En ese instante se colocó sobre ella y sintió todo el peso de su cuerpo. Le soltó las manos para poder aferraría por las nalgas. Cuando lo vio levantar la cabeza, supo que la estaba mirando a la cara, aunque apenas lo veía en la oscuridad.

– Hay un tipo de amor que un hombre siente por su amante, Cass -lo oyó decir en voz baja-. Y es más que simple lujuria.

Y la penetró justo cuando sus palabras la desarmaban, haciéndole imposible que se preparara para la invasión.

Lord Merton estaba muy bien dotado. Su miembro era duro y grande, tal cual lo recordaba de la noche anterior. Lo presionó con sus músculos, como hizo entonces, y deslizó los pies sobre la sábana, a fin de rodear esas piernas musculosas y fuertes con las suyas.

Olía a limpio, se percató en un momento dado. La colonia discreta y cara que llevaba no enmascaraba otros olores más desagradables. Todo lo contrario, resaltaba su olor a limpio. Su pelo era suave y olía muy bien. Le enterró una mano en él cuando notó que apoyaba la cabeza en la almohada a su lado, con la cara hacia ella, y le colocó la otra en la cintura.

Entonces comenzó la rítmica cadencia del sexo, ese vaivén tan íntimo que siempre había requerido de sus mayores esfuerzos para soportarlo durante gran parte de su matrimonio.

Esa noche lord Merton ejercía un mayor control sobre sí mismo. Cosa que fue evidente desde el principio. Esa noche no acabaría en cuestión de minutos. Sus movimientos eran rítmicos y poderosos. Con una cadencia que variaba a su antojo.

Lo sentía deslizarse en su interior, notaba la fricción de su duro miembro contra la suave humedad de su cuerpo, aumentando el calor de sus cuerpos. Escuchaba los sonidos que dichos movimientos producían.

Y le resultó muy erótico.

En ese instante notó allí donde sus cuerpos se unían una especie de anhelo que se extendió por sus entrañas y fue ascendiendo hasta llegar a sus pechos y a su garganta. Un anhelo tan intenso que dolía. Un dolor que no resultaba doloroso. Sintió deseos de echarse a llorar. Sintió deseos de rodearlo fuertemente con las piernas, de rodearle la cintura con ellas al tiempo que lo abrazaba, que lo aferraba por los hombros y hundía la cara en su cuello y gritaba, presa de ese anhelo que no comprendía.

Sintió deseos de dejarse llevar por dicho anhelo. De entregarse por completo. Por un sublime instante de su vida quiso dejarse arrastrar y darse por vencida.

Y precisamente era lo que debía hacer, comprendió haciendo un esfuerzo por razonar con cierta lógica. Era su amante. Lord Merton le estaba pagando una cuantiosa suma para que lo complaciera, para que lo halagara aceptando el placer que él le proporcionaba.

Sin embargo, si fingía dicho placer, caería en su propia trampa. De repente, se sintió indefensa y asustada.

Y presa de ese extraño anhelo.

Las manos de lord Merton volvieron a aferraría por las nalgas. Su cara volvía a estar sobre la suya.

– Cass -lo oyó susurrar-. Cass.

Y justo cuando sus movimientos se detenían y se hundía hasta el fondo en ella, derramándose en su interior, supo que era lo peor que podía haber dicho.

Porque quería ser la mujer y la amante para él. Pero sin dejar de ser ella misma. Quería mantener estrictamente separadas las dos facetas de su vida: su vida privada y su vida laboral. Sin embargo, lord Merton la había mirado a los ojos en la oscuridad, la había llamado por ese nombre que nadie había usado antes y solo con esa palabra le había asegurado que sabía quién era y que de algún modo se había convertido en algo muy valioso para él.

Salvo que nada de eso era cierto.

Solo era sexo.

De repente, notó con gran alarma que le caían dos lagrimones por las sienes, que le humedecieron el pelo y acabaron haciendo lo mismo con la almohada. Deseó con todas sus fuerzas que esos ojos azules no se hubieran acostumbrado a la oscuridad hasta el punto de verla llorando.

El dolor y el anhelo desaparecieron y fueron sustituidos por los remordimientos. Aunque tampoco entendía el motivo de tales remordimientos.

Lord Merton salió de su cuerpo y se acostó a su lado. La instó a colocarse de lado, de espaldas a él, para acurrucarse tras ella. La pegó a su cuerpo, le pasó un brazo bajo la cabeza para que la apoyara en su hombro y le aferró la muñeca que descansaba sobre su torso.

Notaba los fuertes latidos de su corazón en la espalda.

Con la mano libre, lord Merton le acarició el pelo y la besó en la sien. Un lugar donde solo se depositaban besos de cariño.

