Detrás de ellos caminaba una mujer también joven que debía de ser la doncella.

Lo que Cassandra sintió no fueron celos. Fue… Fue la certeza de que en teoría seguía siendo su amante, de que había pasado dos noches con él en su cama, de que había disfrutado de la experiencia muchísimo más de lo que se atrevía a admitir, de que había visto su cuerpo desnudo y había sentido su peso sobre ella.

Pensamientos que no tenían por qué cruzarle de repente por la cabeza.

Stephen quería ser su amigo.

En realidad, su sitio estaba al lado de una jovencita como la que llevaba del brazo. Una jovencita que se reía del comentario que él acababa de hacer. Stephen también se reía.

Su sitio estaba al lado de esa joven. No a su lado. Era un hombre joven, libre y simpático, un joven que irradiaba luz.

No debería haberle permitido que intentara transformar su fallida aventura amorosa en una amistad.

¡Ay, pero era tan…!

Tan… adorable.

– ¡Vaya, ahí están Stephen y Constantine! -exclamó lady Sheringford al mismo tiempo que el señor Huxtable reparaba en ellas a través del escaparate y les decía algo a sus dos acompañantes, que también se volvieron para mirarlas con una sonrisa.

Stephen levantó la mano para saludarlas y después le dijo algo a la joven, que negó con la cabeza y al cabo de unos instantes se alejó con su doncella, que apretó el paso para alcanzarla. Los dos caballeros entraron en la confitería y se acercaron a su mesa.

– ¿Así es como las damas se mantienen tan delgadas? -preguntó el señor Huxtable con voz y gesto irónicos.

– No, ni mucho menos -contestó lady Carling-. Lo logramos caminando de tienda en tienda, señor Huxtable. Además, Belinda es la única que ha disfrutado de un dulce. Nosotras hemos sido buenas y nos hemos contenido. Lady Paget ni siquiera le ha puesto azúcar al té, y solo le ha echado una gota de leche. Cojan unas sillas y siéntense con nosotras.

Cassandra descubrió que de repente le faltaba el aliento. No pintaba nada en ese grupo familiar. Además, ya era hora de llevar a Belinda a casa. Mary estaría preocupada.

– Pueden quedarse con las nuestras -les ofreció al tiempo que se ponía en pie-. Belinda y yo tenemos que irnos.

La niña se puso en pie sin protestar al tiempo que miraba al conde de Merton.

– Tengo una muñeca nueva -le dijo.

– ¡Ah! ¿Es una muñeca? -Le preguntó él con cara de sorpresa antes de acuclillarse a su lado-. Pensaba que era un bebé de verdad. ¿Puedo verla?

– Es una niña -señaló ella mientras le apartaba la mantilla de la cara-. Se llama Beth. Bueno, es Elizabeth, pero es un nombre muy largo.

– Beth le queda mejor -convino Stephen, acariciando una de las mejillas de la muñeca con un dedo-. Seguro que está muy calentita abrigada con la mantilla y acurrucada entre tus brazos. Está dormida.

– Sí -dijo la niña al ver que Stephen le sonreía.

Cassandra tragó saliva con dificultad y tuvo la impresión de que todo el mundo se percataba. Stephen tenía una expresión muy tierna en la cara y, sin embargo, no dejaba de ser un aristócrata mirando a la hija de una criada. Una niña ilegítima. Sería muy fácil encariñarse de él, confiar en él a pesar de que la experiencia le había enseñado a no confiar en ningún hombre, sobre todo en los amables.

Nigel había sido amable…

Lord Merton se puso en pie.

– Permítame acompañarlas a casa -se ofreció, mirándola.

¿Cómo podía negarse sin causar una escena delante de la ávida mirada de lady Carling y sus familiares?

– No es necesario -replicó-, pero se lo agradezco.

– Espero que el té al aire libre sea divertido -dijo la condesa.

– ¿Un té al aire libre? -Preguntó el señor Huxtable y esos ojos tan oscuros se clavaron en los suyos-. ¿Me he perdido algo?

– La dama de compañía de lady Paget ha sido invitada por un caballero amigo suyo a tomar el té al aire libre en Richmond -le explicó la condesa-. Y Stephen y lady Paget van a acompañarlos a modo de carabinas.

– Fascinante -comentó el señor Huxtable, que todavía seguía mirándola. Había enarcado las cejas-. ¿Como carabinas?

Cassandra se inclinó para ayudar a Belinda a arropar bien a la muñeca con la mantilla. Antes de enderezarse le dio un beso en la mejilla y la tomó de la mano. Sin embargo, al salir de la confitería la niña se detuvo, le entregó la muñeca a Stephen sin pedirle permiso siquiera y lo cogió de la mano para caminar entre ellos.

Stephen se colocó la muñeca bajo el brazo y correspondió a las miradas de algunos transeúntes con un gesto sonriente y algo tímido.

