– Lo tenemos -replicó él, cogiéndola de las muñecas.

Alzó la cara para mirarlo con una sonrisa.

El conde no se la devolvió. Esos ojos azules la miraron de forma penetrante.

– Conmigo no la necesita -lo escuchó decir en voz baja.

– ¿El qué? -Enarcó las cejas.

– Esa máscara de gélido desdén hacia el mundo y sus habitantes humanos -contestó Stephen-. No necesita llevarla. No voy a hacerle daño.

En ese momento el pánico la atenazó hasta tal punto que habría echado a correr de verdad si él no la estuviera sujetando por las muñecas, aunque no lo hiciera con fuerza. No obstante, sonrió.

– Qué chasco sonreírle a tu amante y protector y que te diga que es una expresión de gélido desdén. Tal vez debería mirarlo con el ceño fruncido.

El conde bajó la cabeza y le dio un beso fugaz, aunque violento, en los labios.

– ¿Irá al té de lady Carling esta tarde? -le preguntó.

– Creo que sí -contestó-. Al fin y al cabo, la dama me invitó y creo que será divertido ver la reacción de las demás invitadas.

– Mis tres hermanas asistirán -comentó lord Merton-. La tratarán con suma cortesía, al igual que lady Carling. La recogeré en mi tílburi para dar un paseo por el parque después del té.

– Ni hablar -rehusó, apartándose de él-. No tiene nada que ganar y muchísimo que perder al relacionarse conmigo en público.

– Vendré a verla por las noches con discreción, a fin de proteger su reputación al máximo -señaló-. Pero no es una cortesana, lady Paget. Es una dama que necesita restaurar su reputación entre la alta sociedad. Ignoro qué sucedió con su esposo, aunque me haya contado los detalles por encima. Creo que hay más, mucho más, y ya hablaremos del tema conforme pase el tiempo. Sin embargo, debe restaurar su reputación. Lo conseguirá en parte gracias a mi compañía. Y si cree que mi reputación se verá seriamente dañada, no entiende la doble moral por la que se rige la alta sociedad (en realidad, la sociedad al completo), el doble rasero con el que se mide a hombres y mujeres. Sherry, por ejemplo, el conde de Sheringford, está a punto de ser perdonado, mientras que a la dama con quien huyó le habría costado muchísimo más si siguiera viva y hubiera decidido regresar. Mi reputación permanecerá prácticamente inmaculada si me ven con usted por Londres. La suya se beneficiará de mi compañía.

– No tiene que ser amable conmigo, lord Merton -replicó.

– Si la palabra «protector» se limita a indicar que tengo acceso exclusivo e ilimitado a su cuerpo, no quiero el puesto -sentenció él-. Si soy su protector, ejerceré el papel en toda la extensión del término además de acostarme con usted.

El comentario le arrancó un hondo suspiro.

– Creo que anoche encontré un monstruo en vez del ángel que me esperaba… un ángel rico. Por más amables que sean conmigo esta tarde, sus hermanas se quedarán espantadas cuando se presente en casa de lady Carling para llevarme a dar un paseo por el parque.

– Mis hermanas tienen su propia vida y yo tengo la mía. No nos controlamos los unos a los otros. Solo nos queremos.

– Precisamente el amor que sienten por usted será el motivo de su espanto.

– En ese caso, que se espanten todo lo que quieran -replicó él-. Pasaré a buscarla a las cuatro y media.

– Será mejor que se vaya antes de que Alice aparezca y lo mire con el ceño fruncido. Acabará acostumbrándose, pero al principio fruncirá el ceño. Y, créame, no es agradable enfrentarse a ese gesto crítico cuando se está en desventaja. El frac y las calzas están arrugados, y su corbata no tiene remedio. Tiene el pelo alborotado y está empezando a rizársele.

Lo vio sonreír, por primera vez en bastantes minutos.

– La cruz de mi existencia -comentó.

– Pues no intente domarlo -le aconsejó-. Cualquier mujer de sangre caliente se muere por alborotarle el pelo con los dedos.

Lord Merton le hizo una reverencia y se llevó su mano derecha a los labios.

– La veré esta tarde -le dijo. La miró a los ojos-. Y le enviaré el dinero esta mañana.

Cassandra asintió con la cabeza.

Y el conde se fue, cerrando la puerta tras él sin hacer ruido.

Se acercó a la ventana y clavó la vista en la calle hasta que lo vio salir por la puerta principal. No la oyó abrirse ni cerrarse. Lo vio caminar con paso vivo y alegre por la calle, hasta que dobló una esquina, y siguió con la vista clavada en el lugar por donde había desaparecido.

