– ¿De negocios? -El conde se sentó, bajó los pies al suelo, se pasó las manos por la ropa en un vano intento por alisarla e hizo ademán de arreglarse la corbata. Seguía pareciendo un hombre que había dormido vestido.

– No lo seduje por el placer de una noche en su compañía, milord -confesó-. Más aún teniendo en cuenta que se ha pasado casi toda la noche durmiendo.

– Te pido dis… -comenzó.

Alzó una mano para volver a interrumpirlo.

– El hecho de que haya dormido profundamente me parece un tributo al placer que le proporcioné anoche -dijo-. Yo también he dormido casi toda la noche. Es usted un… amante muy satisfactorio. -Se permitió una ligera sonrisa.

Lord Merton no dijo nada.

– Deseo estar otra vez con usted esta noche y mañana por la noche y todas las noches del futuro más cercano -continuó-. Y me encargaré de que me desee en la misma medida y durante el mismo tiempo, milord. ¿O ya no hace falta que recurra a mis artes de seducción? ¿Ya me desea?

La respuesta del conde la alarmó y le produjo un escalofrío.

– No me gusta la palabra «seducción» -lo oyó decir-. Implica cierta debilidad en la persona seducida y una fría maquinación por parte de la seductora. Implica una disparidad de deseos y necesidades. Sugiere a un títere y a un titiritero. Nunca he admirado a los seductores porque explotan a las mujeres y las convierten en juguetes de alcoba. Nunca he conocido a una seductora, si bien conozco la leyenda de las sirenas.

– ¿No es cierto que conoció a una anoche, lord Merton? -le preguntó.

– Conocí a una dama -precisó él con una sonrisa- que se definía como tal. A ti, de hecho. Me gustaría pensar que al sentirte sola… perdóname, que al estar sola, buscaste a alguien que te resultara atractivo para consolarte, y me encontraste a mí. No me sedujiste, Cassandra. Fuiste descarada y sincera sobre la atracción que sentías por mí, cosa que nunca me había sucedido con otras damas, ya que suelen emplear un vasto arsenal de triquiñuelas mucho más sutiles para llamar mi atención. Me gustó tu franqueza. Yo también me sentí atraído por ti. Te habría invitado a bailar aunque no hubieras forzado el encontronazo justo antes de que comenzara el vals. Supongo que no te habría invitado a compartir cama tan pronto si no hubieras dejado tan claro que tú también lo deseabas, pero a la postre nuestra mutua atracción nos habría conducido hasta este mismo punto.

Había malinterpretado la situación por completo. Aunque daba lo mismo.

«Nuestra mutua atracción.»

– Sí, quiero volver a acostarme contigo y quiero que sigamos haciéndolo. Pero antes tengo que preguntarte algo.

Ella enarcó las cejas y lo miró con expresión altanera.

– ¿De verdad? -replicó. De alguna manera había perdido el control de la conversación. Se suponía que ella iba a hablar y que él iba a escuchar.

– Cuéntame cómo murió lord Paget -le pidió. Se había inclinado hacia delante y había apoyado los brazos en las rodillas. Esos ojos azules la miraban con expresión penetrante.

– Murió -contestó con una sonrisa desdeñosa-. ¿Qué más quiere que diga? ¿Quiere que le confiese que le abrí la cabeza con un hacha, lord Merton? Porque no lo hice. Lo mató una bala… que le atravesó el corazón.

Siguió mirándola sin flaquear.

– ¿Lo mataste? -le preguntó.

Cassandra apretó los labios y le devolvió la mirada.

– Sí -contestó.

No se había dado cuenta de que lord Merton había contenido el aliento hasta que lo escuchó expulsar el aire con fuerza.

– Me habría costado mucho blandir un hacha -continuó-, pero no tengo problemas para usar una pistola. Y la usé. Le atravesé el corazón de un disparo. Y no me arrepiento. No he llorado su muerte ni un solo minuto.

Lord Merton agachó la cabeza de modo que se quedó mirando el suelo y ella le miraba la coronilla. Tuvo la impresión de que había cerrado los ojos. Lo vio apretar los puños.

– ¿Por qué? -preguntó Stephen al cabo de unos minutos de silencio.

– Porque sí -contestó, y sonrió aunque él no la miraba-. Tal vez porque me apetecía.

Tendría que haberse negado a contestar la primera pregunta. ¿Acaso quería espantarlo y arruinar sus cuidadosos planes? Porque no podía haber elegido mejor manera de hacerlo.

