– ¿Y debe cumplir con su palabra? -le preguntó ella, enarcando las cejas.

– Debo hacerlo -contestó-. Quiero hacerlo.

– Veo que es un caballero -comentó lady Paget-. Qué fastidio.

En ese momento Stephen se percató de que los invitados abandonaban la estancia con rapidez. La orquesta comenzaba a afinar sus instrumentos en el salón del baile. Se puso en pie y le tendió la mano a lady Paget.

– Permítame acompañarla al salón de baile para presentarle a… -Dejó la frase en el aire al ver que Elliott se acercaba a ellos y no le cupo duda del motivo. La familia había cerrado filas, aunque no supo si por el bien de Meg o por el suyo-, al duque de Moreland -concluyó-. Mi cuñado. Elliott, te presento a lady Paget.

– Es un placer, señora -replicó el aludido al tiempo que hacía una reverencia y adoptaba una expresión que contradecía sus palabras.

– Excelencia… -lo saludó la dama con una inclinación de cabeza, tras la cual se puso en pie y aferró el abanico. Su gesto se tornó altivo y distante.

– ¿Me concede el honor de bailar la siguiente pieza conmigo, lady Paget? -la invitó Elliott, ofreciéndole el brazo.

– Se lo concedo -contestó ella al tiempo que aceptaba su brazo, y se alejó sin mirar a Stephen ni una sola vez.

Al mirar a la mesa, él descubrió que se había formado una capa grisácea en el té que ninguno de los dos había probado siquiera. Del plato de lady Paget solo faltaban dos entremeses. En el suyo estaban todos. Unos años antes le habría parecido un derroche imperdonable.

Decidió que sería mejor ir en busca de su siguiente pareja de baile antes de que comenzara la música. No sería de recibo llegar tarde.

¿De verdad iba a acostarse esa noche con lady Paget?

¿Y tal vez a establecer una relación a largo plazo con ella?

¿No debería informarse más sobre la dama antes de llegar a ese punto? Más concretamente sobre la muerte de su esposo y sobre los hechos ocultos tras los horribles rumores que la habían precedido hasta Londres y que la habían convertido en una indeseable.

¿Lo habían seducido después de todo?

Mucho se temía que sí.

¿Sería demasiado tarde para cambiar de opinión?

Mucho se temía que sí.

¿Quería cambiar de opinión?

Mucho se temía que no.

Se alejó en dirección al salón de baile.


El duque de Moreland era el hombre que Cassandra había visto con el conde de Merton cuando llegó al baile. El hombre que se parecía tantísimo al demonio del parque… al señor Huxtable.

Sin embargo, los ojos de Su Excelencia eran azules, no parecía tan demoníaco como el señor Huxtable y su apariencia era mucho más austera. Tenía el aspecto de ser un formidable adversario en caso de que alguien le llevara la contraria.

Pero ella no había hecho nada. Había sido él quien la había invitado a bailar. Claro que se trataba del cuñado de lady Sheringford y estaba haciendo todo lo posible para mitigar el escándalo potencial que había supuesto su aparición en el baile de la hermana de su esposa. Tal vez su intención también hubiera sido la de arrancar al conde de Merton de sus garras.

Volvió a echar mano de su sonrisa desdeñosa.

La música era muy alegre y ofrecía pocas oportunidades para charlar. Las pocas que tuvieron las emplearon en intercambiar comentarios insustanciales sobre la belleza de los arreglos florales, la magnífica interpretación de la orquesta y la maestría de la cocinera del marqués de Claverbrook.

– ¿Me permite llevarla de nuevo junto a su… acompañante, señora? -se ofreció el duque cuando la pieza llegó a su fin, aunque seguramente supiera que carecía de acompañante.

– He venido sola -contestó-, pero puede dejarme aquí mismo, excelencia.

Estaban muy cerca de unas puertas francesas, abiertas en ese momento. Tal vez pudiera escabullirse al exterior para pasear un rato. Desde el lugar que ocupaba alcanzaba a ver que se trataba de un amplio balcón muy poco concurrido. Se sintió invadida por un repentino deseo de escapar.

– En ese caso, permítame presentarle a unas personas -propuso el duque.

Antes de que pudiera echar mano de alguna excusa, una señora muy sonriente entrada en años se acercó acompañada por un caballero de gesto serio. El duque de Moreland los presentó como sir Graham Carling y su esposa, lady Carling.

