El mundo de Duncan era un sitio interesante, tan diferente al suyo como era posible. Pero estaba allí para hacer su trabajo, de modo que permaneció a su lado, sonriendo y estrechando la mano de personas cuyos nombres sería incapaz de recordar más tarde.

– ¿Cuánto tiempo llevas saliendo con Duncan? -le preguntó una mujer.

– Tres meses -contestó ella.

– Eso es una eternidad para Duncan. Debes ser muy especial.

– Él es especial -dijo Annie.

– Y no eres su tipo, además.

Duncan debió oír eso porque le pasó un brazo por los hombros.

– Mi tipo es otro ahora.

– Eso veo.

Cuando la mujer se apartó, Duncan la llevó hacia otro grupo de invitados, entre los cuales había un hombre que trabajaba para una revista económica.

– ¿Te importa que te haga un par de preguntas?

– No, claro que no -contestó ella-. Mientras no te importe a ti que me ponga nerviosa.

– ¿No te gusta la prensa?

– La verdad es que no estoy muy acostumbrada.

– No puedes salir con alguien como Duncan Patrick y pasar desapercibida.

– Eso me han dicho.

El hombre, bajito y pálido, le preguntó:

– ¿Cómo os conocisteis?

Annie le contó la historia de la carretera, pero él no parecía muy convencido.

– Me han dicho que eres profesora.

– Sí, de primaria. Me encanta trabajar con niños pequeños porque les emociona la idea de ir al colegio y mi trabajo consiste en animarlos, en prepararlos para que aprendan a estudiar. Si podemos enseñar a los más pequeños que aprender es divertido, podremos asegurarnos de que terminan sus estudios.

El periodista parpadeó, sorprendido.

– Muy bien. ¿Y por qué Duncan Patrick?

Annie sonrió.

– Porque es una persona estupenda. Aunque lo primero que llamó mi atención fue su risa. Tiene una risa preciosa.

El periodista parpadeó de nuevo.

– Yo nunca lo he oído reír.

– Será porque no le ha contado nada gracioso.

Duncan se acercó a ellos entonces.

– Charles -lo saludó, estrechando su mano-. Me alegro de verte.

– Lo mismo digo.

– Vamos a bailar, Annie -sonrió Duncan entonces, tomando su vaso para dejarlo sobre una mesa-. Hasta luego, Charles.

Ella miró hacia atrás mientras se alejaban del periodista.

– Yo no estoy acostumbrada a bailar.

– No es difícil, yo te llevaré.

– ¿Crees que podríamos convencer a todo el mundo para jugar al corro de la patata? Porque eso se me da de maravilla.

Duncan soltó una carcajada y Annie se alegró de no haberle mentido al periodista: tenía una risa estupenda.

– Lo harás bien, no te preocupes.

– Muy bien, pero te pido disculpas de antemano por pisarte.

A pesar de que era más alto que ella, Duncan se movía con seguridad y resultaba fácil seguirlo mientras la guiaba, con una mano en la cintura. Después de unos pasos, Annie consiguió relajarse un poco.

Olía bien, pensó. Un olor limpio y masculino. La tela del traje era muy suave y, cuando puso la mano sobre su hombro, su calor la envolvió. Su calor y algo más, el susurro de un cosquilleo en el bajo vientre.

Annie seguía moviéndose por fuera, pero por dentro se había quedado inmóvil. ¿Un cosquilleo? No debería haber ningún cosquilleo. Aquello era un trabajo y no debería sentir nada por Duncan Patrick. No debería gustarle o sentirse atraída por él.

Tal vez era porque llevaba mucho tiempo sin salir con nadie, se dijo a sí misma. Era como si tuviese mucha hambre, cualquier tipo de comida bastaría porque le sonaban las tripas.

Duncan era un hombre muy guapo y era lógico que le gustase, pero era lo bastante lista como para tener cuidado.

Aquello era una especie de cuento de hadas. Ella era Cenicienta y el baile terminaría a las doce. O, en su caso, en Navidad. Pero ella no dejaría atrás un zapato de cristal y el príncipe azul no iría a buscarla para probárselo.


Annie aguantó mejor de lo que había esperado, pensaba Duncan dos horas después. Había contado la historia de que él se detuvo en la carretera para ayudarla unas doce veces y lo hacía de manera tan entusiasta y sincera que incluso él empezaba a creerlo. Y todo el mundo parecía igualmente encantado con ella. Aunque un poco desconcertados. Había visto a varias personas intercambiando miradas de extrañeza, como si se preguntaran qué hacia él con una chica tan encantadora.

