La puerta de la salita de estar, que parecía cerrada, se abrió de repente y el perro lanudo de aspecto desgreñado entró cojeando y con la lengua fuera.
– ¡Ay, vaya por Dios! -Exclamó Cassandra, que se puso en pie al ver al animal-. Otra vez se ha quedado abierto el pestillo. Lo siento mucho. Me lo llevaré.
– Yo lo haré, Cassie -se ofreció la señorita Haytor, poniéndose también en pie.
– ¡Pero si es una monada! -Protestó Kate-. Por favor, deje que se quede. Si se le permite estar en la salita, claro.
– En cuanto tiene la oportunidad, Roger se convierte en la sombra de Cassandra -señaló la señorita Haytor mientras volvía a sentarse-. Se cree el dueño de toda la casa, como si fuera el señor del castillo. Cosa que es cierta, la verdad. -Y sonrió por primera vez en toda la tarde. Incluso rió entre dientes al ver que Kate le devolvía la sonrisa.
Cassandra volvió a sentarse también y esbozó una leve sonrisa. Stephen, que la estaba observando, vio la mirada de genuino afecto que aparecía en su rostro y sintió una punzada en el corazón. Un sentimiento tan fugaz que no le dio tiempo a reconocerlo ni a comprender de qué se trataba.
– Roger -dijo él cuando el perro pasó a su lado, y extendió una mano para acariciarle su única oreja-. Tiene usted un nombre muy distinguido, señor mío. -El perro se detuvo, apoyó la cabeza en su regazo y lo miró con un ojo lloroso. Era ciego del otro, a juzgar por la capa blanquecina que lo cubría-. O eres un perro muy desgraciado que no paras de meterte en líos de los que sales con una nueva herida -siguió- o eres un perro muy afortunado que sobrevivió a un terrible accidente.
– Lo segundo -comentó Cassandra.
– ¡Qué espantoso, lady Paget! -Exclamó Meg-. Hace relativamente poco tiempo que convivo con mascotas. Mi hijo mayor decidió que no podía ir a los establos cada vez que quería ver a su camada de perritos y los metió en casa. Como es normal, la madre los acompañó, aunque no estaba adiestrada para convivir con nosotros. Pero entiendo muy bien lo rápido que los animales se convierten en miembros de la familia y he comprobado que en cierto modo se los quiere tanto como a las personas.
– Creo que parte de mí habría muerto si Roger no se hubiera recuperado de las heridas, lady Sheringford -confesó Cassandra con los ojos clavados en el animal-, pero sobrevivió. Me negué a dejarlo morir. -Desvió la mirada del perro para mirarlo a él antes de apartarla de ellos por completo.
Nadie preguntó sobre el accidente, y ella no explicó los pormenores del mismo.
– Va a acabar lleno de pelos, lord Merton -le advirtió la señorita Haytor.
El sonrió.
– Mi ayuda de cámara me echará un buen rapapolvo, no me cabe duda -replicó-, pero se encargará de cepillar la ropa hasta que no quede ni uno. De vez en cuando tengo que darle motivos para que me regañe, porque de esa forma siente que su trabajo es necesario y disfruta realizándolo.
La dama estuvo a punto de sonreírle, pero todavía no lo había perdonado del todo. No tenía muy claro que algún día llegara a hacerlo. Como nadie se había levantado a cerrar otra vez la puerta, en esa ocasión con el pestillo, al cabo de un rato apareció una cabecita de pelo alborotado y mejillas sonrosadas. La niña tenía el mismo aspecto que el día anterior cuando Stephen la vio detrás de las faldas de la criada. Al ver al perro, la pequeña entró en la salita. Llevaba un vestido rosa descolorido, aunque estaba limpio y sin una sola arruga.
– Perrito -dijo con una carcajada mientras se acercaba.
Roger, que parecía encantado con su posición ya que le estaban acariciando la oreja y rascándole la cabeza, soltó una especie de gruñido en respuesta y abrió el ojo bueno cuando la niña enterró los dedos en su peludo lomo y se inclinó para darle un beso.
– ¡Ay, Dios! -exclamó Cassandra otra vez avergonzada-. Lo siento mucho. Me llevaré a…
Sin embargo, la niña pareció percatarse en ese momento de que Roger estaba acompañado por un grupo de personas, una de las cuales era una dama que llevaba un sombrero adornado con flores. Al verla, se alejó del perro y señaló con un dedo el sombrero de Meg.
– Bonito -dijo.
– ¡Vaya, gracias! -Exclamó Meg-. Tus rizos también son muy bonitos. Podrías darme uno. Resulta que llevo unas tijeras en el ridículo. Podría cortarte uno, llevármelo a casa y ponérmelo en la cabeza, ¿no? ¿Crees que estaría guapa?