– Lady Paget -dijo la dama después de intercambiar los saludos de rigor-, confieso estar verde de envidia, muy apropiado el dicho por cierto, por su vestido. ¿Por qué nunca encuentro una tela tan espectacular cuando voy de compras? Aunque reconozco que ese tono en concreto me sentaría fatal. Creo que me haría pasar inadvertida por completo. Pero de todas formas… ¡Ay, por Dios! Graham tiene la mirada vidriosa y Moreland se está preguntando cuándo podrá escapar sin parecer descortés. -Soltó una carcajada y tomó a Cassandra del brazo-. Acompáñeme. Vamos a dar un paseo y a hablar sobre vestidos y bonetes todo lo que nos apetezca.

Y, fiel a su palabra, la acompañó por el perímetro del salón de baile mientras charlaban y las parejas se colocaban en la pista a la espera de que comenzara la siguiente pieza.

– Soy la madre de lord Sheringford -le dijo en un momento dado-, y lo quiero con locura, aunque si alguna vez afirma usted haberme escuchado pronunciar esas palabras, lo negaré tajantemente. Ese sinvergüenza me ha llevado por la calle de la amargura durante años, pero nunca le daré el gusto de que sepa a ciencia cierta lo mucho que he sufrido. Pese a todo, soy de la firme opinión de que acertó de pleno al casarse con Margaret. Es una joya. La adoro y adoro a mis dos nietos y a mi nieta, aunque mi primer nieto naciera fuera del matrimonio, un hecho del que el pobre no tiene la culpa, ¿verdad?

– Lady Carling -le dijo a la mujer en voz baja-, no he venido para ocasionar problemas.

– ¡Por supuesto que no! -exclamó la dama con una sonrisa afable-. Pero de todas formas ha creado usted cierto revuelo, ¿no le parece? Y además ha tenido el valor de ponerse ese vestido con ese color tan llamativo. Supongo que en cuanto al color del pelo no tuvo alternativa, pero el vestido consigue que destaque todavía más. Aplaudo el coraje que ha demostrado.

Cassandra analizó sus palabras en busca de algún atisbo de ironía, pero no encontró ninguno, como tampoco lo encontró en sus ademanes.

– Hace unos años le eché un rapapolvo a Duncan por haberse presentado en un baile sin invitación -siguió lady Carling-, después de que volviera a Londres cargando con las consecuencias del aquel terrible escándalo. La situación se parece mucho a la suya de esta noche. ¿Sabe usted lo primero que hizo Duncan al llegar a aquel baile, lady Paget?

Miró a la dama con las cejas enarcadas, aunque creía saber la respuesta.

– Se dio de bruces con Margaret en la puerta del salón de baile -contestó lady Carling-, y la invitó a bailar y después a casarse con él. Todo en la misma frase, si su testimonio es cierto. Y lo creo porque Margaret cuenta la misma historia, y mi nuera no es dada a la exageración. Sin embargo, jamás se habían visto antes de ese momento. A veces merece la pena mostrarse valiente y desafiar a la alta sociedad, lady Paget. Espero que sea usted tan afortunada como lo fue Duncan. Y le aseguro que no creo ni una palabra de todo ese asunto del hacha. Supongo que de ser cierto no estaría usted en libertad, ni siquiera creo que estuviera viva. A menos que el problema se reduzca a una simple falta de pruebas, claro. Pero tampoco lo creo y no pienso preguntarle. Me gustaría que viniera mañana a mi casa para tomar el té. Su presencia dejará anonadadas y escandalizadas a mis demás invitadas, y nadie hablará de otra cosa durante todo un mes. Seré famosa. Todo el mundo querrá asistir a mis reuniones durante el resto de la temporada social por si acaso sucede algo igual de sonado. Diga que sí. Diga que tendrá el valor de venir.

Quizá todavía quedara bondad en el mundo, pensó Cassandra mientras esbozaba su sonrisa desdeñosa y echaba un vistazo por el salón. Había gente que todavía la trataba con cortesía, aunque su verdadera motivación residiera en el afán por evitar cualquier otro escándalo en el baile. Y había gente capaz de tenderle la mano y ofrecerle su amistad, aunque tal vez lo hicieran en parte por motivos egoístas.

Era mucho más de lo que había esperado.

Si su situación económica no fuera tan desesperada…

– Lo pensaré -contestó.

