– Sigue adelante -le dijo el joven con impaciencia al cochero, que no podía ir a ningún sitio hasta que los carruajes que lo precedían se pusieran en marcha.
El conde de Merton tenía un poco más de margen de maniobra. Aun así, tuvo la impresión de que pasaba una eternidad hasta que los dos carruajes se alejaron el uno del otro.
– ¿Un conocido? -preguntó lord Merton en voz baja.
– Lléveme a casa -dijo ella-. Por favor. Ya he tenido bastante.
Tardaron un buen rato en poder abrirse camino entre la multitud, pero a la postre consiguieron enfilar un sendero que, gracias a Dios, estaba mucho más despejado.
– Era Young, ¿no? -Le preguntó lord Merton-. Sir Wesley Young. Lo conozco de vista.
– No sabría decirle -contestó sin pararse a pensar, con las manos abiertas sobre el regazo-. No lo había visto nunca.
– Entonces, ¿solo era alguien que se parecía al tal Wesley? -La miró con una sonrisa-. No te preocupes por él. A algunos miembros de la alta sociedad les encanta darle la espalda a la gente. Otros muchos no lo han hecho. Creo que conforme pasen los días habrá más personas que te acepten y te traten con cortesía.
– Sí -dijo Cassandra.
Se percató de que le temblaban las manos. Cerró un puño con fuerza y aferró con la otra mano la barandilla que tenía al lado. Apretó los dientes para evitar que le castañetearan.
– Vaya -comentó el conde mientras se acercaban a la entrada del parque en Marble Arch, y por un instante le cubrió el puño que tenía sobre el regazo con una mano-, veo que lo conoces.
– Es mi hermano -confesó, y volvió a cerrar la boca.
Wesley fue a verla en algunas ocasiones durante su matrimonio. Y asistió al funeral de su marido el año anterior. La abrazó con fuerza y le aseguró que no creía ni por asomo que estuviera implicada en la muerte de lord Paget. Le aseguró que la quería y que siempre lo haría. La invitó a acompañarlo a Londres, a irse a vivir con él hasta que pasara el período de luto y se hubiera recuperado del golpe lo bastante como para regresar a casa y vivir en la residencia de la viuda.
Y luego, después de que ella rechazara la oferta y él se marchara, su hermano le escribió… dos veces. Y se hizo el silencio, aunque ella siguió escribiéndole. Un silencio que perduró hasta hacía un mes, cuando le escribió contándole que su vida se había vuelto tan intolerable que se veía obligada a marcharse de Carmel House, que tendría que depender de su hospitalidad hasta que hubiera rehecho su vida y encontrara un modo de seguir adelante. Su hermano le había contestado diciéndole que no debía presentarse en Londres bajo ningún concepto, ya que su fama la precedía. Añadió que no podría ayudarla en un futuro inmediato, porque había prometido acompañar a unos amigos a Escocia para explorar las Highlands. Esperaban estar fuera un año. No pensaba renovar el alquiler de su residencia de soltero. La quería, le había asegurado en esa última carta. Pero le era del todo imposible posponer sus planes, ya que sería un inconveniente para muchos. Además, repitió, subrayando esa parte dos veces y con tanta fuerza que la tinta había traspasado el papel, no debía ir a Londres. Porque no quería que le hicieran daño.
– Tu hermano -dijo lord Merton-. ¿Tu apellido de soltera era Young?
– Sí -contestó.
Salieron del parque y el conde tuvo que aminorar el paso para no arrollar a un barrendero, que se apartó de un salto y después extendió la mano para coger la moneda que el conde le arrojó.
– Lo siento -lo oyó decir.
¿Sentía que fuera una Young? ¿O que su propio hermano acabara de darle la espalda? ¿O ambas cosas?
Las cosas empeoraron de verdad para ella después del funeral, momento en el que comenzaron a volar las acusaciones y se empezó a hablar de asesinato en vez de accidente.
Ansiaba llegar a casa. Quería estar en su propia habitación, con la puerta cerrada a cal y canto y arropada hasta la cabeza. Quería dormir… dormir sin soñar.
– No tiene por qué disculparse por algo que no es culpa suya -replicó Cassandra al tiempo que alzaba la barbilla y hablaba con la voz más altiva de la que fue capaz-. Me ha sorprendido verlo, eso es todo. Creía que estaba en Escocia. Estoy segura de que ha sucedido algo que lo ha hecho cambiar de planes.