La niña se echó a reír, encantada.
– ¡Noooo! -Chilló, muerta de la risa-. Estarías fea.
– Supongo que tienes razón -replicó Meg con un suspiro-. Será mejor que lo deje en tu cabeza, donde está tan bonito.
La niña levantó un pie.
– Tengo zapatos nuevos -dijo.
Meg los miró.
– Son preciosos -le aseguró.
– Los otros eran pequeños -siguió la niña-, porque ya soy una niña grande.
– Desde luego que sí -le dijo Meg-. Seguro que los viejos eran pequeñísimos. ¿Quieres que te coja un ratito?
Cassandra volvió a sentarse y mientras lo hacía intercambió una mirada con la señorita Haytor. Sin embargo, no había motivos para que se inquietaran. Aunque fuese reprochable recibir invitados de alcurnia en compañía de un perro desgreñado y de la hija de una criada, era evidente que ambos habían cautivado a dichos invitados. Stephen sabía que sus hermanas estaban encantadas. Al igual que él. Comprendió que esa casa era un hogar, donde los niños y los perros podían moverse a su antojo. Era un hogar. El día anterior lo había intuido desde la puerta. En ese momento acababa de confirmarlo.
Cassandra no vivía sumida en una perpetua oscuridad. En aquel instante estaba mirando a la niña con una expresión muy cariñosa.
– Yo tengo un niño, pero es mayor que tú -le dijo Meg a la niña, una vez que la tuvo sentada en el regazo-. Y una niña más pequeña que tú. Y otro niño que es un bebé chiquitín.
– ¿Cómo se llaman? -quiso saber la niña.
– Tobías, aunque lo llamamos Toby -contestó Meg-. Sarah, aunque la llamamos Sally. Y Alexander, que es Alex. ¿Cómo te llamas tú?
– Belinda -respondió la pequeña-. ¿Yo también tengo otro nombre?
– A ver, a ver -dijo Meg, exagerando una expresión pensativa-. ¿Belle? Tengo una sobrina que se llama Belle, de Isabelle. ¿O Lindy? ¿Linda? ¿Lin? Ninguno es tan bonito como Belinda, ¿no te parece? Creo que tu nombre es perfecto así tal cual.
Roger se había tumbado en el suelo, sobre los pies de Stephen. Kate estaba charlando con la señorita Haytor. Y él le estaba sonriendo a Cassandra, que se mordía el labio y le devolvía la mirada con un sutil brillo risueño en los ojos.
Se alegró de haber ido. Se alegró de que Meg y Kate lo hubieran acompañado. Y se alegró de que a la puerta de la salita le fallara el pestillo. Ese momento era mucho mejor que el de la noche anterior, pese al placer sensual que le había reportado dicho encuentro. Ese era un nuevo comienzo, un buen comienzo. Cassandra estaba viendo lo mejor de su familia y él estaba viendo lo mejor de la suya.
Un nuevo comienzo…
¿De verdad era eso lo que quería? ¿Un comienzo de qué?
Sin embargo, antes de que pudiera ahondar en esa cuestión o retomar la conversación con los demás, alguien llamó a la puerta, que se abrió para dar paso a la espantada cara de la criada.
– ¡Ay, milady! -exclamó-. Lo siento muchísimo. Estaba recogiendo la ropa tendida y no me he dado cuenta de que Belinda y Roger entraban en casa. Pensaba que estaban en la cocina, pero cuando me he puesto a buscarlos, no los he encontrado por ningún sitio. ¡Belinda! -Susurró con cierta urgencia-. ¡Ven aquí! Y tráete al perro. Lo siento mucho, milady.
– Creo que los dos han estado atendiendo muy bien a nuestros invitados, Mary -repuso Cassandra cuya expresión por fin era abiertamente risueña-. Y Belinda les ha enseñado sus zapatos nuevos.
– Belinda y yo nos estamos haciendo amigas, Mary -terció Meg-. Espero que no la regañes por haber venido en busca del perro. Es una ricura, y me ha encantado conocerla.
– Roger está calentándome los pies -añadió Stephen, sonriéndole a la criada.
– Debes de estar muy orgullosa de tu hija -dijo Kate.
Belinda se bajó del regazo de Meg y se agachó delante de Roger para abrazarlo. El perro se puso en pie y salió cojeando de la estancia delante de la niña. La criada le dio un buen tirón a la puerta a fin de que el pestillo encajara.