Se produjo otro largo silencio. Cuando lord Merton volvió a hablar, lo hizo con un hilo de voz.

– ¿Te maltrataba? -le preguntó.

– Sí -respondió Cassandra-. Me maltrataba.

Lord Merton por fin alzó la cabeza y volvió a mirarla fijamente con expresión preocupada y el ceño fruncido.

– Lo siento -dijo.

– ¿Por qué? -le preguntó con un gesto desdeñoso-. ¿Hay algo que usted hubiera podido hacer y no hizo, milord?

– Siento que tantos hombres se comporten como brutos por el mero hecho de ser físicamente más fuertes que las mujeres. ¿Tan mala era la situación que no te quedó otro remedio que matarlo?

Sin embargo, él mismo se respondió antes de que ella pudiera hacerlo.

– Tuvo que serlo. ¿Por qué no te arrestaron?

– Le disparé en la biblioteca, casi de noche -contestó-. No hubo testigos, y cuando llegaron varias personas atraídas por el ruido, fue imposible saber quién lo había hecho. No hubo, ni hay, prueba alguna de que lo hiciera yo. Cualquiera pudo haberlo hecho. Cualquiera. La casa estaba llena de criados y de otras personas. La ventana de la biblioteca estaba abierta y cualquiera pudo entrar. Nadie puede demostrar nada salvo que murió de un disparo.

– Y salvo que me lo acabas de confesar.

– Pero solo se lo he confesado a usted -replicó-. De ahora en adelante siempre lo acompañará el temor de que lo mate alguna noche para asegurarme su silencio.

– No soy un soplón -afirmó él- ni tengo miedo. Y tú tampoco debes tenerlo.

– No tengo miedo de usted -declaró-. Un caballero no revela los secretos de una dama, y creo que usted es un caballero. Y no temo que me maltrate. Si lo hiciera, no lo mataría. ¿Para qué hacerlo cuando me basta con alejarme de usted, cosa que no pude hacer en el caso de mi esposo? Una viuda tiene poder, lord Merton. Es libre.

Salvo que ella no lo era. La falta de dinero la ponía en un aprieto. Y de alguna manera esa conversación no se estaba desarrollando como ella había planeado. En su cabeza ella controlaba las respuestas del conde y sus propias preguntas. Desconocía la forma de recuperar el control.

– Será un placer ser tu amante -dijo él-. Te trataré con cariño. Te lo prometo. Y cuando la relación termine, solo tienes que decírmelo y me iré.

– El problema, lord Merton, es que no me puedo permitir una relación puramente basada en la atracción. -No se parecía en absoluto a lo que había pensado decir. Pero ya era demasiado tarde. Había pronunciado las palabras.

Lord Merton la taladró con la mirada.

– ¿No te lo puedes «permitir»? -recalcó.

– Es normal que un hombre que hereda el título de su padre, sus propiedades y su fortuna considere a su madrastra un estorbo. Sin embargo, la mayoría de los hombres cumple con su deber. El actual lord Paget no lo ha hecho.

– ¿Tu esposo no te dejó nada en su testamento? -Le preguntó lord Merton con el ceño fruncido-. ¿Ni tampoco se acordó nada en el contrato matrimonial?

– Por supuesto que sí-contestó-. ¿De verdad cree que lo habría matado de saber que me quedaría desamparada, lord Merton? Debería hacer uso de la residencia de la viuda en Carmel House durante lo que me queda de vida, y también de la residencia londinense. Iba a recibir una compensación económica, todas mis joyas y una cómoda pensión vitalicia.

El conde seguía frunciendo el ceño.

– ¿Paget puede negarte legalmente todo eso? -quiso saber.

– No puede -respondió-. Pero yo tampoco puedo matar legalmente a un hombre. Su padre, para más señas. Como ve, estábamos en tablas, lord Merton, pero él resolvió el empate. No me denunciaría si yo accedía a marcharme con las manos vacías.

– ¿Y lo hiciste? -le preguntó-. ¿Te marchaste sin más? ¿Aunque no había pruebas en tu contra?

– Se pueden fabricar pruebas, milord, para inculpar a alguien a quien no se le tiene mucho aprecio -dijo.

El conde la miró un buen rato antes de cerrar los ojos y agachar la cabeza una vez más.

Una dama de dudosa reputación lo había seducido y, acto seguido, había recibido una propuesta de negocios por parte de una cortesana… una cortesana cara, una cortesana irresistible. Y lord Merton obedecería como un cachorrito bien entrenado porque había despertado su apetito, pero no lo había saciado del todo. Jadearía de deseo por ella.