Al cabo de un momento se dio cuenta de que estaba llorando. Regresó al vestidor y se inclinó sobre la palangana.

Ella no lloraba. Nunca jamás.

Alice no debía ver ni una sola lágrima en su cara.

CAPÍTULO 07

Stephen siempre había contado con la bendición de un carácter ecuánime y una visión alegre de la vida. Ni siquiera de niño fue propenso a perder los estribos con sus compañeros de juegos, a enfrentarse de forma violenta con ellos o a dejarse llevar por el rencor. Cierto que hacía ya unos años le asestó a Clarence Forester un buen puñetazo que le rompió la nariz y le dejó los ojos morados, aunque el muy cobarde no fue capaz de enfrentarse a él como un hombre. Y también era cierto que se quedó con las ganas de hacerle algo peor a Randolph Turner un año después de dicho episodio, aunque las circunstancias lo obligaron a contenerse.

Sin embargo, la violencia (o más bien los impulsos violentos) estaba justificada en ambos casos por buenas razones. En dichas ocasiones sus hermanas se vieron amenazadas, y sería capaz de matar con tal de proteger a cualquiera de las tres.

Porque había ocasiones en las que la furia e incluso la violencia estaban justificadas.

En ese momento se sentía furioso. Muy furioso. Pero consigo mismo.

La primera víctima de dicha furia fue su ayuda de cámara, un hombre que realizaba sus tareas de forma intachable, pero a quien le gustaba imponerle su criterio y mangonearlo cada vez que podía, un rasgo habitual entre sus compañeros de oficio. Cuando lo mandó llamar a las seis de la mañana, el ayuda de cámara lo miró de arriba abajo y comenzó a echarle un rapapolvo y a amenazarlo como si estuviera lidiando con un niño travieso.

Se lo permitió durante un par de minutos, tras los que se enfrentó a él con mirada fría y voz gélida.

– Philbin, disculpa si he malinterpretado la situación -dijo-. Pero ¿no eres tú quien está contratado a mi servicio? ¿Tu labor no consiste en encargarte del cuidado de mi ropa entre otras cosas, como lavarla, plancharla y tenerla preparada para cuando la necesite? Espero que estas prendas estén lavadas, planchadas y listas cuando las solicite de nuevo. Entretanto, ordena que calienten el agua para mi baño y prepárame la ropa de montar. Después me afeitarás y me ayudarás a vestirme. Si en tus más desquiciadas fantasías has llegado a imaginar que entre tus tareas se encuentra la de hablar conmigo y ofrecerme tu opinión sobre mi comportamiento o sobre el estado de mi ropa cuando vuelvo a casa, ya puedes ir abriendo los ojos. Pero en el caso de que ese sea tu sueño, ya puedes ir buscando empleo con algún tonto que te lo permita. ¿Queda claro?

Él mismo se sorprendió mientras se escuchaba hablar. Philbin llevaba a su servicio desde que cumplió los diecisiete años, y siempre habían disfrutado de una estupenda relación como señor y sirviente. Su ayuda de cámara refunfuñaba y lo regañaba cuando tenía motivos para hacerlo, y su costumbre era la de aplacarlo sin darle importancia o directamente la de no hacerle caso, dependiendo de lo que estimara conveniente en cada caso. Sin embargo, en ese momento no pensaba disculparse. Estaba demasiado enfadado y Philbin era la diana perfecta con la que ventilar su enfado. Ya haría las paces más adelante.

Philbin lo miró con la boca abierta, hasta que la cerró con tanta fuerza que chasqueó los dientes y dio media vuelta para proceder a colgar su arrugadísima chaqueta. Stephen tuvo la horrible sospecha de que su ayuda de cámara estaba luchando contra las lágrimas y se sintió muy culpable e incluso más enfadado que antes.

No obstante, era imposible que Philbin aguantara mucho tiempo con la boca cerrada.

– Sí, milord -replicó con una nota de serena indignación en la voz-. Que quede claro que no quiero trabajar para ningún otro, como bien sabe. No me merecía ese comentario, milord. ¿Quiere la chaqueta de montar negra o la marrón? ¿Los pantalones beis o los grises? ¿Las botas nuevas o…?

– Philbin -lo interrumpió con impaciencia-, prepárame la ropa de montar, ¿de acuerdo?

– Sí, milord -contestó el sirviente, apaciguada en parte su sed de venganza. Porque generalmente no se rebajaba a hacer unas preguntas tan quisquillosas.