En ese momento recordó de nuevo sus palabras.

«Hay un tipo de amor que un hombre siente por su amante.»

No quería su amor, ningún tipo de amor. Quería su dinero a cambio de lo que ella le daba en la cama.

Se repitió esa frase una y otra vez con la intención de no olvidar el verdadero sentido de la situación.

– Háblame de la niña -le dijo él al oído.

– ¿De qué niña? -preguntó, sobresaltada.

– De la que salió esta tarde a la puerta -contestó él-. Estaba escondida detrás de las faldas de tu criada. ¿Es tu hija?

– ¡Ah! -Exclamó Cassandra-. No. Te refieres a Belinda. Es hija de Mary.

– ¿Mary es la criada?

– Sí -contestó-. Las traje a Londres conmigo. No podía abandonarlas. No tenían ningún otro sitio adonde ir. Mary perdió su empleo cuando Bruce, el nuevo lord Paget, tomó posesión de Carmel House. Además, es mi amiga. Y quiero a Belinda. Todos necesitamos un toque de inocencia en nuestra vida, lord… Stephen -se corrigió.

– ¿Mary no está casada? -le preguntó él.

– No -respondió-. Pero eso no la convierte en una paria.

– ¿No tienes hijos?

– No. -Cerró los ojos-. Sí. Tuve una hija que murió nada más nacer. Era perfecta, pero nació con dos meses de antelación y no respiraba.

– ¡Ay, Cass!

– ¡Ni se le ocurra decir que lo siente! -exclamó-. Usted no fue el culpable, ¿verdad? Además, ya había sufrido dos abortos antes.

Y posiblemente uno después, aunque la tercera ocasión solo sufrió una copiosa hemorragia tras un mes de retraso en su menstruación, de modo que no pudo afirmar con rotundidad que se hubiera tratado de un embarazo. Sin embargo, estaba segura de que lo fue. Su cuerpo así se lo había dicho. Al igual que lo hizo su corazón.

– No me niegues el uso de las palabras -replicó lord Merton-. Lo siento de verdad. Debe de ser lo más horrible que una mujer tenga que soportar. La pérdida de un hijo. Incluso de un hijo nonato. Lo siento, Cass.

– Siempre me he alegrado de que sucediera -repuso ella con brusquedad.

Siempre se había repetido que se alegraba. Pero al decirlo en voz alta para que lo escuchara otra persona, supo que en realidad nunca se había alegrado de haber perdido esas preciosas almas que podrían haberse convertido en una parte indivisible de la suya.

¡Qué error había cometido al hablar en voz alta!

– Veo que la máscara va a juego con cierto tono de voz -lo oyó decir-. Es un alivio que lo hayas usado ahora mismo porque de otro modo te habría creído. No habría soportado creerte.

Frunció el ceño y se mordió el labio al escucharlo.

– Lord Merton -dijo, volviendo al uso de su título-, cuando estemos juntos en este dormitorio y en esta cama, somos señor y empleada, o si prefiere endulzar la realidad, somos amantes. En el sentido estrictamente físico del término, ya que compartimos nuestros cuerpos para obtener un placer mutuo -puntualizó, recalcando la última palabra-. Un placer físico. Un hombre y una mujer. No somos personas. Somos cuerpos. Puede usar mi cuerpo como le plazca, bien sabe Dios que está pagando una fortuna a cambio. Pero no podrá comprarme ni con todo el dinero del mundo. Yo estoy fuera de su alcance. Me pertenezco a mí misma. Soy una empleada a sueldo. No soy su esclava ni lo seré nunca. No vuelva a hacerme preguntas de índole personal. No vuelva a inmiscuirse en mi vida. Si no puede aceptar estos términos, el hecho de que seamos un hombre y su amante, le devolveré la astronómica suma de dinero que me ha enviado esta mañana y lo acompañaré a la puerta.

Se escuchó a sí misma y se horrorizó por esas palabras. ¿Qué estaba diciendo? ¡No tenía la cantidad completa para devolvérsela! Y sabía, con la misma certeza con la que se sabía acostada entre los brazos de un hombre, que jamás tendría el valor necesario para empezar de nuevo con otro. Si le cogía la palabra, estaría desamparada. Y con ella, Mary, Belinda y Alice. Y Roger.

Lord Merton retiró el brazo en el que ella se apoyaba y se apartó, de tal forma que de repente se encontró tendida de espaldas sobre el colchón. Lo vio levantarse de la cama, que rodeó hasta detenerse a su lado. Una vez allí, se inclinó para recoger su ropa, arrojó las prendas al pie de la cama y procedió a vestirse.

Supo que estaba enfadado pese a la oscuridad.