Incluso a Charles Patterson, un conocido periodista experto en economía, le había caído bien Annie. Estupendo; lo único que necesitaba era un par de artículos favorables para equilibrar la prensa negativa.

Tomando las copas de la barra, volvió con Annie y le dio su refresco de lima. Por el momento no había tomado ni gota de alcohol.

– Le estaba diciendo a Charles que su información está equivocada. No vas a cerrar esa compañía, ¿verdad? Es prácticamente Navidad, tú no dejarías a toda esa gente sin trabajo cuando están a punto de empezar las fiestas. Pero, además, es la estación donde más se necesitan trabajadores.

Tenía razón a medias, pensó él. Era una época del año en la que había mucho trabajo, pero tenía intención de cerrar la empresa porque las rutas que servía no estaban dando beneficios.

Annie lo miraba, esperando una respuesta. Duncan tenía la impresión de que no estaba interpretando, que de verdad creía que no querría dejar a la gente sin trabajo en Navidad. Charles, en cambio, parecía satisfecho… sin duda pensando lo peor, algo que siempre le había funcionado en el pasado.

Y Duncan maldijo en silencio, recordándose a sí mismo que su reputación era más importante que todo lo demás.

– Annie tiene razón, las instalaciones seguirán abiertas hasta primeros de año.

Charles enarcó una ceja, sorprendido.

– ¿Puedo publicarlo entonces?

Él asintió con la cabeza.

– Ah, qué interesante -dijo el periodista antes de alejarse.

– ¿Por qué pensaría eso de ti? -le preguntó Annie cuando se quedaron solos-. Nadie sería tan malvado. Estamos casi en Navidad -añadió, tomando un sorbo de refresco-. Es mi época favorita del año, por cierto. En mi familia creemos que en las navidades, más es menos. Siempre compramos un árbol enorme que luego no podemos llevar a casa… el año pasado tuvimos que cortar las ramas de arriba porque no cabía por la puerta. Es que no parecen tan grandes en el almacén.

– Ya, claro -sonrió Duncan.

– Y luego lo adornamos, hacemos galletas especiales… a mí me encantan los villancicos. Jenny y Julie empiezan a quejarse después de un par de días, pero yo sigo poniéndolos. Y, por supuesto, también vemos películas navideñas… ¿en tu familia seguís las tradiciones?

– No, no tenemos ninguna.

Annie lo miró, sorprendida.

– ¿Por qué no?

– Porque es un día como otro cualquiera.

– Pero es Navidad, no es un día cualquiera. En esa época del año las familias se reúnen, piden deseos, se hacen regalos.

– Eres demasiado ingenua. Deberías ver la realidad.

– Y tú deberías pasar algún tiempo escuchando villancicos. ¿No decoras tu casa?

Duncan pensó en su lujoso dúplex y en la cara que pondría su ama de llaves si apareciese con un árbol de Navidad.

– Normalmente viajo en esa época del año. Me voy a esquiar o a alguna playa.

– ¿Y tu familia?

– Sólo tengo a mi tío y él lo pasa estupendamente sin mí.

Annie parecía desconcertada, como si estuviera hablando en un idioma extranjero.

– ¿Vas a decirme que no os hacéis regalos?

– No, no nos hacemos regalos.

– Pero las tradiciones son importantes. Y estar junto a tus seres queridos…

– ¿Has sido una romántica empedernida toda tu vida?

– Aparentemente, sí. ¿Y tú siempre has sido tan cínico?

– Desde hace décadas.

Annie lo sorprendió riendo.

– Al menos lo admites. Dicen que ése es el primer paso para curar.

– A mí no me pasa nada.

– ¿Quieres que hagamos una encuesta? Vamos a preguntar cuánta gente celebra las navidades de la manera tradicional y cuántos no y veremos quién de los dos tiene razón.

– Yo no necesito la opinión de nadie para saber que tengo razón.

– Tú no tienes que ir al gimnasio, ¿verdad? -sonrió Annie entonces-. Cargar con un ego tan pesado debe ser un ejercicio estupendo.

– Me mantiene en forma.