Ese era el plan. Lo tenía muy claro y en su momento le pareció muy razonable. No esperaba que fuera difícil de ejecutar.

No obstante, el plan se había ido al traste.

Comenzó a balancear el pie muy despacio una vez más. Contempló esos alborotados rizos rubios con todo el desdén del que fue capaz. En cualquier momento lo vería ponerse en pie para marcharse. Sintió el deseo de apresurar las cosas ordenándole que lo hiciera.

No temía que lord Merton le contase a otra persona lo que le había dicho. Al fin y al cabo, estaba segura de que era un caballero. Además, no estaría dispuesto a admitir que se había dejado seducir por una infame asesina.

Lo vio ladear la cabeza y cuando sus ojos volvieron a encontrarse a la luz del día, tuvo la sensación de que estaba más pálido que antes, de que sus ojos eran más azules. Y más intensos.

– ¿No tienes nada? -le preguntó.

Enarcó las cejas antes de contestar.

– Tengo lo suficiente -mintió-. Pero si va a ser mi amante, lord Merton, también será mi protector. Me pagará por los servicios prestados. Me pagará como le pagaría a la cortesana más cotizada del momento. Es decir, me pagará muy bien. Y yo le prestaré unos servicios diez veces mejores que los de cualquier cortesana. Lo de anoche no será nada en comparación.

Parecía un alarde absurdo. Y temió que lord Merton acabara riéndose en su cara.

– No te sentías atraída por mí en lo más mínimo, ¿verdad? Te presentaste en el baile de Meg sin invitación con la idea de encontrar un protector.

Le sonrió… y en ese momento su zapato acabó en el suelo con un golpe suave.

– Lord Merton, una dama hace lo que tiene que hacer -adujo con voz ronca.

«Vete -le ordenó en silencio-. Por favor, vete. Vete para que no vuelva a verte jamás.»

Se produjo un largo silencio durante el cual siguieron mirándose a los ojos. Decidió no apartar la mirada. También decidió no hablar hasta que él lo hiciera. Y tenía muy claro que no se pondría en pie de un brinco para huir hacia el vestidor y refugiarse tras la puerta cerrada hasta que él se marchara.

– Le pagaré semanalmente, lady Paget -dijo el conde a la postre-, por adelantado. Empezando hoy mismo. Le enviaré el dinero en cuanto llegue a casa… o a una hora temprana que sea respetable, al menos.

La suma semanal que pronunció a continuación hizo que le diera un vuelco el corazón, además de dejarla boquiabierta. ¿De verdad ganaban tanto las cortesanas?

– Me parece bien -replicó con frialdad. Se había percatado de que él había abandonado el uso de su nombre de pila y el tuteo-. No se arrepentirá, lord Merton. Le serviré muy bien.

Algo relampagueó en las profundidades de esos ojos azules.

– No quiero que me sirvan, señora -sentenció al tiempo que se ponía en pie-, como si fuera un animal que responde solo a la lujuria. Dudo mucho que existan animales así, salvo los humanos, por supuesto. Seré su protector. Técnicamente será mi amante. Pero me acostaré con usted cuando el deseo sea mutuo. Cuando usted desee hacerlo, y no lo haré cuando usted no quiera. Seremos amantes o no seremos nada. Su salario semanal no dependerá del número de veces que me ofrezca su cuerpo sobre esa cama o sobre cualquier otra superficie. ¿Queda claro?

Lo miró con cierta sorpresa. Sintió algo rayano en el miedo. Pero no era un miedo físico. Estaba casi segura de que lord Merton nunca le haría daño. Pero era un hombre… Ni siquiera sabía cómo tildarlo, pero había algo en él que de repente la asustó.

¿El temor a no poder manipularlo como había esperado hacer? Era joven, agradable y caballeroso… y estaba rodeado por un aura de inocencia. Había imaginado que también tendría un carácter débil o, al menos, manejable, que pudiera controlarse fácilmente a través del sexo.

Quizá lo había subestimado.

Era una posibilidad espantosa.

Sin embargo, había accedido a ser su protector durante un tiempo indeterminado. E iba a pagarle una cuantiosa suma. La cantidad que ella había pensado apenas sobrepasaba la mitad de lo que él le había ofrecido.

– Más claro que el agua -contestó y se puso en pie tras quitarse el otro zapato. Se acercó a él, levantó los brazos y se dispuso a enderezarle la corbata en un intento por recomponer sus complicados pliegues-. Tenemos un trato, lord Merton.