Stephen llegó a la conclusión de que todo comienzo necesitaba de una parte intermedia para llegar al final, ya fuera en el caso de un floreciente romance entre dos personas entradas en años que en el pasado coincidieron en sus puestos de institutriz y tutor en una misma familia, o en su nueva relación con Cassandra. Una relación amistosa que ninguno de los dos sabía dónde podía acabar. Pero estaba dispuesto a descubrirlo.

– Si no le parece mal -intervino, dirigiéndose al señor Golding-, y si lady Paget no tiene otros planes para mañana por la tarde, podríamos unirnos a su excursión. De esa forma las damas harían de carabinas entre sí.

– Milord, eso sería un detalle por su parte, pero no me gustaría obligarlo a nada -replicó el interesado.

– No es ninguna obligación -le aseguró él-. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí en primer lugar. Ahora solo necesitamos que las damas accedan a acompañarnos. -Miró con expresión interrogante a la señorita Haytor y a Cassandra-. Debería haberle preguntado antes a usted si le importa que me una al grupo, señorita Haytor. ¿Le importa? -le preguntó, haciendo uso de su sonrisa más encantadora.

Era evidente que la dama ardía en deseos de aceptar.

– Tiene toda la razón, lord Merton -contestó con cierta sequedad-. Si Cassie me acompaña, podré ejercer como su carabina y asegurarme de que no sufre ningún daño. Señor Golding, estaré encantada de acompañarlo.

Y todos miraron a Cassandra con gesto interrogante.

– Parece que mañana voy a tomar el té al aire libre -dijo ella, sin mirar siquiera a Stephen.

– Espléndido -replicó el señor Golding frotándose las manos, aunque todavía parecía muy avergonzado-. Las recogeré mañana a las dos en un punto en un carruaje alquilado.

– Señor Golding, ya que usted se va a encargar de la merienda, ¿me permitiría encargarme del carruaje? -le ofreció Stephen.

– Muy amable por su parte -respondió el aludido, tras lo cual se despidió con una reverencia sin más dilación.

– Es hora de que todos nos marchemos -dijo Meg al tiempo que se ponía en pie-. Gracias por el té y por su amable hospitalidad, lady Paget. Ha sido un placer conocerla, señorita Haytor.

– Lo mismo digo -añadió Kate-. Me habría encantado compartir algunas anécdotas de nuestras experiencias en la enseñanza, pero no nos ha dado tiempo, ¿verdad? Tal vez la próxima vez.

– Será un placer pasar a recogerla mañana, señora -dijo Stephen a modo de despedida mientras le hacía una reverencia y después siguió a sus hermanas y a Cassandra hacia el vestíbulo.

Dejó que Meg y Kate salieran de la casa en dirección al carruaje y se demoró unos instantes para despedirse de ella.

– Siempre he tenido debilidad por los almuerzos al aire libre -comentó-. El aire fresco. Comida y bebida. Hierba, árboles y flores. Y una alegre compañía. Una combinación poderosa.

– Puede que la compañía no sea muy alegre -le advirtió ella.

Sus palabras le arrancaron una carcajada.

– Estoy seguro de que el señor Golding me resultará simpático -dijo.

La vio esbozar una sonrisa de desdén, consciente de que había malinterpretado su advertencia adrede.

– Me refería a mí misma -puntualizó-. Te advierto que no me apetece ir, que esta nueva… relación de la que hablaste anoche está condenada al fracaso. Stephen, no podemos ser amigos después de haber sido protector y amante.

– ¿Estás diciendo que los amantes no pueden ser amigos? -le preguntó.

Ella no contestó.

– Necesito reparar el error que he cometido, Cass -confesó-. En vez de traer alegría a tu vida, he hecho justo lo contrarío. Déjame reparar ese error.

– No quiero…

– Todos queremos un poco de alegría -la interrumpió-. La necesitamos. Y de verdad que existe. Te prometo que existe.

Cassandra se limitó a mirarlo con una expresión luminosa en esos ojos verdes.

– Dime que estarás deseando que llegue la hora de partir hacia Richmond Park -le pidió.

– ¡Muy bien! -claudicó ella-. Si así te sientes mejor, lo diré. Esta noche no pegaré ojo por culpa de la emoción. Me pasaré la noche entera rezando para que haga buen tiempo y podamos tomar el té al aire libre.

Stephen sonrió y le acarició la barbilla con un dedo antes de apresurarse hacia el exterior. Una vez en el carruaje, se sentó frente a sus hermanas, de espaldas al pescante.

