El hombre frunció el ceño.
– No tenía ni idea. Gracias, Annie. A partir de ahora me gustará más leerles el mismo cuento.
– Espero que lo haga, es muy bueno para ellos. Dentro de treinta años, cuando estén leyéndoles cuentos a sus hijos, se acordarán de usted. Siempre será algo que han compartido con su abuelo.
– ¿Ya sabes lo que vas a pedir? -le preguntó Duncan, reclamando su atención.
– Estaba pensando tomar estos ravioli caseros… a las mellizas les encantaría que se los llevase en una bolsita. Les entusiasma la pasta.
Iba a seguir hablando cuando vio que Duncan la miraba de forma extraña. ¿Por qué? Sólo era una broma, no iba a pedir que le diesen una bolsa con las sobras.
– Annie me ha dado unos consejos estupendos -estaba diciéndole Will al hombre que se sentaba al otro lado y que lo miraba con cara de aburrido.
Y, aunque llevaba uno de los vestidos que había elegido Cameron, Annie se sentía fuera de lugar. Todo el mundo era mayor que ella y parecían conocerse unos a otros. Las mujeres reían y charlaban entre ellas…
En realidad, le gustaría estar en cualquier otro sitio. ¿Y si Duncan decidía que no estaba haciendo bien su trabajo? ¿Cambiaría de opinión sobre el trato? ¿Sacaría a Tim de la clínica?
Pero no debía pensar esas cosas, se dijo. ¿Qué le importaba que todos fueran ricos y supieran cómo usar cada cubierto? Ella era inteligente. Tenía una carrera y un trabajo que le encantaba. Además, Duncan Patrick la necesitaba para quedar bien. Si alguien debería estar preocupado por cambiar era él. En realidad, había tenido suerte de que aceptase acompañarlo.
– ¿Por qué sonríes? -le preguntó Duncan entonces-. ¿Estás borracha?
– ¿Yo? Pero si apenas he probado el cóctel.
– No parece gustarte demasiado el alcohol.
– No, pero hasta yo puedo tomar un cóctel sin emborracharme.
– ¿Me estás poniendo en mi sitio?
– ¿Necesitas que lo haga? Te advierto que soy más fuerte de lo que crees.
Duncan rió.
– Seguro que sí.
Aunque no había sido una cena demasiado agradable, Annie consiguió terminar sin tirar su copa, sin decir nada que lamentase después y sin quedarse callada. Había participado en una conversación sobre colegios concertados y había dado su opinión sobre el último estreno de cine, pero cuando todo el mundo se levantó para marcharse el camarero apareció a su lado con una bolsa.
– Para esas hambrientas universitarias que tienes en casa -dijo Duncan cuando los demás invitados habían salido del restaurante-. Tres primeros platos y los postres. Así no intentarán encontrar tus bolitas de chocolate.
Annie se quedó sorprendida y conmovida a la vez. Era un gesto muy considerado por su parte.
– Eres un fraude -le dijo, poniéndose de puntillas para darle un beso en la mejilla-. No eres malo en absoluto.
Duncan le pasó un brazo por la cintura, pero cuando la besó no fue en la cara. No, buscó sus labios con una fuerza que la dejó sin aliento. Y no había la menor duda de lo que quería.
Estaba apretada contra él, no había forma de escapar, pero no sentía ningún miedo. No quería apartarse, al contrario. Sabía por instinto que Duncan esperaría que intentase hacerlo y pensó que rendirse era la mejor manera de ganar.
En cuanto se relajó, él aflojó la presión de su brazo y, aunque siguió besándola, el beso era más burlón que otra cosa.
Pero cuando sintió la presión de su lengua abrió los labios y Duncan la besó con una pasión que la dejó temblando. Echándole los brazos al cuello, se apretó contra su torso, disfrutando de su calor, de su fuerza. Le gustaba que fuese tan fuerte. Si Duncan algún día se comprometía con una mujer, esa mujer estaría protegida para siempre.
Siguieron besándose, explorándose el uno al otro, excitándose. Y ella contestaba a cada caricia, a cada roce. Cuando Duncan deslizó las manos por su espalda para sujetar sus caderas Annie sintió como si un incendio la recorriese de arriba abajo. El deseo era inesperadamente poderoso. Había besado a otros hombres, claro, pero ninguna de esas experiencias la había preparado para aquello.
Lentamente, casi con desgana, Duncan se apartó.
