– Sufrirán una apoplejía si creen que te está cortejando -le advirtió Alice-, o si se enteran de que te ha tomado como amante.

– Sí -convino mientras acariciaba la aterciopelada oreja de Roger-. Es guapísimo, Alice. Parece un ángel.

– ¡Menudo ángel! -Exclamó su amiga al tiempo que clavaba la aguja con muy malos modos en el alfiletero que descansaba en la mesa-. Te acompaña a casa, te paga esta mañana y te ofrece más por lo mismo. ¡Menudo angelito!

Cassandra pasó los dedos de la otra mano por lo poco que quedaba de la otra oreja de Roger y las levantó a la vez. El pobre parecía tener una apariencia torcida y gesto soñoliento. Le sonrió y le soltó las orejas.

– Acompáñame esta tarde -dijo.

Sin embargo, Alice ya había tomado una decisión, por lo que se negó en redondo.

– No pienso ir contigo -rehusó mientras se ponía en pie con brusquedad-. Hace un año que no me pagas, como muy bien has señalado, y me parece estupendo que sea así. Pero significa que soy libre. Que no soy tu sirvienta. Y soy muy capaz de ganar un sueldo con el que podamos mantenernos las dos, y también a Mary y a Belinda, y a ese perro, sin necesidad de que tengas que… En fin. Sé que me crees demasiado vieja para que alguien me contrate, pero solo tengo cuarenta y dos años. Todavía no he llegado a la vejez. Sigo estando ágil para fregar suelos si hace falta, para coser doce horas al día en el taller de alguna modista o para lo que sea. Esta tarde estaré muy ocupada con mis propios asuntos. He pensado pasarme por varias agencias de empleo. Seguro que alguien requiere de mis servicios.

– Yo, Alice -replicó ella.

Pero no hubo forma de hacerla cambiar de opinión. Salió de la estancia con la espalda tan tiesa como un palo y la barbilla en alto, y dejó la puerta abierta.

Al cabo de un momento se asomó una carita que esbozó una enorme sonrisa mientras el cuerpo al completo entraba en la salita.

– Perrito -dijo Belinda, que echó a correr hacia Roger para que este no escapara.

Pese a la avanzada edad y a su naturaleza letárgica, Roger se mostraba en ocasiones con ganas de jugar y nunca rechazaba una sesión de caricias. De modo que salió al encuentro de la niña con la lengua fuera y moviendo el rabo y los cuartos traseros. Belinda le echó los brazos al cuello y sus carcajadas se transformaron en alegres y agudos chillidos cuando el perro comenzó a lamerle la cara.

El vestido le quedaba pequeño desde hacía unos seis meses, pero todavía se lo ponía. Estaba descolorido por los numerosos lavados, pero limpio como los chorros del oro. Y remendado con mucho cuidado allí donde la tela estaba demasiado desgastada. Las mejillas sonrojadas ponían de manifiesto que acababa de bañarse, y volvería a la tina como Mary descubriera que Roger la había estado besando. Su pelo, castaño y ondulado, estaba sujeto por una cinta deshilachada y desgastada, a fin de que no le tapara la cara. Iba descalza, ya que desde que los zapatos se le quedaron pequeños solo se los ponía para salir.

Tenía tres años. Era la hija ilegítima de Mary.

Y todas la adoraban.

– Hola, cariño -la saludó Cassandra.

Belinda le regaló una alegre sonrisa y volvió a reírse al ver que Roger se echaba en el suelo con las patas en el aire. La niña se acostó a su lado para acariciarle la barriga y aferrado con uno de sus delgados bracitos.

– Me quiere -dijo.

– Porque tú lo quieres a él -replicó ella con una sonrisa.

Por fin podría pagarle a Mary. Podría incluso pagarle todos los atrasos. Ella no lo aceptaría, claro, pero a base de insistir acabaría cogiendo el dinero. Necesitaba comprarle ropa nueva a su hija.

Por su parte, pensaba comprarle a Belinda unas cuantas cosas. Y a Mary. Sin embargo, no le compraría nada a Alice. No aceptaría ningún regalo dado su humor.

Tenía un protector, pensó, recalcando la palabra mentalmente. Ella era su… querida. Y la mantendría a cambio de sus favores sexuales. Lo que sucediera entre ella y el conde de Merton no sería por deseo mutuo, por mucho que él insistiera. Porque ella jamás lo desearía de verdad, pese a su apostura, su virilidad y su innegable atractivo físico. Y pese a su generosidad, un rasgo de su carácter que sospechaba que era genuino.