– ¡Ay, Stephen! -Exclamó Kate cuando la puerta estuvo cerrada y se pusieron en marcha-. Esta mañana no lo entendía. O tal vez no quería entenderlo. ¿Es que ninguno vamos a tener un camino fácil hacia el matrimonio y la felicidad?

– Pero, Kate, ha sido un camino difícil el que nos ha llevado a las tres a la felicidad -señaló Meg en voz baja-. Tal vez no se consiga si el camino es fácil. Tal vez sea mejor que le deseemos un camino difícil a Stephen.

Sin embargo, lo dijo sin sonreír y sin parecer especialmente contenta. Stephen ni siquiera les preguntó a qué se referían. Era demasiado obvio.

Aunque se equivocaban.

Solo estaba tratando de enmendar un error.

Solo estaba tratando de llevar un poco de alegría a la vida de Cassandra para poner fin a sus remordimientos de conciencia.

Hicieron el resto del trayecto en silencio.

CAPÍTULO 13

Cassandra pasó la mañana siguiente comprando en Oxford Street. Sin embargo, las compras no eran para ella. Le había pedido permiso a Mary para llevarse a Belinda, ya que quería comprarle una cofia para el verano a fin de que sustituyera la vieja gorra que llevaba, que perteneció a un mozo de cuadra. No se ofreció a comprarle más ropa a la niña. Con Mary había que tener mucho cuidado. Era una mujer orgullosa. Y también protegía con celo a Belinda, a quien adoraba.

Cumplió su objetivo en la primera tienda. Belinda salió con una preciosa cofia de algodón azul de ala ligeramente almidonada y con un volante en la nuca que le protegería el cuello del sol. Se ataba bajo la barbilla con unas cintas de color amarillo, unidas a la cofia con sendos ramilletes de diminutos ranúnculos y acianos de tela.

El esplendor de la cofia dejó boquiabierta a la niña, que se volvió para ver su reflejo en el escaparate cuando salieron de la tienda.

Caminaron por la calle de la mano y se detuvieron frente a una juguetería. Belinda no tardó en pegar la nariz al escaparate mientras contemplaba los juguetes en silencio. No demostró la menor emoción, ni tampoco parecía esperar que alguno de los objetos exhibidos pudiera ser suyo algún día. No exigió nada. Pero estaba claro que se había olvidado del resto del mundo.

Cassandra la observó con cariño. El simple hecho de ver algo así posiblemente bastara para alegrarle el día a la niña. Era una criatura fácil de contentar.

En un momento dado se percató de que en vez de observar todos los juguetes tenía la vista clavada en uno en particular. No era el más grande ni el más ostentoso. Más bien todo lo contrario. Era una muñeca de porcelana que solo llevaba un sencillo camisón de algodón y que descansaba sobre una mantilla de lana blanca. Después de mirarla durante un buen rato, Belinda levantó una mano y se despidió de ella.

Cassandra parpadeó para no llorar. Que ella supiera, Belinda no tenía juguetes.

– Creo que ese bebé necesita una mamá -dijo.

– Un bebé -repitió Belinda mientras pegaba la mano al escaparate.

– ¿Te gustaría cogerlo en brazos? -le preguntó.

La niña volvió la cabeza y la miró con esos ojos tan grandes y tan serios. Asintió en silencio.

– Vamos pues -le dijo ella, tomándola de la mano de nuevo para entrar en la juguetería.

Era un derroche absurdo. Ya no era la amante de lord Merton, ¿verdad? Y ya le había regalado la cofia. Pero había más necesidades en la vida además de la comida, la ropa y un techo bajo el que dormir. El amor también era necesario. Y si el amor le costaba unas monedas esa mañana en concreto, que así fuera.

El gasto valió la pena cuando la dependienta se inclinó hacia el escaparate y, tras coger la muñeca, la dejó en los brazos de Belinda.

No le habría extrañado ver que se le salían los ojos de las órbitas. La niña contempló la muñeca con la boca entreabierta y la sostuvo con rigidez unos instantes, hasta que comenzó a mecerla con suavidad.

– ¿Te gustaría llevártela a casa y ser su mamá? -le preguntó Cassandra.

Belinda volvió a mirarla y a asentir con la cabeza. Detrás de ellas había otra niña muy bien vestida que en ese momento exigió la muñeca de los tirabuzones rubios y no la otra tan fea que llevaba el vestido de terciopelo y la pelliza. Después dijo que necesitaba el cochecito de bebé, porque al suyo se le habían caído las ruedas. Y el saltador, porque los mangos del que le regalaron por su cumpleaños la semana anterior eran de un verde muy feo.