Una vez solucionado ese asunto, Stephen procedió a llevarse su enfado a Hyde Park, donde galopó como alma que lleva el diablo por Rotten Row antes de la llegada de otros jinetes, momento en el que la velocidad habría sido peligrosa.

No tardó en verse rodeado por un grupo de amigos, cuya conversación, sumada al fresco aire matinal, lo tranquilizó un poco, hasta que Morley Etheridge tuvo la ocurrencia de mencionar el baile de la noche anterior y Clive Arnsworthy se congratuló de haber bailado una pieza con la deliciosa lady Christobel Foley.

– Aunque todo el mundo sabe que te tiene echado el ojo a ti, Merton -prosiguió su amigo-. Antes de que acabe el verano, te encontrarás de camino al altar a menos que vayas con mucho cuidado. Claro que se me ocurren otras mujeres peores con las que compartir los grilletes del matrimonio, la verdad. Más de doce. Yo diría que más de cien.

– ¿Por qué detenerse en cien? -Replicó Etheridge con sequedad-. ¿Por qué no llegar hasta mil, Arnsworthy?

– Sin embargo, lo peor en el caso de Merton no es que se arriesgue a acabar frente al altar -apostilló Colin Cathcart, ajeno por completo al mal humor de Stephen-. Lo peor es el hacha que pende sobre su cabeza. Aunque sería una forma magnífica de dejar este mundo, siempre y cuando suceda mientras se encuentre entre los muslos de la dama en cuestión. Unos muslos muy torneados, a juzgar por lo que dejaba adivinar ese vestido verde, que tampoco es que dejara mucho a la imaginación, ¡por Dios! ¿Te fijaste bien, Arnsworthy? ¿Y tú, Etheridge?

El comentario fue recibido por un coro de risotadas.

– Creo que me fijé en los muslos -respondió Arnsworthy-, pero reconozco que mis ojos la recorrieron desde la cabeza hacia abajo y casi no fueron capaces de pasar de esa melena pelirroja. Aunque logré hacer el valiente esfuerzo de llegar al busto. Me fue imposible ir más lejos. En la vida he agradecido tanto el uso del monóculo.

De nuevo estallaron en carcajadas.

– Si esa mujer esperaba que… -comenzó a decir Etheridge.

– Esa dama -lo interrumpió Stephen, enfatizando la palabra con el mismo tono de voz frío y cortante que había empleado durante la discusión con su ayuda de cámara-. Una invitada al baile de mi hermana que como tal merecía el respeto, la consideración y la caballerosidad demostrada al resto de las invitadas. No era, y no es, una ramera a la que comerse con los ojos y a la que despojar de su dignidad. No vuelvas a referirte a ella de forma irrespetuosa en mi presencia. A menos que quieras que te responda en algún páramo al amanecer.

Sus tres amigos se volvieron al unísono sobre sus monturas para mirarlo boquiabiertos, tal como había hecho Philbin un rato antes.

Stephen cerró la boca y apretó los dientes después de clavar la mirada al frente. Se sentía un poco tonto. Y muy furioso. Había estado en un tris de cruzarles la cara con un guante y retarlos a duelo. Y de enfrentarse a los tres a la vez. En un tris…

– Estás preocupado por la reputación de lady Sheringford, ¿verdad, Merton? -Le preguntó Etheridge después de un incómodo silencio-. No es necesario. Nadie en su sano juicio creería que esa mujer… que esa dama recibió una invitación. Además, tu hermana y Sherry manejaron la situación con un aplomo admirable. Tu hermana estuvo charlando con ella y Sherry la sacó a bailar, y después enviaron a Moreland a que hiciera lo propio y luego te tocó a ti… ¿o fue al revés? La madre de Sherry dio un paseo con ella después de la cena. El veredicto de hoy será que el baile ha sido un éxito rotundo. Mucho más por la emoción que supuso la aparición de lady Paget. No tienes que preocuparte de nada, amigo mío. La mayoría de los hombres a los que conozco siempre ha considerado a Sherry un tipo genial por haber tenido el valor de hacer lo que hizo hace años. Hizo lo que otros sueñan con hacer. E incluso las damas han comenzado a perdonarlo. Y todo gracias a tu hermana, que es un ejemplo de respetabilidad.

Los otros dos murmuraron su asentimiento por lo bajo, tras lo cual los cuatro se detuvieron a saludar a otro grupo de jinetes, dando por zanjado el vergonzoso momento.