– Annie…
No sabía si iba a recordarle que su acuerdo no incluía el sexo o a decirle que estaba jugando con fuego. En cualquier caso, sacudiendo la cabeza, tomó la bolsa y se dirigió a la puerta del restaurante.
No quería escuchar que no estaba interesado en ella. Esa noche no. En cuanto al peligro de jugar con fuego… sencillamente, era algo a lo que tendría que arriesgarse.
Capítulo Cinco
– Lo siento mucho, pero esta noche no puedo -suspiró Annie, frustrada y preocupada. En realidad, disfrutaba de la compañía de Duncan, pero empezaba a preocuparle el acuerdo-. Espero que lo entiendas, es una emergencia.
– Una contingencia que, al parecer, hemos olvidado en nuestro acuerdo.
Annie no sabía si estaba enfadado o no y no quería preguntar.
– Es que la semana pasada han faltado muchos padres que deberían ayudar con los decorados de la obra de teatro…
– ¿La obra de Navidad?
– Es el festival de invierno, Duncan. Nosotros no promovemos una celebración en particular. En el colegio hay niños de todas las religiones.
– ¿Y llamarlo «festival de invierno» engaña a alguien?
– Es lo más sensato -rió Annie-. Pero hay que construir muchos decorados, pintar… tengo que quedarme para ayudar. Además, estoy enseñando a los niños a cantar un villancico en el lenguaje de signos.
– Ah, muy impresionante. Muy bien, señorita McCoy. Llámame cuando hayas terminado. Si tienes tiempo, te llevaré al cóctel.
– Siento mucho tener que perdérmelo -insistió ella.
– Pero aún no sabemos si te lo vas a perder, ¿no?
– No somos muy habilidosos cuando se trata de construir decorados, Duncan. Me temo que tendremos que estar aquí toda la noche.
– Llámame de todas formas.
Después de colgar, Annie se dirigió al salón de actos, donde los demás profesores y un par de voluntarios estaban dividiéndose el trabajo. Como lo más parecido a construir decorados que había hecho en su vida eran las clases de costura a las que había asistido el verano anterior, le asignaron la tarea de pintar.
Media hora después, todo el mundo estaba pintando, lijando y levantando decorados de madera. Pero quince minutos más tarde, cuatro tipos enormes con botas de trabajo entraron en el salón de actos. Todos con impresionantes cajas de herramientas.
La directora apagó la sierra mecánica y se quitó los guantes.
– ¿Querían algo?
– Hemos venido apara ayudar con el montaje -contestó uno de ellos-. Nos envía Duncan Patrick.
Los profesores se miraron unos a otros, desconcertados y Annie se aclaró la garganta.
– Duncan es un amigo mío. Le dije que andábamos cortos de personal y… -intentaba parecer absolutamente tranquila, pero seguramente no estaba funcionando porque no podía dejar de sonreír.
La directora suspiró, agradecida.
– Estamos desesperados. ¿Han hecho alguna vez decorados para una obra escolar?
Los hombres se miraron.
– Dos de nosotros tenemos una empresa de construcción y los otros dos son pintores, señora. Si nos dicen lo que hay que hacer, nosotros nos encargaremos de todo.
Annie sacó el móvil del bolsillo para llamar a Duncan.
– Gracias -le dijo-. Qué sorpresa.
– Te necesito esta noche. Iré a buscarte a las cinco, pero hoy no terminaremos muy tarde.
Annie quería decir algo más, quería que Duncan admitiese que deseaba ayudarla. Pero algo le decía que no iba a reconocerlo. La cuestión era por qué. ¿Qué había en el pasado de Duncan que lo hacía creer que ser amable y considerado con los demás era algo malo?
Tal vez era hora de descubrirlo.
– No lo entiendo -dijo Annie mientras metía la llave en la cerradura-. Es un banquero, tiene muchísimo dinero. ¿Por qué le importa tanto el tuyo?
– Los bancos ganan dinero con el de los demás -contestó Duncan-. Prestándolo, invirtiéndolo. Cuanto mayor es la cuenta, más dinero ganan.
– Sí, bueno, eso ya lo sé.
Habían pasado las últimas dos horas soportando un aburrido cóctel. En teoría, era una reunión de trabajo para hacer contactos, pero pronto quedó claro que Duncan había sido invitado para presentarle a un conocido banquero. Normalmente a él no le importaban esas cosas porque, en general, se aprovechaba de ellas, pero aquella noche no estaba de humor.
En lugar de estar atento a la conversación, había estado mirando el reloj y la pantalla del móvil.