Ella rió de nuevo y el sonido lo hizo sonreír. Era más guapa de lo que había pensado al principio. Aunque también muy apasionada cuando olvidaba ser tímida y leal hasta el punto de ser tonta, como en el caso de su hermano. Pero en fin, todo el mundo tenía defectos. En el e-mail que le había enviado por la mañana le daba los datos sobre su vida, pero eso no le decía quién era Annie McCoy en realidad. En el sentido práctico, era la persona que necesitaba: una buena chica. Pero también era atractiva en muchos sentidos.

Sin pensar, Duncan se inclinó un poco hacia delante y rozó sus labios. Ella se puso tensa durante un segundo, pero después se relajó. Su boca era suave, dócil…

Percatándose de que había gente alrededor se echó hacia atrás, pero al hacerlo vio un brillo de sorpresa en sus ojos.

– No habíamos quedado en besarnos -dijo Annie con voz ronca-. Creo que hará falta una cláusula especial para eso.

– ¿La cláusula de los besos?

Ella asintió con la cabeza.

– Habrá que poner límites.

Duncan rió.

– Oye, que no soy uno de tus alumnos.

– Pero eso no significa que no pueda mandarte al pasillo.

Capítulo Cuatro

Duncan llegó a tiempo al almuerzo semanal con su tío. Una tradición, pensó, mientras entraba en el restaurante. Annie se sentiría orgullosa de él.

Lawrence ya estaba allí, en la mesa de siempre, con un whisky en la mano.

– No te he pedido uno -le dijo, mientras estrechaba su mano-. No sé qué bebes en horas de trabajo.

Duncan no se molestó en mirar la carta porque tomaba lo mismo cada semana y los camareros lo sabían.

– Buen trabajo -dijo Lawrence, señalando la carpeta que había sobre la mesa-. El artículo es muy positivo. Pero has dicho que no cerrarías las instalaciones de Indiana hasta después de las navidades y ahora no puedes cambiar de opinión.

– No lo haré.

– Esa chica parece interesante. ¿Cómo se llama?

– Annie McCoy.

– ¿De verdad es profesora de primaria?

– Sí -suspiró Duncan-. Es exactamente lo que tú me pediste que buscase: buena chica, guapa, preocupada por su familia, inteligente.

– El periodista parece haberse quedado enamorado -Lawrence volvió a tomar su vaso de whisky-. ¿Cuánto tiempo vas a salir con ella?

– Hasta Navidad.

– ¿Y es sólo una relación… profesional?

Duncan pensó en el beso e hizo todo lo posible para convencerse a sí mismo de que sólo lo había hecho para que lo vieran los demás.

– No estamos saliendo, si eso es lo que quieres saber. La he contratado para hacer un trabajo, nada más.

– Me gustaría conocerla.

– Eres demasiado viejo para ella.

Su tío sonrió.

– Bueno, dejemos que eso lo decida Annie McCoy.

Pidieron el almuerzo y charlaron de trabajo mientras comían, como era su costumbre. De camino a su coche, el móvil de Duncan empezó a sonar, pero cuando miró la pantalla no reconoció el número.

– ¿Sí?

– Hola, soy Annie.

– ¿Algún problema? -le preguntó él. Tenían que acudir a una cena al día siguiente…

– No, pero es que vamos a comprar un árbol de Navidad esta tarde y he pensado que a lo mejor querrías venir con nosotras.

Duncan miró el teléfono durante un segundo antes de volver a ponerlo en su oreja.

– ¿Por qué?

– Porque es divertido y porque necesitas un poco de Navidad en tu vida. Pero si no quieres, no importa.

No quería. Y sin embargo, se encontró preguntando:

– ¿A qué hora?

– A las cuatro, en mi casa. Supongo que no tendrás una camioneta que me puedas prestar. El árbol nunca cabe en mi coche.

– Tengo una flota de camiones, Annie. Me dedico a eso.

– Ah, es verdad. ¿Podrías prestarme uno? No tiene que ser muy grande.

Duncan se cambió el teléfono de oreja.

– Ah, entonces eso es lo que querías, que te prestase una camioneta. Yo no te intereso nada.

– No, bueno, debo reconocer que la camioneta es parte del interés, pero me gustaría que vinieras aunque no me la prestases.

– No sé si creerte.

– Yo no miento nunca.

– Bueno, está bien, nos vemos a las cuatro.

Duncan guardó el móvil en el bolsillo de la chaqueta, sacudiendo la cabeza.

Las mujeres le habían mentido muchas veces. Mentían para conseguir lo que querían. Incluso juraría que a veces mentían por costumbre. Valentina había sido la más mentirosa de todas. Le había dicho que lo quería y después lo había abandonado.