Nueve años de matrimonio habían aniquilado cualquier interés que pudiera haber albergado por el conde de Merton en ese sentido. Si Su Señoría esperaba hasta que ella lo deseara en la misma medida, nunca se acostarían y ella recibiría un dinero que no se había ganado.

Y lo principal era ganárselo. Hasta el último penique. Porque todavía le quedaba algo de orgullo. Aunque él nunca sabría que entre ellos el deseo no era mutuo.

Se ganaría con creces el dinero que le pagaba el conde.

Mientras observaba a la niña jugar con el perro, ambos igual de inocentes, felices y desvalidos, llegó a la conclusión de que valía la pena.

Dos inocentes a los que adoraba.

Haría cualquier cosa para posponer, aunque fuera un día, la pérdida de esa inocencia.

CAPÍTULO 08

El té en casa de lady Carling era solo para señoras. Mientras cogía el llamador de la puerta, Stephen se preguntó si las invitadas seguirían en el salón o si dado que eran las cuatro y media muchas ya se habrían marchado. Quizá lady Paget se hubiera ido en un intento por evitar el paseo con él.

Quizá ni siquiera hubiera asistido, aunque sería una tontería por su parte si lo que buscaba era la readmisión en la alta sociedad. Seguro que su propósito al ir a Londres incluía algo más que encontrar un protector que pagara sus facturas unos cuantos meses, hasta que terminase la temporada social.

El mayordomo de Carling aceptó su tarjeta y se marchó en dirección al salón. Escuchó el murmullo de las voces femeninas cuando la puerta de la estancia, situada en la planta alta, se abrió brevemente, tras lo cual volvió a cerrarse. Algunas de las invitadas seguían allí.

– Lady Carling estará encantada de recibirlo, milord -le informó el mayordomo cuando regresó, de modo que lo siguió escaleras arriba.

Muchos hombres se habrían quedado de piedra ante la idea de adentrarse en un salón donde solo había mujeres. Stephen no era uno de esos hombres. Según su experiencia, casi todas las mujeres se mostraban dispuestas a bromear y a reír cuando tenían a su merced a un solitario caballero, y él siempre estaba encantado de darles el gusto, de bromear y de reírse con ellas.

Cierto que todavía no había recuperado el buen humor, pero había conseguido librarse de la mayor parte de su furia y de su irritación mientras regresaba andando a casa desde White's, donde había almorzado. No era capaz de mantenerse enfadado mucho tiempo. O al menos, se negaba a hacerlo. Nadie tendría nunca semejante poder sobre él.

Se había disculpado con Philbin, y su ayuda de cámara había aceptado sus disculpas con una rígida reverencia, durante la cual vio una capa invisible de polvo en sus botas, una consecuencia de la desfachatez de regresar a casa andando a pesar de saber que solo debía usarlas para estar dentro de casa o para ir en carruaje, le recordó a Su Señoría. Después procedió a señalar el daño que el polvo podría causarle al cuero, por si Su Señoría lo ignoraba. Y luego le preguntó a Su Señoría si tendría la amabilidad de quitárselas de inmediato antes de que el daño fuera irreparable y a él le resultara imposible mirar a la cara durante el resto de su vida a otros ayudas de cámara.

De modo que se sentó sin protestar y dejó que le quitase las botas, y así la relación con su ayuda de cámara recuperó felizmente la normalidad.

El mayordomo de Carling abrió la puerta del salón con una floritura y anunció su llegada con voz de barítono, un anuncio que en un primer momento silenció a las invitadas, aunque los cuchicheos y las risillas nerviosas no tardaron en hacerse escuchar.

Lady Carling ya estaba en pie y se acercaba a él con una mano extendida.

– Merton, no sabes cómo me alegro de verte.

– Por favor, señora -le dijo al tiempo que le cogía la mano y la miraba con fingido espanto-, no me diga que su reunión solo es para damas. Y yo que había estado ensayando una humilde disculpa por llegar tan tarde…

– En fin, en ese caso -replicó la anfitriona-, estaré encantada de oírla. Todas estaremos encantadas.

Se escuchó el apoyo unánime de las invitadas.

– Pues resulta que creí entender que la invitación era para los amigos de Carling -adujo Stephen-, de modo que me fui al parque con la esperanza de alegrarme el día contemplando a algunas de mis damas preferidas. Pero al descubrirlo prácticamente desierto, conduje por Bond Street para ver si alguna estaba por allí, mirando escaparates. Después lo intenté en Oxford Street, sin éxito alguno. Y ahora descubro que todas las damas que deseaba ver han estado aquí todo el tiempo.