La muñeca de Belinda no se vendía con la ropa, procedieron a informarle. Así que compró el camisón que llevaba puesto. Y después, al ver que Belinda le daba un beso en la frente y le susurraba que no pasaría frío, también compró la mantilla de lana.

Ignoraba que los juguetes fueran tan caros.

Sin embargo, no se arrepintió del gasto al salir de la tienda. Belinda seguía sin poder hablar. Aunque acabó recordando algo de las insistentes enseñanzas de su madre. La miró con la muñeca firmemente sujeta en los brazos y dijo:

– Gracias, milady.

Sus palabras de agradecimiento no fueron un comentario educado. Fueron sinceras.

– Bueno, no podíamos dejar a ese bebé ahí sólito sin una mamá, ¿verdad? -le dijo ella.

– Es una niña -puntualizó Belinda.

– ¡Ah! -Sonrió y al levantar la vista se encontró con las sonrientes caras de lady Carling y lady Sheringford.

– ¡Sabía que era usted, lady Paget! -Exclamó lady Carling-. Se lo he dicho a Margaret y hemos cruzado la calle para asegurarnos. Qué niña más bonita. ¿Es suya?

– No -contestó-. Es la hija de mi ama de llaves, cocinera, doncella… en fin, de mi todo.

– Se llama Belinda -añadió la condesa de Sheringford- y veo que lleva sus preciosos zapatos nuevos. ¿Cómo está, lady Paget? Parece que tienes un nuevo bebé, Belinda. ¿Puedo verla? ¿Es una niña?

Belinda asintió con la cabeza y apartó la mantilla de la cara de la muñeca.

– ¡Vaya, es preciosa! -Exclamó la condesa-. Parece muy contenta y muy calentita. ¿Tiene nombre?

– Beth -contestó la niña.

– Un nombre muy bonito -comentó lady Sheringford-. Beth es el diminutivo de Elizabeth. ¿Lo sabías? Pero Elizabeth es demasiado largo para un bebé tan pequeñito. Es mejor llamarla Beth, sí.

– Margaret y yo vamos a la confitería para tomarnos un té -terció lady Carling-. ¿Le gustaría acompañarnos, lady Paget? Estoy segura de que encontraremos un dulce al gusto de Belinda. Y seguro que sirven limonada.

Su primer impulso fue el de rechazar la invitación. Sin embargo, no le haría daño que la vieran en público con ambas damas. Si la sociedad la aceptaba de forma gradual, tal vez en algún momento encontrara alguna anciana sola o enferma que necesitara una dama de compañía y que confiara en ella lo suficiente para contratarla. No era una perspectiva agradable, y no sabía qué sería de Alice y de Mary si algo así llegaba a suceder, pero…

En fin, no le haría daño a nadie que aceptara la rama de olivo que le tendían libremente.

– Gracias -dijo-. Belinda, ¿te apetece un dulce?

Belinda volvió a abrir los ojos como platos y asintió con la cabeza antes de recordar sus modales.

– Sí, milady, por favor -contestó.

Las tres charlaron durante casi una hora sentadas a la mesa mientras Belinda se mantenía en silencio. Después de comerse el bollo blanco con cobertura rosa que eligió con gran meticulosidad, la niña se bebió la limonada, servida en una taza que sostuvo con ambas manos, usó la servilleta para limpiarse la boca y las manos, y volvió a acunar a su muñeca. Mientras las damas hablaban, ella se entretuvo dándole besos y susurrándole cosas.

– Hace un día precioso para tomar el té al aire libre en Richmond -dijo la condesa.

– ¿Un té al aire libre? -Preguntó lady Carling con interés-. Qué agradable. No hay mejor manera para pasar una tarde de verano, ¿no le parece?

– Mi antigua institutriz, que vive conmigo, solo tiene cuarenta y dos años -explicó Cassandra-. Demasiado joven para ir sola a Richmond con un caballero de la misma edad… según ella. Ayer se presentó en mi casa el señor Golding para invitarla a tomar el té en Richmond Park y aunque era evidente que quería aceptar, se mostró un tanto titubeante. Así que lord Merton ofreció sus servicios y los míos como carabinas.

Las tres se echaron a reír, justo cuando el mismísimo conde de Merton, acompañado por el señor Huxtable, el ángel y el demonio, pasaba por delante del escaparate de la confitería. Cassandra notó que el corazón, o el estómago, o lo que fuera, le daba un vuelco. Del brazo de lord Merton caminaba una jovencita, la misma con quien bailó la pieza que dio comienzo al baile de su hermana. Stephen tenía la cabeza inclinada para escuchar lo que ella le decía. Y estaba muy sonriente.