Annie tiró sobre el sofá el echarpe negro que llevaba y se inclinó para quitarse los zapatos, haciendo una mueca de dolor.
– No lo dicen de broma -murmuró-. Para estar guapa hay que sufrir.
En circunstancias normales Duncan habría respondido al comentario, pero estaba demasiado ocupado mirando el escote del vestido, que dejaba al descubierto el nacimiento de sus pechos. Las curvas parecían lo bastante grandes como para que le cupieran en las manos…
Se preguntaba si serían suaves y cómo sabrían. Imaginaba su lengua haciendo círculos en sus pezones, chupándolos suavemente mientras ella gemía…
La imagen fue lo bastante vivida como para provocar una reacción en su entrepierna y tuvo que moverse, incómodo.
Annie se irguió, dio un paso adelante y volvió a hacer una mueca de dolor.
– Creo que la lesión es permanente. ¿Cómo es posible que las mujeres lleven estos zapatos todos los días? Yo no podría soportarlo -suspirando, señaló una esquina del salón-. ¿A que es precioso?
Duncan miró el árbol de Navidad al lado de la ventana. Prácticamente ocupaba la mitad de la habitación, con cientos de adornos cubriendo cada centímetro. Annie encendió las luces, que centelleaban a toda velocidad. No era algo que le hubiera gustado nunca y, sin embargo, había algo especial en ese árbol.
– Muy bonito.
– ¿Has puesto uno en tu casa?
No, claro que no, pero no quería herir sus sentimientos. En lugar de contestar, Duncan señaló la mesita de café, donde había un libro forrado con plástico.
– ¿Qué es eso? -le preguntó.
Annie tomó el libro, que parecía un manual de instrucciones.
– No lo sé… es de un congelador. Pero nosotras no tenemos ningún… -no terminó la frase, atónita-. No me lo puedo creer.
Annie corrió al cuarto de la plancha, donde guardaba la lavadora y la secadora, y Duncan la siguió. Cuando llegó a su lado, estaba abriendo la puerta de un resplandeciente congelador con los estantes llenos de alimentos.
Había paquetes de carne, pollo y pescado, un montón de pizzas congeladas, bolsas de verduras, contenedores de zumo y helado…
Lo miró todo durante un minuto, con la boca abierta. Luego cerró la puerta y se volvió hacia él con lágrimas en los ojos.
Duncan había conocido a muchas mujeres bellas en su vida. Se había acostado con varias, había salido con algunas, había sido seducido por las mejores, incluso se había casado una vez. Pero ninguna de ellas lo había mirado como Annie McCoy, con una expresión de total felicidad.
– No tenías que hacerlo -le dijo.
– Lo sé, pero quería hacerlo. Se pueden comprar al por mayor, es más barato. Y sé lo que te gusta a ti una ganga.
– Es el mejor regalo que me han hecho nunca. Gracias -Annie apretó su mano-. En serio, es maravilloso.
Duncan apartó la mano porque no quería emocionarse. Él no se emocionaba, sencillamente.
– Sólo es un congelador.
– Para ti, para mí es otra cosa. Es algo de lo que ya no tengo que preocuparme, es una oportunidad de respirar tranquila.
Él había hecho muchos regalos en su vida: joyas, coches, vacaciones. Pero ahora se daba cuenta de que ninguno de esos regalos tenía la menor importancia. Nadie se había emocionado de verdad por algo que él le hubiese regalado. Tal vez porque Annie era una de las pocas mujeres que le había gustado de verdad.
Desear y gustar eran dos cosas completamente diferentes. Había decidido llegar a un acuerdo con Annie para mejorar su reputación de cara a los medios y conseguir que el consejo de administración lo dejase en paz. Pero Annie había empezado a gustarle de verdad. Y no sabía si eso era bueno o malo.
– Es mi buena acción para estas fiestas -le dijo-. Nada más que eso.
– Ya, claro -sonrió ella-. Porque no eres una buena persona.
– No lo soy.
– Eso me han dicho -Annie abrió el congelador para sacar una pizza-. Esta tiene de todo, creo.
– ¿Vas a hacer una pizza ahora?
– En el cóctel sólo han servido sushi y estoy muerta de hambre -rió ella, arrugando la nariz-. El pescado crudo no es mi comida favorita.
– Bueno, entonces vamos a tomar una pizza.
– ¿Quieres que veamos una película navideña mientras se calienta? -le preguntó Annie, después de encender el horno.
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