La conversación siguió por los cauces habituales hasta que Stephen apuró el té y se puso en pie.
– Le agradezco que me haya permitido quedarme en su reunión, señora -le dijo a la anfitriona-. Pero si no le importa, lady Paget y yo tenemos que ponernos en marcha. O mis caballos se impacientarán.
Se despidió de las presentes con una reverencia y de sus hermanas en particular con una sonrisa, tras lo cual le ofreció el brazo a lady Paget, que también se había puesto en pie. Ella se cogió de su brazo y le dio las gracias a lady Carling por su hospitalidad antes de que los dos salieran del salón.
En ese momento Stephen comprendió que no serían la comidilla de la estancia debido a la presencia de sus hermanas, pero esa noche sí se convertirían en el tema de conversación de algunas cenas y la voz se correría al día siguiente en más de un salón.
No obstante y si no se equivocaba, poco a poco irían llegando invitaciones a la casa de lady Paget. Algunas anfitrionas se percatarían de las ventajas de contar con ella en sus celebraciones antes de que comenzara a desvanecerse la novedad de su reputación. Y para ese momento las invitaciones le llegarían como algo rutinario.
– Es un tílburi muy elegante -comentó ella cuando salieron a la calle y el lacayo que había estado ejercitando sus caballos por la calle detuvo el carruaje delante de los escalones-. Pero ojalá me llevara directa a casa, lord Merton.
– Iremos al parque como habíamos acordado -dijo-. Estará repleto a esta hora.
– Por eso lo digo -puntualizó ella.
La cogió de la mano, aunque no necesitó de más ayuda para subir al alto asiento del carruaje. Después rodeó el tílburi y se sentó junto a ella antes de aceptar las riendas que le tendió el mozo de cuadra.
– ¿Está ansioso por alardear de su nueva amante delante de sus conocidos, lord Merton? -le preguntó.
Volvió la cabeza para mirarla.
– Lady Paget, me está insultando a propósito -dijo-. Espero que se dé cuenta de que soy más circunspecto. En privado es mi amante. Una relación que solo nos concierne a nosotros dos. En público es lady Paget, una conocida, tal vez incluso una amiga, con quien de vez en cuando paseo por la ciudad. Y esa descripción es válida tanto para cuando está conmigo como para cuando no lo está. Incluso cuando esté acompañado por mis conocidos.
– Está enfadado -señaló ella.
– Sí -reconoció-, lo estoy. Aunque lo más acertado sería decir que lo estaba. Estoy seguro de que no pretendía insultarme. ¿Lista para que nos pongamos en marcha?
Le sonrió.
– Creo que haríamos el ridículo si nos quedáramos aquí parados hasta que anocheciera, lord Merton. Estoy lista.
Stephen les dio a sus caballos la señal de ponerse en marcha.
Mientras el tílburi enfilaba Hyde Park, Cassandra cayó en la cuenta de que solo habían pasado dos días desde el anónimo paseo por el parque con Alice, durante el cual pasó casi inadvertida gracias al tupido velo negro. Un lujo excepcional. Porque siempre había llamado la atención, incluso cuando era una niña desgarbada y pecosa cuyo pelo hacía que la gente pensara en zanahorias. Había llamado la atención de jovencita, cuando su cuerpo en desarrollo se tornó esbelto, las pecas comenzaron a desaparecer y la gente dejó de comparar su pelo con las zanahorias. Y había llamado la atención ya de adulta. Sabía que su altura, su cuerpo y el color de su pelo llamaban la atención de los hombres y los cautivaban allá donde fuera.
Su belleza, si acaso ese concepto podía aplicarse a su físico, no siempre había sido una ventaja. De hecho, rara vez lo había sido. En ocasiones, o más bien casi siempre, era algo que esconder. Su sonrisa, esa expresión desdeñosa y arrogante que asomaba a sus labios y que iba acompañada con un gesto altivo de la barbilla y una mirada lánguida, no era nada nuevo. Era una forma de evitar que el resto del mundo se acercara demasiado a la persona que se escondía detrás.
Esa mañana el conde de Merton había dicho que era una máscara.
La noche anterior su belleza había sido una ventaja. Le había proporcionado un protector rico que necesitaba con desesperación. Aunque en ese instante deseó haber escogido a otro, a alguien que se contentara con visitarla a hurtadillas por las noches con un único propósito en mente y que le pagase regularmente por los servicios prestados.
– ¿Por qué ha ido a buscarme a casa de lady Carling a sabiendas de que se vería obligado a anunciar públicamente que íbamos a dar un paseo por el parque? -le preguntó.
