Se puso en pie y se acercó a la ventana mientras esperaba que Cassandra terminara de vestirse. Descorrió las cortinas y contempló la calle desierta. Al cabo de un momento cayó en la cuenta de que no sería muy sensato permanecer junto a la ventana con una vela encendida a su espalda. Los vecinos de la acera de enfrente sabrían que solo vivían mujeres en esa casa.

Corrió de nuevo las cortinas, se giró y se apoyó en el alféizar con los brazos cruzados por delante del pecho.

Cassandra salió del vestidor en ese preciso momento. Lo miró, se sentó en un sillón y se tomó su tiempo para colocarse las faldas del vestido azul que se había puesto. Sus labios esbozaban una leve sonrisa burlona. Se había vuelto a recoger el pelo, pero no con un moño. Al ver que él no decía nada, alzó la mirada y enarcó las cejas.

– Siento mucho haberme inmiscuido en tu vida y haberte hecho daño -se disculpó él.

Ella mantuvo las cejas enarcadas.

– No me ha hecho daño -replicó-. Que yo recuerde, he sentido un gran placer. Espero que haya sido recíproco.

– ¿Dónde duermen tus criadas? -le preguntó-. Y la niña.

– En el último piso -contestó ella-. No se preocupe por la posibilidad de que nuestros jadeos y gemidos hayan traspasado las paredes y hayan tenido en vela a toda la casa. Y no son mis criadas. Son mis amigas.

No era una mujer agradable cuando llevaba puesta su máscara, lo que sucedía con frecuencia. Lo mejor sería marcharse. El dinero que le envió la mañana anterior las mantendría a todas un tiempo. Después… Bueno, no era responsabilidad suya. El problema era que la mujer con la máscara no existía y él no conocía a la mujer que se ocultaba tras ella. No sabía si le gustaría o no.

Cassandra no quería que la conociera.

Había matado a su marido.

¡Por el amor de Dios! ¿Qué estaba haciendo en esa casa?

Sin embargo, había llegado a Londres con una institutriz ya entrada en años, con una criada muy joven que. Había perdido el trabajo, con la hija de esta y con un perro cojo. Lo había seleccionado para el papel de su protector a fin de que ninguno pasara hambre… ella incluida.

– Este es su hogar -dijo-. Cada vez que vengo a ejercer mis derechos como tu señor lo estoy mancillando. Estoy mancillando la inocencia de esa niña.

Ese hecho lo había inquietado desde que la vio la tarde anterior, con las mejillas sonrosadas, el pelo alborotado y los ojos como platos. ¡Qué valiosa era su inocencia! En un primer momento pensó que tal vez fuera hija de Cassandra. Lo mismo daba que no lo fuera. Esa situación era… desagradable.

Se percató de que Cassandra había cruzado las piernas y de que balanceaba un pie en el aire. Lo estaba observando en silencio, con la sonrisa aún en los labios.

– Un caballero con conciencia -dijo a la postre-. Parece una contradicción. Debe de ser un gran inconveniente para usted, lord Merton.

– A menudo sí -convino-. Para eso está la conciencia, siempre y cuando uno no se haya convertido en un cínico. Intento guiar mi vida y las decisiones sobre el curso que debe tomar siguiendo sus dictados.

– ¿Es su conciencia lo que lo ha retenido aquí aunque ya está vestido? -le preguntó ella-. ¿O más bien el deseo por aquello que va a perder si se marcha? Si se trata de lo segundo, no tiene por qué preocuparse. Jamás le faltarán compañeras de cama cuando le apetezca una, y no precisamente por su título y su fortuna. Si se trata de lo primero, significa que nos tiene lástima, a mí y a mi desdichado séquito. No es necesario que nos compadezca. Sobreviviremos sin usted, lord Merton. No somos de su incumbencia, ¿verdad?

– No -contestó, respondiendo a su pregunta aunque fuese retórica. Siguió sin moverse de su sitio.

– ¿Qué pretende? -preguntó ella-. ¿Quiere instalarme en un nidito de amor? Es lo que hacen otros hombres, sobre todo los casados. Sería muy acogedor y podría visitarme cada vez que lo deseara sin temor a mancillar la inocencia de nadie. Sería como cualquier otra mujer con un trabajo. Tendría un hogar aquí y mi lugar de trabajo estaría en la otra casa. -Su pie se balanceaba más deprisa. Su voz era ronca y desdeñosa.

– No funcionará, Cassandra -dijo.

La oyó suspirar.

– Es el fin, ¿verdad? -replicó ella-. Espero que no le importe que no le devuelva todo el dinero, lord Merton. Es que he gastado parte de lo que me dio. Soy una manirrota. Pero le he prestado servicio dos noches seguidas y eso merece cierta compensación. -En ese momento pareció percatarse del rápido movimiento de su pie y lo detuvo en seco.

