– Margaret, de momento es el mayor éxito de la temporada -le aseguró lady Carling-. Las demás anfitrionas estarán desesperadas por igualarlo, pero fallarán miserablemente. He escuchado cómo la señora Bessmer le decía a lady Spearing que tenía que averiguar el nombre de tu cocinera para quitártela con la promesa de un salario más alto.
La condesa protestó con un fingido chillido.
– No temas, Margaret -terció el duque-. La señora Bessmer es famosa por su tacañería. Por mucho que asegure estar dispuesta a subirle el salario, la cantidad en la que piensa seguro que no es ni una quinta parte de lo que tú le pagas.
– Si quieres, retaré al señor Bessmer a un duelo al amanecer -se ofreció el conde de Sheringford.
La condesa meneó la cabeza con una sonrisa.
– En realidad, sería una quinta parte de lo que le paga el abuelo -puntualizó-, y en su lugar, yo no me atrevería a irritarlo. -En ese momento la miró con expresión de disculpa-. Lady Paget -dijo-, la estamos entreteniendo más de la cuenta. Perdónenos. Tengo entendido que Stephen va a llevarla a casa. Por favor, permítame llamar a una doncella para que la acompañe.
– No hace falta -rehusó ella-. Confío en que lord Merton se comporte como un verdadero caballero.
– Estoy encantada de que haya venido esta noche -afirmó la condesa con otra sonrisa-. ¿La veremos mañana en el té de mi suegra? Espero que asista. Me he enterado de que la ha invitado.
– Lo intentaré -contestó.
Y tal vez lo hiciera. Había ido esa noche al baile con la intención de encontrar un protector acaudalado, no para forzar su reentrada en la alta sociedad. Había supuesto que sería un imposible, que sufriría el ostracismo social toda la vida. Pero tal vez eso no fuera necesario. Si el conde de Sheringford lo había logrado, tal vez también ella pudiera hacerlo.
Hacía mucho, muchísimo tiempo que no tenía amigos. Salvo Alice, por supuesto. Y Mary.
El carruaje de lord Merton por fin llegó a la entrada principal, de modo que el conde la acompañó hasta la puerta y la ayudó a subir, tras lo cual se sentó a su lado. Una vez que el lacayo plegó los escalones del vehículo y cerró la portezuela, el conde se asomó por la ventanilla para despedirse de su familia agitando la mano.
– Un verdadero caballero -lo escuchó decir en voz baja, aunque no volvió la cabeza. El carruaje ya había dejado atrás la plaza-. He puesto todo mi empeño en llegar a serlo. Lady Paget, permítame actuar como tal esta noche. Permítame dejarla en su casa sana y salva, y continuar el trayecto hacia mi casa.
Cassandra sintió un nudo en el estómago provocado por la alarma. ¿Todos sus esfuerzos durante esa horrible noche habían caído en saco roto? ¿Todo había sido para nada? ¿Tendría que comenzar de nuevo al día siguiente? De repente, la invadió un intenso odio por «ese verdadero caballero».
– ¡Ay! -exclamó en voz baja y con una nota jocosa-. Me siento rechazada. Despreciada. Soy fea, indeseable y carezco de atractivo. Me iré a casa y lloraré amargamente sobre mi fría e insensible almohada. -Mientras hablaba, alargó un brazo y le colocó una mano en el muslo con los dedos extendidos. Sintió el calor de su cuerpo a través de las calzas de seda y la solidez de sus músculos.
Lord Merton se volvió hacia ella y, pese a la oscuridad reinante, lo vio sonreír.
– Sabe muy bien que no hay ni una pizca de verdad en lo que acaba de decir -la recriminó.
– Pero sí es cierto que lloraré amargamente. Y también es cierto que mi almohada es fría e insensible. -Deslizó la mano hacia la parte interna de su muslo y vio cómo la sonrisa de lord Merton desaparecía, aunque sus miradas siguieron entrelazadas.
– Posiblemente sea la mujer más guapa que he visto en mi vida.
– La belleza puede ser un rasgo frío e indeseable, lord Merton -replicó.
– Sin duda alguna es la más atractiva -añadió él.
– Atractiva -repitió con una leve sonrisa-. ¿Podría aclararme en qué sentido?
– Sexualmente hablando -contestó el conde-. Discúlpeme por usar un lenguaje tan franco.
– Lord Merton, cuando esté a punto de acostarse conmigo puede ser tan franco como le apetezca. ¿Está usted a punto de acostarse conmigo?