Los caballeros no se iban de viaje a Escocia durante la temporada social, cuando la alta sociedad en pleno llenaba Londres. Y los caballeros que no eran verdaderamente ricos no hacían un viaje de un año. Los caballeros que viajaban en grupo no tenían problemas en disculpar a algún integrante si este tenía que cambiar de planes para ocuparse de un asunto familiar urgente.
En su fuero interno reconocía que no había creído sus palabras al leer la carta. Una carta mucho más breve y seca que las anteriores. Decidió creerlo porque la alternativa era demasiado dolorosa.
Pero ya no podía seguir haciéndolo.
– Háblame de él -le pidió lord Merton.
Cassandra se echó a reír.
– Milord, estoy segura de que lo conoce muchísimo mejor que yo. Tal vez debería ser usted quien me hablara de él a mí.
Las calles parecían más transitadas que de costumbre. Avanzaban muy despacio. O tal vez se lo parecía porque estaba desesperada por llegar a casa y estar sola.
El conde no dijo nada.
– Mi madre murió mientras daba a luz a Wesley -comenzó ella al cabo-. Yo tenía cinco años y desde aquel momento me convertí en su madre. Le di algo de lo que jamás habría disfrutado de no ser por mí, atención total y cariño absoluto. Abrazos, besos y monólogos interminables. Y él me dio algo, a alguien, a quien querer en lugar de mi madre. Nos adorábamos mutuamente, algo no muy habitual entre hermano y hermana, o eso creo. Pero aunque tuve una institutriz desde muy pequeña y Wesley acabó yendo al colegio, nos tuvimos el uno al otro durante la infancia… Bueno, hasta que me casé. Yo tenía dieciocho años y él, trece. Nuestro padre solía ausentarse largas temporadas.
Su padre había sido un jugador empedernido de fama reconocida. Su fortuna variaba de un día para otro. Nunca gozaron de un hogar fijo y estable, ni siquiera cuando le sonreía la suerte. Siempre habían tenido muy claro que la pobreza acechaba a la vuelta de una carta, una realidad que comprendían hasta los niños más pequeños.
– Lo siento -repitió lord Merton, y ella se dio cuenta de que estaba deteniendo el carruaje delante de su casa.
Ni siquiera se había percatado de haber enfilado Portman Street.
El conde ató las riendas, saltó del asiento y rodeó el tílburi para ayudarla a apearse.
– No tiene que disculparse por nada -le aseguró Cassandra una vez más-. Ningún amor es incondicional. Y ningún amor es eterno. Si no aprende otra cosa de mí, quédese aunque sea con eso. Quizá le ahorre mucho dolor en el futuro.
Lord Merton se llevó su mano a los labios.
– ¿Vendrá esta noche? -le preguntó.
– Sí -contestó él-. Tengo compromisos a primera hora, pero vendré después si me lo permites.
– ¿Si se lo permito? -Lo miró con una sonrisa un tanto desdeñosa-. Soy suya cuando le apetezca, milord. Me está pagando muy bien.
Lo vio apretar los labios y se dio cuenta de lo que se estaba haciendo a sí misma. Le estaba enseñando su oscuridad. Sin embargo, él era todo luz. Y si la luz era más fuerte que la oscuridad, aunque no estaba segura de que así fuera, él no tardaría mucho en apartarse del aura sombría que sin duda estaba proyectando sobre su persona.
Esbozó otro tipo de sonrisa, y notó los músculos un tanto anquilosados por la falta de uso.
– Y si me permite usar sus propias palabras en su contra -dijo-, usted es mío cuando me apetezca. Y me apetece esta noche. Aguardaré encantadísima que llegue el momento. Espero poder darle placer. Y lo haré. Se lo prometo. No soporto recibir placer sin darlo en la misma medida.
Él se acercó a la puerta y llamó.
– Hasta luego -dijo-. Piensa en las personas que han sido amables contigo hoy. Olvida a las que no lo han sido.
Siguió sonriendo. Y añadió cierto brillo juguetón a sus ojos.
– Estaré demasiado ocupada pensando en una sola persona -replicó-. Solo pensaré en usted.
La puerta se abrió y Mary se asomó. Belinda estaba pegada a sus faldas, mirando desde detrás de las piernas de su madre. Roger pasó junto a ellas y bajó los escalones a saltitos con sus tres patas para frotarse contra su vestido, con la lengua fuera.
Cuando miró al conde de Merton soltó un ladrido de advertencia que no habría asustado ni a un ratón que se encontrara a un palmo de su hocico.