Sería muy sencillo decir que sí, que ese era el fin, pensó él. Era lo que deseaba hacer en el fondo. Podría regresar a Merton House, dormir lo que quedaba de noche y olvidarse de todo ese patético episodio cuando se despertase. Se vería libre de una relación que le había sido impuesta desde el primer momento.

Podría retomar la vida sencilla de la que disfrutaba.

No podía decir que sí.

– Cassandra -dijo y se inclinó ligeramente hacia ella-, tenemos que empezar de nuevo. ¿Podemos empezar de nuevo?

Su pregunta le arrancó una carcajada.

– Claro que sí, lord Merton -contestó-. ¿Me desvisto? ¿O prefiere hacer los honores? ¿O… prefiere que me acueste como estoy?

No había malinterpretado sus palabras en absoluto. Sin embargo y por motivos que solo ella conocía, había decidido provocarlo. De repente, tuvo la dolorosa revelación de que tal vez se odiaba a sí misma por lo que había elegido hacer con él.

Tal vez se odiaba por el asesinato del que consiguió librarse… al menos en lo concerniente a la ley.

– Quédate donde estás -le ordenó-. No habrá más sexo esta noche, Cassandra, ni tampoco lo habrá en un futuro cercano. Tal vez nunca vuelva a haberlo entre los dos.

La vio torcer el gesto.

– De modo que al proponer que empezáramos de nuevo me estaba invitando a que lo sedujera otra vez, ¿es eso, milord? Será un placer. Nunca diga nunca jamás. No conmigo.

Se acercó a ella en dos zancadas, se arrodilló delante del sillón y la cogió de las manos. Cassandra lo miró, sorprendida, y la máscara se esfumó.

– Ya basta -dijo-. Ya basta, Cassandra. Se acabó el juego. Porque ha sido un juego desde el principio. Esta no eres tú. Este no soy yo. Siento mucho lo que te he hecho. Lo siento de verdad.

Ella abrió la boca para hablar, pero la cerró sin decir nada. Intentó adoptar una expresión desdeñosa, pero no lo logró.

Stephen le apretó las manos con más fuerza y le dijo:

– Cassandra, si vamos a continuar con esta relación, debemos hacerlo como amigos. Y no empleo la palabra como un eufemismo de otra cosa. Debemos convertirnos en amigos. Necesito seguir ayudándote y tú necesitas ayuda. Tal vez no sea la mejor base para cimentar una amistad, pero tendremos que apañarnos con lo que hay. Te ayudaré económicamente todo el tiempo que lo necesites, y a cambio tú me proporcionarás tu confianza y tu compañía. No tu cuerpo. No puedo pagar por tu cuerpo. ¡No puedo!

– ¡Por el amor de Dios, lord Merton! -exclamó ella-. Debe de estar desesperado si está dispuesto a pagar por la amistad. ¿Me está diciendo que ser un ángel es una tarea solitaria? ¿Nadie quiere ser su amigo?

– Cass, llámame Stephen -le pidió.

¿Por qué se estaba tomando tantas molestias? ¿Por qué?, se preguntó.

Cassandra volvió a sonreír, pero la sonrisa desapareció de golpe.

– Stephen -dijo con un hilo de voz.

– Deja que seamos amigos -propuso-. Déjame venir a tu casa de día, con tu antigua institutriz como carabina. Déjame venir acompañado por mis hermanas. Déjame acompañarte por Londres como hice ayer por la tarde. Deja que nos conozcamos el uno al otro.

– ¿Tan desesperado está por averiguar mis secretos, lord Merton? ¿Se muere de ganas por conocer los morbosos detalles del asesinato de mi esposo?

Le soltó las manos y se puso en pie. Le dio la espalda y se pasó los dedos por el pelo. Miró la cama revuelta, donde poco antes habían hecho el amor.

– ¿Lo mataste? -le preguntó.

¿Por qué no la había creído del todo la primera vez que se lo preguntó? ¿Por qué no se había apartado de ella, asqueado, y había mantenido las distancias?

– Sí, lo maté -contestó ella sin vacilar-. No va a conseguir que lo niegue, lord Merton… Stephen -se corrigió-. No vas a hacer que me saque de la manga a un desconocido, a un vagabundo que sin otro motivo que su inherente maldad le disparó a mi esposo en el corazón y después se marchó sin robar nada de valor. Lo hice porque lo odiaba, porque quería verlo muerto y quería librarme de él. ¿De verdad quieres ser mi amigo?