– Sí -contestó él al tiempo que deslizaba una mano bajo la suya a fin de apartarla de su muslo y llevársela a los labios-. Pero cuando estemos en su dormitorio, con la puerta cerrada. No en mi carruaje.
Su respuesta la alegró, aunque tuvo que cambiar de planes, ya que había pensado besarlo a continuación.
Lord Merton dejó sus manos unidas sobre el asiento, entre ambos, y siguió mirándola en silencio mientras el carruaje traqueteaba sobre las oscuras calles de Londres.
– ¿Vive sola? -le preguntó a la postre.
– Tengo un ama de llaves -contestó-, que también hace las veces de cocinera.
– ¿Y la dama con la que paseaba ayer por el parque?
– ¿Alice Haytor? -precisó ella-. Sí, también vive conmigo. Es mi dama de compañía.
– ¿Es su antigua institutriz?
– Sí.
– ¿No se quedará espantada al verla llegar a casa con un… amante?
– Ya le he dejado claro que no salga de su dormitorio cuando me oiga llegar y no lo hará, lord Merton -respondió.
– ¿Había planeado volver a casa con un amante? -le preguntó, mirándola a los ojos de forma penetrante pese a la oscuridad.
Era un hombre quisquilloso. Que ignoraba las reglas del juego. ¿Acaso pensaba que el amor la había fulminado cual relámpago caído del cielo nada más verlo en el salón de baile de su hermana? ¿Que todo había sido espontáneo e imprevisto? Sobre todo cuando le había asegurado que había sido planeado.
– Lord Merton, tengo veintiocho años -señaló-. Mi marido murió hace más de un año. Las mujeres tenemos necesidades, y deseos, semejantes a los de los hombres. No estoy buscando otro esposo. No lo buscaré en el futuro. Pero ya va siendo hora de disfrutar de un amante. Lo comprendí cuando llegué a Londres. Y cuando lo vi en Hyde Park con su aspecto de ángel, un ángel muy humano y muy viril, no me quedó la menor duda.
– Entonces, ha ido al baile de Meg con la intención de conocerme, ¿verdad? -le preguntó él.
– Y de seducirlo -añadió ella.
– ¿Cómo sabía que iba a asistir? -Apoyó la espalda en el asiento, pero en ese instante el carruaje se detuvo.
Habían llegado a la puerta de su deslucida aunque decente residencia. Lord Merton miró por la ventanilla. Su pregunta quedó sin respuesta.
– Lord Merton -susurró en ese momento-, dígame que no está aquí solo por mi determinación de seducirlo. Dígame que me deseó nada más verme desde el otro extremo del salón del baile.
Lo vio volver la cabeza para mirarla, y apenas fue capaz de descifrar su expresión en la penumbra reinante. La intensidad del momento quedó reflejada en esa mirada compartida.
– La deseé, lady Paget -susurró-. En aquel instante y ahora mismo, en el presente. La deseo. Le he dicho que cuando decido acostarme con una mujer lo hago porque así lo quiero, no porque sea incapaz de resistirme a la seducción.
Sin embargo, no se habría planteado siquiera la idea de acostarse con ella esa noche de no haber sido por su deliberado encontronazo. O más concretamente, su casi encontronazo, que ella propició justo antes del vals. Ni siquiera habría hablado con ella, no la habría invitado a bailar, de no ser por su afán de ayudar a su hermana.
«No, lord Merton, esta noche lo han seducido», lo contradijo para sus adentros.
El cochero de Su Señoría abrió la portezuela y desplegó los escalones. El conde de Merton se apeó, le ofreció la mano y le ordenó al cochero que se marchara.
Stephen sintió una repentina incomodidad mezclada con la agradable expectativa de la promesa del placer sexual. No entendía los motivos de dicha incomodidad, aunque tal vez se debiera al hecho de estar en casa de la dama, bajo cuyo techo dormían su ama de llaves y su dama de compañía. No le parecía un arreglo decente.
A veces aborrecía su conciencia. Aunque había llevado una vida activa desde que era niño, no había hecho ninguna locura de juventud; y eso a pesar de que todos, incluido él mismo, habían esperado un poco de desenfreno por su parte.
Para su alivio, no se toparon con nadie en el interior de la casa. Habían dejado una vela encendida en el vestíbulo de la planta baja y otra en el distribuidor de la planta alta. Gracias a la tenue luz, se percató de que era un lugar elegante, aunque algo ajado. Supuso que lady Paget lo había alquilado junto con los muebles.