– Creo que esta noche todos los integrantes de la alta sociedad se habrían enterado de ese hecho, tanto si iba a la casa de lady Carling como si esperaba en su casa a que regresase.
– Y sin embargo está enfadado conmigo. También se enfadó esta mañana, y lo ha vuelto a hacer esta tarde. No le caigo bien, ¿verdad?
Era una pregunta muy tonta. ¿Acaso quería que su relación terminase casi antes de empezar? ¿Era necesario que le cayera bien? ¿O que fingiera que era así? ¿No bastaba con que la deseara? ¿Con que pagase para satisfacer ese deseo?
– Lady Paget, ¿le caigo yo bien? -contraatacó él.
Al resto del mundo le caía bien. Era, o eso creía ella, el preferido de la alta sociedad. Y no solo por ser tan guapo y tener ese aspecto angelical. También era cosa de su encanto, de sus modales, de su buen humor, de su… En fin, de esa cualidad indescriptible que poseía. ¿Carisma? ¿Vitalidad? ¿Amabilidad? ¿Franqueza? Su apostura y su popularidad no parecían habérsele subido a la cabeza.
Había usado su atractivo para hacer amigos, para hacerlos sonreír y lograr que se sintieran a gusto. Ella, en cambio, había usado su belleza para conseguir primero un marido y después un amante. El era una persona generosa, mientras que ella era una aprovechada.
¿Era así lord Merton?
¿Y ella?
– Ni siquiera lo conozco -señaló-, salvo en el sentido bíblico. ¿Cómo puedo saber si me cae bien o no?
Lord Merton giró la cabeza para mirarla a la cara… y en ese momento se percató de lo cerca que estaban, de lo reducido que era el asiento de su tílburi. Estaban tan cerca que olía su colonia.
– A eso me refería -replicó él-. Yo tampoco sé si me caes bien o no, Cassandra. Pero me parece muy raro que anoche te propusieras seducirme con tanta deliberación y hoy parezcas decidida a librarte de mí. ¿Es lo que quieres?
Ojalá sus ojos no fueran tan azules y su mirada no fuera tan intensa. Era imposible escapar a unos ojos azules. Los ojos azules la incomodaban. La arrastraban a sus profundidades y la despojaban de todo aquello que ansiaba conservar… y no se refería a su ropa, sino a… En fin, eran pensamientos absurdos que nunca se había permitido. Hasta el momento no se había dado cuenta de que no le gustaban los ojos azules. Seguramente ni siquiera fuera cierto. Solo lo era con esos ojos en concreto.
La había llamado Cassandra.
– Quiero… -comenzó y le sonrió antes de continuar en voz baja-: Lo quiero a usted, lord Merton. En mi casa, en mi dormitorio, en mi cama. Todo esto es innecesario.
Hizo un gesto con el brazo que abarcó el parque, los carruajes, los jinetes y los transeúntes que se acercaban a ellos a toda velocidad.
– Siempre he creído que una relación entre un hombre y una mujer, aunque sea entre un hombre y su amante, debería ir más allá de lo que sucede entre las sábanas -comentó él-. De lo contrario, no sería una relación.
Sus palabras la hicieron reír, pero sintió algo en el corazón que se apresuró a desterrar.
– Si cree que el sexo no basta, es porque no ha pasado suficiente tiempo en mi cama -replicó-. Ya cambiará de opinión. ¿Irá esta noche a verme?
Ni siquiera estaba segura de haber pronunciado en voz alta la palabra «sexo» alguna vez. Era muy difícil hacerlo.
– ¿Quieres que vaya? -le preguntó él.
– Claro que sí -contestó-. ¿Cómo si no voy a ganarme la vida?
Lord Merton giró la cabeza para mirarla una vez más y lo que Cassandra vio en sus ojos no era el deseo de un hombre que ansiaba acostarse de nuevo con su amante, sino algo parecido al dolor. O tal vez solo fuera reproche.
Era imposible que creyese que alguna vez podían ser amantes en el sentido más amplio de la palabra. No podía ser tan ingenuo ni tan idealista.
Llegados a ese punto, no tuvieron opción de continuar con una conversación tan íntima. En parte fue un alivio. Deseaba más que nunca haber escogido a otra persona la noche anterior, a un hombre menos inocente, menos decente, a un hombre más terrenal, a un hombre capaz de aceptar su relación como lo que era: un intercambio de sexo por dinero, unos ingresos fijos por sexo fijo. A un hombre que no la hubiera acusado de llevar una máscara.