– Estoy segura de que lo hará -replicó lady Carling, que procedió a darle la dirección de su casa en Curzon Street-. Me ha encantado poder disfrutar de este descanso entre baile y baile. No me gusta reconocer mi edad, pero si bailo más de dos piezas seguidas o paso más de una hora jugando con mis nietos, y me refiero a los que saben andar y no al que sigue todavía en la cuna, siento el peso de los años.

El conde de Merton estaba bailando con una jovencita muy guapa, que lo miraba con expresión arrobada y las mejillas sonrosadas. El conde le sonreía mientras le hablaba, dedicándole toda su atención.

Iba a acostarse con ella esa noche, pensó, y después hablarían de negocios. Las cosas habían salido bien, decidió. Sabía que físicamente se sentía atraído por ella. Y también había logrado granjearse su compasión con mucha sutileza. El conde se compadecía de su soledad. Lo mismo daba que eso fuera verdad en parte. Claro que jamás lo confesaría.

Sin embargo, lograría enredarlo aún más en su red, lo quisiera o no. Porque lo necesitaba.

No a él como persona.

Necesitaba su dinero.

Alice lo necesitaba. Como también lo necesitaban Mary y Belinda. Y el pobre Roger.

Debía tenerlos muy presentes. Solo así sería capaz de soportar el desprecio que sentía por sí misma y que en esos momentos notaba como una pesada losa sobre los hombros.

El conde de Merton era un caballero afable y cortés.

Y también era un hombre. Y los hombres tenían necesidades. Ella se encargaría de satisfacer las necesidades de lord Merton. No le estaría robando el dinero. Se lo ganaría con creces.

No se sentía culpable.

– Yo también he disfrutado mucho del descanso -le dijo a lady Carling.

CAPÍTULO 05

– Lady Paget -dijo la duquesa de Moreland cuando el baile acabó, mientras los invitados se arremolinaban en busca de esposos, hijos, chales y abanicos, y se deseaban buenas noches antes de encaminarse hacia la escalinata que conducía a la planta baja donde esperarían a que les llegara el turno a sus carruajes de acercarse a la puerta principal-, ¿ha venido en su carruaje?

– No -contestó Cassandra-, pero lord Merton ha tenido la gran amabilidad de ofrecerse a acompañarme a casa en el suyo.

– ¡Ah, muy bien! -Exclamó la duquesa con una sonrisa-. Elliott y yo estaríamos encantados de llevarla hasta su casa, pero con Stephen estará a salvo.

«Stephen», repitió en silencio. Se llamaba Stephen. El nombre le sentaba bien.

La duquesa la tomó del brazo.

– Vamos a buscarlo -se ofreció-. Esta aglomeración del final es la peor parte de un baile, pero me encanta comprobar que ha venido tanta gente. A Meg le aterraba la idea de que nadie viniera.

Cassandra vio que el conde de Merton se acercaba a ellas antes de que hubieran dado siquiera un par de pasos.

– Nessie -dijo con una sonrisa que dirigió a ambas-, veo que has encontrado a lady Paget.

– No creo que se hubiera perdido -replicó su hermana-. Pero te estaba esperando para que la llevaras a casa.

Le pareció que tardaban una eternidad en abandonar el salón de baile, bajar la escalinata y atravesar el vestíbulo hasta llegar a la puerta principal. Sin embargo, pronto fue evidente el motivo de la tardanza. La duquesa y lord Merton eran hermanos de la condesa de Sheringford, de modo que sus carruajes serían de los últimos en partir.

Al final solo quedaron los duques; los barones Montford, a los que la duquesa le presentó; el conde de Merton; sir Graham y lady Carling, y los condes de Sheringford, que habían acabado de despedir a sus invitados.

Y ella.

Después de haberse presentado en el baile sin invitación era imposible pasar por alto la ironía de su situación. Y la incomodidad de saberse la única persona presente ajena a la familia. ¡Mucho más dadas las circunstancias!

Tanto lady Carling como el barón Montford se habían ofrecido a llevarla a casa en sus carruajes. En ambos casos les había asegurado que lord Merton había tenido la amabilidad de ofrecérselo en primer lugar.

– Bueno, Meg -dijo lord Montford-, menos mal que no ha venido nadie a tu baile. Piensa en los empujones, en los codazos y en los pisotones que habríamos sufrido si hubieran decidido venir.

La condesa se echó a reír.

– Todo ha salido muy bien -dijo, pero de repente añadió con una repentina ansiedad-: Ha salido bien, ¿verdad?