Lord Merton las miró a todas, acarició la cabeza de Roger un instante, se llevó la mano al ala del sombrero y rodeó el tílburi para ocupar de nuevo su asiento.
Cassandra lo observó hasta que lo perdió de vista.
– ¿Es él, milady? -le preguntó Mary con sequedad.
La miró con sorpresa. Era imposible ocultarle nada a la servidumbre, aunque fuera muy reducida.
– ¿El conde de Merton? -precisó-. Sí.
Mary no dijo nada más y ella entró en la casa, dejándola atrás. Fue un alivio comprobar que Alice no la estaba esperando. Subió corriendo a su dormitorio, con Roger pegado a sus talones.
CAPÍTULO 09
Alice llegó a casa poco después que Cassandra. Había pasado cuatro horas caminando por las calles de Londres de una agencia de empleo a otra bajo el calor del mediodía, pero todo había sido en vano. Su edad era un impedimento para todos los trabajos disponibles. El detalle de que solo hubiera trabajado para una persona y de que solo hubiera desempeñado dos funciones, como institutriz y como dama de compañía, a lo largo de toda su vida laboral durante los últimos veintidós años también era un impedimento, pese a todos sus esfuerzos por explicar que el hecho de que hubiera estado tantos años al lado de dicha persona ponía de manifiesto que era una trabajadora responsable y digna de confianza. Nadie la contrataría como ama de llaves, un puesto para el que tenía la edad adecuada, ya que carecía de experiencia en las tareas que debía llevar a cabo, y tampoco la contratarían como cocinera porque lo más complicado que sabía hacer era un huevo cocido.
Lo único que había hecho era dejar su nombre y sus cartas de presentación y recomendación en las dos agencias que habían estado dispuestas a aceptarla, con la esperanza de que surgiera algo. Sin embargo, sabía muy bien que era una esperanza vana. Solo le había pasado una cosa buena esa tarde, y era su encuentro con un antiguo amigo, al que vio mientras descansaba sentada en un banco a la sombra de un árbol cerca de un cementerio. Haberlo reconocido después de tantos años le resultó sorprendente. Aunque aún lo fue más que él la reconociera a ella. Fue algo mutuo, en todo caso, de modo que él se detuvo a charlar con ella e incluso se sentó unos minutos.
¿Recordaría Cassie al señor Golding?
– ¿Te refieres al tutor de Wesley? -le preguntó después de hacer memoria.
– Veo que te acuerdas -comentó Alice con una sonrisa deslumbrante.
Claro que lo recordaba. Era un joven al que su padre le sacaba una cabeza, delgado, moreno, serio y con unos anteojos de montura metálica. Fue contratado cuando Wesley cumplió ocho años, después de que su padre tuviera uno de sus inusuales golpes de buena suerte. No había pasado ni un mes cuando la suerte cambió y el señor Golding se vio obligado a marcharse al ver que no podían pagarle. Sin embargo, Alice se mantuvo a su lado, como siempre.
Lo recordaba porque por aquel entonces ella tenía trece años, la edad en que las jovencitas comenzaban a fijarse en los hombres. Se había enamorado secreta y desesperadamente del señor Golding después de que un día le sonriera y la llamara «señorita Young» al tiempo que la saludaba con una respetuosa inclinación de cabeza como si fuera una adulta. Cuando se fue, se pasó una semana llorando, convencida de que jamás podría olvidarlo ni amar a otro.
– ¿Cómo está? -quiso saber.
– Muy bien -contestó Alice-. Es secretario de un ministro, Cassie. Y la verdad es que por su aspecto tan elegante parece que le van bien las cosas. Tiene canas en las sienes. Le dan un aire muy distinguido.
En ese momento cayó en la cuenta de que tal vez no había sido la única en enamorarse de él hacía quince años. Alice y el señor Golding debían de tener la misma edad y se podía decir que habían trabajado codo con codo durante todo un mes.
– Me ha preguntado por ti -añadió Alice-, y se ha sorprendido mucho al enterarse de que sigo contigo. Te ha llamado «señorita Young». Tal vez no se enteró de tu matrimonio.
¿Alice no le había dicho nada?, se preguntó. No podía culparla, claro.
– Le he dicho que a estas alturas eres lady Paget y que has enviudado -prosiguió Alice-. Te manda saludos.
«¡Vaya por Dios!», exclamó para sus adentros. No volverían a ver al señor Alian Golding, pensó mientras le dirigía una sonrisa a una sonrojada Alice. Se compadeció de ella. No recordaba que hubiera mantenido una amistad con alguien a lo largo de su vida.
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