigo?
– Sí, claro. Dijiste que podría quedarme con la ropa, pero no creo que yo vaya a ponerme estos vestidos nunca más. No es algo que pueda usar para ir al colegio -sonrió Annie-. Así que fueron conmigo para dar su opinión. Como todas tenemos más o menos la misma talla…
– ¿Vas a regalarles la ropa?
– Si no te importa, sí. Dijiste que no tenía que devolverla.
– No, yo no la quiero. Es tuya.
– Gracias.
Duncan se quedó pensativo. No imaginaba a ninguna otra mujer regalando un vestuario tan caro. Era lógico que no quisiera ponerse esos vestidos para ir a trabajar… ¿pero no salía con nadie? ¿No quería quedarse con la ropa por si acaso la necesitaba en alguna ocasión? Eso no tenía sentido para él y quería entenderla porque para ganar había que entender al contrario y explotar sus debilidades. Había comprado el tiempo de Annie, pero no confiaba en ella. Claro que era normal porque él no confiaba en nadie. Nunca.
Annie pasó las manos por la lujosa piel del asiento. El coche, un deportivo alemán, olía a nuevo. El motor era silencioso, el salpicadero lleno de botones y mandos. Daba la impresión de que para poner la radio habría que tener un título en ingeniería.
– Es un coche precioso.
– Gracias.
– La radio de mi coche hace un ruido rarísimo. El mecánico dice que no le pasa nada, pero suena fatal.
– ¿No la puedes arreglar?
Annie lo miró por el rabillo del ojo.
– Podría y lo haré en algún momento, cuando me toque la lotería. Pero antes necesito cambiar las ruedas. Con los coches viejos siempre pasa algo, ¿verdad? Pero no importa, tenemos un trato: él arranca todas las mañanas y yo no me compro otro.
Duncan sonrió.
– ¿Hablas con tu coche?
– Sí, claro. Aunque seguramente tú no lo harías.
– Tu coche y yo no nos conocemos.
– Puedo presentaros, si quieres -rió Annie.
– No, gracias -dijo él, girando a la izquierda después de un semáforo.
– He estado pensando… voy a conocer a mucha gente y me preguntarán cuándo nos conocimos.
– Hace tres meses.
– Ah, muy bien. ¿Qué tal si decimos que fue un fin de semana? Tú ibas a la playa, me viste parada a un lado de la carretera porque había pinchado y te detuviste para ayudarme.
– Nadie se creería eso.
– ¿No pararías para ayudar a alguien?
– No lo creo.
– Pues deberías hacerlo. Es buen karma.
– A lo mejor no creo en el karma.
– No tienes que creer, seguirá pasando de todas formas. Yo creo que el universo lleva la cuenta de las cosas que hacemos.
– Si eso fuera cierto yo no sería millonario.
– ¿Por qué no?
– ¿No has leído nada sobre mí? Soy un canalla sin corazón. Te he contratado para demostrar lo contrario.
– Si fueras un canalla sin corazón habrías hecho que detuvieran a Tim en cuanto descubriste el desfalco. Pero no lo has hecho.
– Sólo porque el resultado hubiera sido más prensa negativa -Duncan giró la cabeza para mirarla-. Ten cuidado, Annie. No cometas el error de creer que soy mejor de lo que soy.
Tal vez tenía razón. ¿Pero esa advertencia no demostraba que ella estaba en lo cierto?
El salón del hotel era enorme, lujoso y muy bien iluminado, con una orquesta tocando al fondo. Annie sujetaba su refresco intentando por todos los medios no parecer asustada. Los invitados, todos elegantemente vestidos, charlaban y se movían de un lado a otro con confianza…
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