– Vaya escena más vergonzosa -señaló la señorita Haytor con una breve carcajada-. Supongo que no estarán acostumbradas a tratar con los hijos de la servidumbre ni con los perros domésticos.
Meg soltó una carcajada.
– ¡No sabe lo equivocada que está! -Exclamó, tras lo cual procedió a resumirle los años que habían vivido en Throckbridge-. Cuando se crece en un pueblo pequeño como Throckbridge, uno se acostumbra a mezclarse con todo el mundo, sea cual sea su clase social. Es una forma muy sana de crecer.
– A veces echo de menos aquella vida -confesó Kate-. Algunos días les daba clases a los niños pequeños de la escuela. Bailábamos en las fiestas del pueblo, a las que asistían todos los vecinos y no solo la nobleza. Meg tiene razón. Fue una forma muy sana de crecer. Eso sí, no nos quejamos del golpe de buena suerte que tuvimos cuando Stephen heredó el título de conde de Merton, faltaría más.
– Yo no tengo ninguna queja -replicó él-. El título conlleva muchos privilegios. Y también muchas responsabilidades y muchas oportunidades para hacer cosas buenas.
Mientras hablaba miró a la señorita Haytor, consciente de que tal vez no hubiese acertado con el comentario ya que la dama podía estar pensando, y con toda la razón, que el título también le daba muchas oportunidades para hacer cosas malas. Sin embargo, la miró con una sonrisa y tuvo la impresión de que la expresión adusta del principio se había suavizado a lo largo de la media hora que llevaban en la salita.
Además, como decía el refrán, «Roma no se hizo en un día».
Había llegado la hora de marcharse. Vio que Meg se preparaba para levantarse. Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, llamaron a la puerta principal y todos volvieron la cabeza en dirección a la puerta de la salita, como si hubiera una ventana a través de la cual pudieran ver quién acababa de llegar. La puerta se abrió instantes después y la criada apareció de nuevo.
– Milady, el señor Golding -anunció-. Quiere ver a la señorita Haytor.
La aludida se puso en pie de un brinco con las mejillas encendidas.
– ¡Mary! Deberías haberme dicho simplemente que saliera y yo…
Demasiado tarde. Un caballero entró en la estancia dejando atrás a Mary, y su expresión se tornó avergonzada al ver que tenían invitados. Se detuvo abruptamente y saludó con una reverencia.
Cassandra se puso en pie para ir a recibirlo sin más demora con las manos extendidas y una sonrisa de oreja a oreja.
– Señor Golding -dijo-, ha pasado mucho tiempo, pero creo que lo habría reconocido en cualquier parte.
Era un hombre menudo, delgado y de porte rígido, de mediana edad y de aspecto bastante anodino. Tenía unas entradas considerables y estaba a punto de perder el poco pelo que le quedaba en la coronilla, aunque lo conservaba en las sienes y en el resto de la cabeza, plateado por las canas. Llevaba unos anteojos de montura metálica y dorada que se le habían escurrido por la nariz.
– ¿Eres la pequeña Cassie? -Preguntó al tiempo que la tomaba de las manos, tan contento de verla como lo estaba ella-. Yo no te habría conocido a ti, aunque a lo mejor habría reconocido el pelo. Pero nada de tuteos, ahora es lady Paget, ¿verdad? Me lo dijo ayer la señorita Haytor, cuando nos encontramos. Siento mucho la pérdida de su esposo.
– Gracias -replicó ella, que se volvió para realizar las presentaciones con esa expresión alegre y risueña que le otorgaba una increíble belleza.
Les explicó que el señor Golding fue el tutor de su hermano durante un breve período cuando eran niños, aunque en la actualidad era el secretario de un ministro.
– He venido a presentarle mis respetos a la señorita Haytor -dijo el señor Golding después de saludarlos a todos-. No quería interrumpirla a usted ni a sus invitados, lady Paget.
– Siéntese de todas formas -lo invitó Cassandra- y tómese una taza de té.
No obstante, se negó a hacerlo, a todas luces intimidado por la compañía.
– Solo he venido para invitar a la señorita Haytor a dar un paseo hasta Richmond Park mañana. Se me ha ocurrido que podíamos tomar el té al aire libre. -Y miró a la señorita Haytor con manifiesta incomodidad.
– ¿Los dos solos? -preguntó la aludida, con las mejillas aún encendidas y los ojos brillantes.
Era una mujer hermosa, pensó Stephen de repente. En su juventud debió de ser muy guapa.
– Supongo que no estaría muy bien visto -comentó el señor Golding, que comenzó a girar el sombrero en sus manos como si estuviera deseando que se lo tragara la tierra-. El caso es que no sé quién podría acompañarnos. Supongo que…
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