Debería decir algo antes de que fuese demasiado tarde. Pero ya era demasiado tarde. Lord Merton estaba a punto de marcharse para no volver nunca. Lo había perdido solo porque le complacía que no se alegrara por la muerte de sus hijos.

No diría nada. No podía hacerlo. Ya estaba cansada de intentar seducirlo, de hacerse pasar por una sirena seductora. Había sido una idea desesperada desde el principio. Una idea absurda.

Salvo que en aquel momento le pareció que no había alternativa. De hecho, todavía se lo parecía.

Esperó en silencio a que él se marchara. Una vez que lo escuchara cerrar la puerta principal, se pondría el camisón y la bata, y bajaría a echar el pestillo. Y ese sería el fin.

Después se prepararía una taza de té en la cocina y pensaría en otro plan. Tenía que haber algo, lo que fuera. Tal vez lady Carling estuviera dispuesta a escribir una carta de recomendación. Tal vez pudiera encontrar a alguien que jamás hubiera oído su nombre y estuviera dispuesto a contratarla.

Lord Merton ya había acabado de vestirse, salvo por la capa y el sombrero, que tendría que recoger de la silla camino de la puerta. Sin embargo, en vez de acercarse a por ellos, se inclinó sobre el tocador y usó la yesca para encender la vela, cuya luz inundó por sorpresa el dormitorio.

Parpadeó, deslumbrada por la repentina luz, y deseó haberse arropado al abrigo de la oscuridad. Se negó a hacerlo en esos momentos. Lo miró con todo el desdén y la hostilidad que fue capaz de demostrar mientras él apartaba la banqueta del tocador para sentarse.

Comprendió que habían cambiado las tornas esa misma mañana. O más bien del día anterior por la mañana. En ese instante era él quien la observaba sentado en la banqueta y ella era quien yacía en la cama.

En fin, que mirara todo lo que quisiera. No iba a poder hacer otra cosa a partir de ese momento.

– Vístete, Cassandra -lo oyó decir-. Y no con lo que está en el suelo. Con ropa de verdad. Vístete. Vamos a hablar.

Algo muy parecido a lo que ella le había dicho el día anterior.

No había ni rastro de furia ni en sus palabras ni en su expresión, aunque su mirada resultaba muy intensa.

De todas formas, no se le ocurrió desafiarlo ni desobedecerlo.

Lord Merton ostentaba el poder de los ángeles, comprendió mientras atravesaba desnuda el dormitorio de camino al vestidor, donde se puso la ropa que llevaba esa noche. Y dicho poder infundía temor. No temor a un posible daño físico, sino a…

Ignoraba realmente a qué. Porque ciertas cosas carecían de explicación.

Pero le tenía miedo. Ese hombre ocupaba un lugar en su vida, un lugar donde no lo quería y donde no quería a nadie. Ni siquiera a Alice.

Aunque allí estaba.

«… con quien tengo cierta relación».

CAPÍTULO 11

Tendría marcharse en cuanto terminara de vestirse, pensó Stephen.

Pero no lo hizo. Fue incapaz.

Ignoraba qué relación solía existir entre un hombre y su amante. Además, era incapaz de pensar en ella como su amante a pesar de que sus circunstancias hacían necesario el intercambio de dinero.

«…cuando estemos juntos en este dormitorio y en esta cama, somos señor y empleada… Un hombre y una mujer. No somos personas. Somos cuerpos. Puede usar mi cuerpo como le plazca… Pero no podrá comprarme ni con todo el dinero del mundo».

No quería comprarla. Quería… conocer a la mujer en cuya cama se metía previo pago. ¿Qué tenía eso de malo? Ella no quería que la conociera.

«Yo estoy fuera de su alcance. Me pertenezco a mí misma. Soy una empleada a sueldo. No soy su esclava ni lo seré nunca. No vuelva a hacerme preguntas de índole personal. No vuelva a inmiscuirse en mi vida.»

Por supuesto, Cassandra ignoraba en la misma medida que él el tipo de relación que existía entre un hombre y su amante. Le extrañaría mucho que se hubiera acostado con otro hombre que no fuera su marido antes de hacerlo con él la noche anterior. Pese a la actitud de sirena que se esforzaba por mantener, no era una cortesana. Solo era una mujer desesperada que intentaba ganarse la vida, que intentaba reunir un dinero con el que mantenerse ella y varias sanguijuelas que tenía pegadas. Aunque tal vez fuera una descripción demasiado cruel de las personas que vivían con ella. La antigua institutriz que vio paseando con ella por el parque dos días antes posiblemente hubiera superado la edad para encontrar un empleo. La criada era madre soltera y no encontraría nada mientras quisiera tener a su hija con ella.