La dama lo guió hasta el interior de un dormitorio de planta cuadrada situado en el primer piso, y una vez allí encendió la vela que descansaba sobre un recargado tocador. La observó colocar los espejos del mismo de forma que la luz se multiplicó como si procediera de unas cuantas velas.
Cerró la puerta y echó un vistazo por la estancia. Reparó en una cómoda bastante grande emplazada junto a la puerta que posiblemente condujera al vestidor. La cama estaba flanqueada por un par de mesillas de noche, cada una con tres cajones. Era una cama amplia, con postes tallados en espiral y coronada por un dosel desgastado de color azul, a juego con el cobertor.
No era un dormitorio ni elegante ni bonito.
Pero olía a ella, al suave perfume floral que llevaba. Y la parpadeante luz de la vela lo suavizaba todo. Era un dormitorio muy seductor.
La deseaba.
Sí, la deseaba con todas sus fuerzas. Y no encontraba ningún argumento racional en contra de lo que estaba a punto de suceder. Era un hombre soltero y sin compromiso. Ella era viuda y estaba más que dispuesta. De hecho, había sido la instigadora de todo lo que estaba sucediendo. No tenían a nadie que pudiera salir herido si se acostaban esa noche… o si prolongaban su relación durante el resto de la temporada. Podían limitarse a darse placer el uno al otro y a satisfacer sus respectivos deseos.
Porque no había nada de malo en el placer. Al contrario, era algo fantástico.
Además, ninguno de los dos albergaba ilusiones con respecto al otro. Nadie acabaría herido. Lady Paget había sido muy clara al asegurar que no buscaba marido y que no tenía intención de buscarlo nunca. Y la creía. El tampoco estaba buscando esposa. De momento no lo hacía, y posiblemente no lo haría hasta al cabo de cinco o seis años. Pero se sentía incómodo.
¿Tal vez por los rumores que circulaban sobre ella? ¿Habría matado de verdad a su esposo? ¿Estaba a punto de acostarse con una asesina? ¿Tenía miedo de ella? ¿Debería tenerlo? La verdad era que no estaba asustado. Solo incómodo.
No la conocía. Aunque ese tampoco era un motivo para sentirse así. Tampoco había conocido a muchas de las mujeres con las que se había acostado a lo largo de los años. Las había tratado con gentileza, consideración y generosidad, pero en realidad no las conocía ni había querido conocerlas.
¿Quería conocer a lady Paget?
La susodicha se encontraba junto al tocador, observándolo a la luz de la vela con esa extraña sonrisa en los labios que resultaba incitante y desdeñosa a la vez. Comprendió que llevaba demasiado rato parado junto a la puerta, y que posiblemente parecería un colegial asustado a punto de salir huyendo.
Se acercó a ella y no se detuvo hasta colocar las manos en torno a su estrechísima cintura. Inclinó la cabeza y colocó los labios sobre el lugar donde latía el pulso en su cuello.
Su piel era cálida, suave y fragante. Se pegó a él, de modo que esos pechos tan generosos quedaron aplastados contra su torso, y notó el roce de su abdomen y de sus muslos contra los suyos. El corazón le latía tan deprisa que le atronaba los oídos, y la sangre circulaba por sus venas en dirección a la entrepierna, tensando aún más su palpitante erección.
Levantó la cabeza para besarla con los labios entreabiertos y buscó con la lengua el húmedo interior de su boca. Ella la succionó con fuerza y la retuvo contra el cielo de la boca, presionándola con la suya. Se percató de que sus manos le acariciaban la espalda por debajo de la chaqueta y el chaleco, desde donde se deslizaron hasta sus nalgas y donde se detuvieron al tiempo que comenzaba a frotarse de forma provocativa contra su endurecido miembro.
Entretanto, él comenzó con el laborioso proceso de desabrochar los numerosos botoncitos que le cerraban el vestido en la espalda. Una vez completada la tarea, puso fin al beso y se apartó para pasarle las mangas por los brazos y bajarle el vestido junto con la camisola. Poco a poco quedaron al descubierto esos magníficos pechos, la estrecha cintura, las incitantes curvas de sus caderas y por último las piernas, que eran largas y torneadas.
La ropa quedó arrugada en torno a sus pies conformando una pequeña montaña verde esmeralda y blanca. Ella siguió inmóvil, ataviada tan solo con los guantes blancos, las medias de seda y los escarpines plateados.
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