Incluso pensar esa palabra, «sexo», le resultaba difícil.
Por otra parte, era incomodísimo encontrarse en medio de una multitud, estar expuesta como la noche anterior, aunque en ese momento era mucho peor. Estaba sentada por encima de la mayoría. Era prácticamente imposible que no la vieran.
Se preguntó si esa había sido la intención de lord Merton, y llegó a la conclusión de que sí. Seguro que tenía otros carruajes que podría haber usado ese día. Sin embargo, no la había llevado al parque para presumir de ella delante de sus conocidos. Se había enfadado cuando insinuó esa posibilidad.
Lord Merton sonreía a todo el mundo, se llevaba la mano al sombrero ante las damas, saludaba a la gente con la que se cruzaban y se detenía a charlar con todo aquel que se mostraba interesado en hablar con él. Supuso que eran menos personas que las de costumbre. Pero cada vez que alguien lo detenía, realizaba las presentaciones y ella inclinaba la cabeza a modo de saludo e incluso hablaba de vez en cuando.
Al igual que había sucedido en el salón de lady Carling, algunas personas estaban dispuestas a hablar con ella, aunque solo fuera para preguntarle cómo estaba. Claro que en el salón de lady Carling contaba con el apoyo de su anfitriona y en el parque contaba con el apoyo del conde de Merton. La noche anterior fueron los condes de Sheringford quienes la apoyaron.
Tal vez quedara gente amable. Tal vez su cinismo hubiera llegado a extremos insoportables. Tal vez no acabaría siendo la paria que había imaginado. O tal vez se había convertido en una curiosidad irresistible para muchos. En cuanto pasara la novedad, dejarían de recibirla.
Costaba abandonar el cinismo.
Daba igual. En muchos sentidos siempre había sido una paría.
Como era de esperar, aquellos que se detenían a hablar con lord Merton y que le fueron presentados eran hombres en su gran mayoría. Mientras los miraba, se preguntó si no podría haber escogido mejor la noche anterior. Pero ¿cómo escoger bien sin saber nada en absoluto del hombre en cuestión salvo su nombre y el hecho de que era rico? Aunque, ¿cómo estar segura de ese detalle cuando muchos caballeros vivían por encima de sus posibilidades y estaban entrampados hasta las cejas?
En su momento creyó haber escogido un buen marido. Por aquel entonces tenía dieciocho años. Ya tenía veintiocho. Quizá la única perla de sabiduría que había adquirido en el transcurso de los años fuera la certeza de que a la hora de escoger a un hombre que proporcionara seguridad y estabilidad, era mejor un protector que un marido.
La libertad era lo más valioso que podía ofrecer la vida. Sin embargo, para una mujer era muy difícil de obtener.
El barón Montford se acercó a ellos para saludarla y para charlar con su cuñado unos minutos. Lo acompañaban otros tres caballeros, entre quienes se encontraba el señor Huxtable, que seguía teniendo un aire demoníaco a su parecer. La miró a los ojos mientras los demás hablaban y reían. En algún momento de su vida, el señor Huxtable se había roto la nariz y no se la habían enderezado. Se alegró muchísimo de no haberlo escogido la noche anterior. Tenía la sensación de que sus ojos podían leerle el pensamiento y atravesarla de parte a parte.
Y en ese instante, justo cuando los caballeros se alejaban en dirección contraria y ella echó un vistazo a su alrededor, vio una cara conocida. La de un apuesto joven pelirrojo que iba sentado en un cabriolé junto a una muchacha muy guapa vestida de rosa. El joven sonreía por algo que su acompañante acababa de decirle a un par de oficiales de uniforme que iban a caballo.
El tílburi del conde de Merton estaba casi a su altura. Los oficiales siguieron su camino, la muchacha sonrió al joven risueño y ambos se giraron para mirar a la multitud que los rodeaba.
Sus ojos repararon en ella casi al mismo tiempo. Los dos carruajes estaban casi a la misma altura. Sin pensar siquiera en lo que hacía, Cassandra esbozó una cálida sonrisa y se inclinó hacia el otro carruaje.
– ¡Wesley! -exclamó.
La muchacha se llevó las manos a la boca y giró la cabeza con brusquedad… al igual que otras damas habían hecho durante el cuarto de hora que llevaban en el parque. La sonrisa del joven desapareció y sus ojos la miraron con expresión horrorizada antes de titubear un momento y acabar desviando la vista.
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