Sus exagerados cumplidos fueron recibidos con alguna broma y muchas risas. Observó a las presentes con una sonrisa en los labios. Sus tres hermanas estaban allí. Al igual que lady Paget, sentada junto a Nessie. Llevaba otro elegante vestido verde, aunque en esa ocasión era un verde claro, no un verde esmeralda. Posiblemente la ropa fuera una de las pocas pertenencias que le permitieron conservar cuando enviudó. Al igual que la noche anterior, no lucía joyas.

Lady Paget no se sumó a las risas y a las bromas de las otras damas. Pero sí sonrió… con esa sonrisa leve y desdeñosa que mostró durante el baile de la noche anterior y en el dormitorio esa misma mañana. Era una sonrisa que, tal como había descubierto, formaba parte del disfraz que usaba para ocultar cualquier atisbo de vulnerabilidad que pudiera sentir.

El sol que se colaba por la ventana bañaba parte de su cara y de su pelo. Estaba resplandeciente y su belleza se le antojó deslumbrante.

– Señoras -dijo lady Carling al tiempo que se cogía de su brazo-, ¿lo echamos? ¿O nos quedamos con él?

– ¡Nos lo quedamos! -exclamaron unas cuantas entre risas.

– Ethel, sería una verdadera lástima condenar al pobre Merton a vagar desolado por las calles y a recorrer el parque como alma en pena durante una hora, a la espera de que sus damas preferidas abandonen tu salón -dijo lady Sinden, una viuda que lo observó a través de sus impertinentes-. Lo mejor será que nos lo quedemos y nos aseguremos de que es feliz. ¿Has estado recorriendo medio Londres en tu tílburi, Merton? ¿O en otro carruaje más seguro?

– En mi tílburi, milady -contestó.

– En ese caso no podrás llevarme dentro de un rato a dar un paseo por el parque -replicó la dama-, aunque seguramente yo sea tu dama preferida de todas las presentes. Dejé de subirme a los tílburis al cumplir los setenta, hace ya unos años. Soy capaz de subirme, pero después no puedo apearme sin la ayuda de dos fornidos lacayos.

– Deben de ser unos debiluchos aunque parezcan fornidos, milady -repuso él con una sonrisa-. Yo podría bajarla con un solo brazo. Seguro que pesa lo mismo que una pluma.

– Mocoso descarado -dijo lady Sinden con una carcajada que puso a temblar su considerable papada.

– Por desgracia, milady, hoy no puedo demostrar mis palabras. He venido porque logré convencer a otra dama para que me acompañara a dar un paseo por el parque, y la dama en cuestión se encuentra aquí.

– ¿Y quién es la afortunada? -Preguntó lady Carling al tiempo que le instaba a sentarse junto a ella en el sofá-. ¿Te lo prometí anoche y se me ha olvidado? Pero ¿cómo iba a olvidar una mujer semejante acontecimiento? -La anfitriona se inclinó hacia la bandeja de té y le sirvió una taza.

– Señora, le recuerdo que sir Graham no se apartó de su lado, así que ni me atreví a pedírselo. Podría haberme dado una buena tunda. Lady Paget ha accedido a acompañarme.

Se produjo un breve silencio.

– Stephen tiene un tílburi muy rápido -terció su hermana Kate-, y de aspecto peligroso. Pero es un consumado conductor, lady Paget. Estará a salvo con él.

– Ni se me había pasado por la cabeza lo contrario -replicó la aludida con esa voz ronca y aterciopelada.

Lo miró a los ojos mientras él se llevaba la taza a los labios y por un instante sintió que la furia que se había apoderado de él esa mañana regresaba. Era hermosa y muy deseable, y había caído en su telaraña, como si fuera una mosca. Una imagen detestable. Pero muy adecuada.

– Y hace un día maravilloso para dar un paseo en tílburi -añadió Meg-. Esta mañana parecía que iba a llover, pero ahora no se ve ni una sola nube. Espero de todo corazón que sea un buen auspicio para el verano.

– Lady Sheringford, para no tentar a la suerte será mejor que nos quejemos por tener que sufrir esta racha de buen tiempo durante los meses de julio y agosto -replicó la señora Craven con expresión lastimera al tiempo que meneaba la cabeza.