¿Por qué seguía sin creer del todo sus palabras? ¿Porque la escena le resultaba inimaginable? Sin embargo, lord Paget había muerto porque alguien le había disparado una bala directa al corazón. Intentó imaginársela con una pistola en la mano y cerró los ojos un instante, horrorizado.

¿Estaba loco? ¿Lo había hechizado esa mujer? No lo creía. Por supuesto que no. Así que debía de estar loco.

– Sí -contestó con un suspiro-. Quiero serlo.

– La alta sociedad en pleno creerá que me estás cortejando -dijo ella-. Tus alas quedarán tiznadas. Pronto te darás cuenta de que te rechazan. O de que te has convertido en un hazmerreír. Todo el mundo creerá que te he engañado. Te tomarán por un tonto. Creerán que mi belleza te cegó. Porque soy guapa. No es un alarde vanidoso. Sé cómo me miran los demás. Las mujeres lo hacen con envidia y los hombres, con admiración y deseo. Las mujeres te darán la espalda, desilusionadas y molestas. Los hombres te mirarán con envidia y rencor.

– No puedo vivir de acuerdo a lo que los demás esperan de mí -replicó-. Debo vivir mi vida acorde a mis principios. Supongo que hubo un motivo para que nos fijáramos el uno en el otro en Hyde Park hace unos días. Aparte de que estuvieras buscando un protector y de que yo sea un admirador de la belleza… Recuerda que ibas tapada con un tupido velo. Podrías haberte fijado en cualquier otro. Y yo podría haberme fijado en cualquier otra. Pero nos vimos. Y hubo un motivo por el que volvimos a encontrarnos al día siguiente en el baile de Meg. Y no fue solo para que pudiéramos darnos un revolcón y separarnos con palabras amargas poco después. Creo en los motivos. Y en las consecuencias.

– ¿Me estás diciendo que fue el destino? -le preguntó ella-. ¿Que estábamos destinados a enamorarnos y tal vez a casarnos y a vivir felices para siempre?

– El destino lo decidimos nosotros mismos -respondió-. Pero algunas cosas suceden por un motivo en concreto. Estoy segurísimo. Nos conocimos por un motivo. Podemos intentar ahondar en él… o no. El destino no marca las consecuencias.

– Solo los motivos -añadió ella.

– Sí -convino Stephen-. O eso creo. No soy un filósofo. Vamos a empezar de nuevo, Cassandra. Vamos a darnos la oportunidad de ser amigos al menos. Deja que te conozca. Conóceme a mí. Tal vez merezca la pena conocerme.

– O tal vez no -replicó ella.

– O tal vez no.

La oyó suspirar, y cuando se giró para mirarla se dio cuenta de que Cassandra había dejado de fingir. Parecía vulnerable… y eso le otorgaba un encanto irresistible.

¿Una asesina? Imposible. Claro que, ¿qué asesino lo parecía?

– Debería haber sabido que me causarías problemas en cuanto te vi. Sin embargo, a quien descarté a primera vista por encontrarlo potencialmente peligroso fue a tu amigo. No me creía capaz de controlarlo. Me refiero al que parece un demonio. Al señor Huxtable.

– ¿A Con? -preguntó-. Es mi primo. Y no es un demonio.

– Me pareció que los ángeles eran una apuesta segura -continuó ella-. Y por eso te escogí.

– No soy un ángel, Cassandra.

– Ah, pero sí que lo eres -lo contradijo-. Ahí está el problema.

De repente, él le sonrió, y por un momento vislumbró un brillo en esos ojos verdes que lo llevó a pensar que ella iba a devolverle la sonrisa. Pero no lo hizo.

– Permíteme venir a verte mañana por la tarde -le dijo-. O esta tarde, mejor dicho. Una visita formal. Vendré a veros a ti y a tu antigua institutriz. ¿Te importaría recordarme su nombre?

– Alice Haytor.

– Deja que venga a veros a ti y a la señorita Haytor -le pidió.

Cassandra comenzó a balancear el pie de nuevo.

– Ella lo sabe.

– Y sin duda alguna cree que soy el demonio personificado -señaló-. ¿No quieres ver si soy capaz de engatusarla hasta que cambie de opinión?

– También sabe que todo es culpa mía, que yo te seduje -añadió Cassandra.

– Es imposible que lo sepa, porque no es verdad -la corrigió-. Me demostraste que estabas muy interesada en mí. No me sedujiste. Yo quise que el interés fuera mutuo. Eres hermosa. Y deseable. Merezco la reprobación de la señorita Haytor. Tomé las decisiones equivocadas con respecto a ti y a la atracción que sentía por ti. Permíteme intentar ganarme su respeto.