En opinión de Cassandra la escena era demasiado hogareña, casi como si la muñeca fuera real y tanto ella como Belinda fueran sus hijas. De los dos.

¿Sería sincero el comportamiento de Stephen?

Nadie podría contestar esa pregunta.

¿Existían personas así, tan puras como los ángeles?

En caso de que existieran, ¿qué hacía ella relacionándose con una?


Alice estaba muy emocionada por la salida de esa tarde, aunque no lo reconocería ni bajo amenazas de tortura. Para Cassandra, Alice siempre había sido una figura maternal, mucho más que una simple institutriz o una dama de compañía. Una figura emocional sólida como una roca. Su presencia quizá fuera lo único que la había ayudado a conservar la cordura a lo largo de los últimos diez años. Sin embargo, en ese momento se sentía culpable porque acababa de comprender que nunca la había visto como a una mujer. Cuando comenzó a trabajar para ellos, Alice era muy joven. Ni siquiera había cumplido los veinte años. De modo que cuando ella se casó, tenía treinta y pocos. Y durante todos esos años, jamás había tenido un pretendiente, jamás había tenido la oportunidad de contraer matrimonio o de disfrutar de alguna alegría personal.

¿Se habría enamorado del señor Golding hacía ya tantos años? ¿Habría albergado esperanzas al respecto? ¿Habría seguido pensando en él, soñando con él, durante todos los años transcurridos? ¿Habría sido un momento crucial en su vida el encuentro fortuito sucedido hacía un par de días? ¿Habría renacido la esperanza? ¿Quizá acompañada por un doloroso anhelo?

El hecho de ignorar las respuestas a todas esas preguntas le resultaba muy vergonzoso. Sin embargo, haría todo lo posible para que fructificara una relación entre ellos si ambas partes lo deseaban. Todo salvo ejercer de casamentera, por supuesto.

Esperaba con ilusión la llegada de la tarde, pero por Alice.

¡Ah, y también por ella!, reconoció a regañadientes mientras Belinda le contaba a Stephen que tenía una cofia nueva y él afirmaba que hacía muchísimo tiempo que no veía una tan bonita. No debería ilusionarse por la excursión. No debería permitir que se forjara una amistad entre ellos, porque Stephen debería estar con jovencitas como la que lo acompañaba un rato antes. Jovencitas que carecieran del lastre emocional que ella arrastraba.

Pero puesto que se había comprometido a pasar la tarde en su compañía, se limitaría a pasarlo bien.

Tenía la sensación de que hacía siglos que no lo pasaba bien.

¿Lo había hecho alguna vez? ¿Había existido algún momento en su vida en el que lo había pasado bien?

Stephen había prometido llevar la alegría a su vida. Le había asegurado que la alegría existía.

En su opinión, la alegría era mucho más valiosa que la felicidad.

Y más difícil de alcanzar. Estaba decidida a pasarlo bien. ¡Desde luego que sí!

Cuando llegaron a casa, Belinda se detuvo en silencio en la puerta mientras ella sacaba la llave de su escondrijo, debajo de una maceta situada al lado de los escalones, en vez de llamar. En cuanto abrió, Belinda cogió con mucho cuidado su muñeca del brazo de Stephen y se fue directa a la cocina, entre chillidos y gritos, y hablando tan rápido que ni siquiera pronunciaba bien las palabras. Sin embargo, entre el emocionado parloteo logró distinguir unas cuantas palabras: cobertura rosa, Beth, ranúnculos y cofia, dos damas elegantes, una mantilla blanca de lana, un volante que le protegería el cuello del sol y un caballero que había llevado a Beth sin despertarla.

La pobre Mary acabaría sorda por los gritos, pensó Cassandra con una sonrisa mientras sacaba la llave de la cerradura y la devolvía a su escondite.

Y de repente la asaltó un dolor atroz, como le sucedía en ocasiones, de buenas a primeras.

Ella no tenía hijos vivos. Solo cuatro bebés muertos.

No tenía ningún hijo que corriera hacia ella para ensordecerla con sus gritos.

Respiró hondo por la nariz antes de soltar el aire muy despacio por la boca y girarse para tenderle la mano a Stephen.

– Gracias -le dijo-. ¿Has visto lo despilfarradora que soy? ¿Has visto qué forma de malgastar tu dinero?

– ¿Haciendo feliz a una niña? -Precisó él al tiempo que se llevaba su mano a los labios-. No se me ocurre una forma mejor de gastarlo, Cass. ¿Nos vemos esta tarde?

– Sí -contestó antes de entrar en casa.

Stephen se alejó por la calle. Un hombre encantador, afable y físicamente perfecto. Y con un atractivo arrollador.

Sí, sería muy fácil encariñarse de él. Tan fácil como desearlo en el sentido más carnal. Tal vez no estuviera interpretando un papel, sino que fuera así de verdad.

O tal vez no.

Fuera como fuese, esa tarde iba a pasarlo bien. Había despilfarrado una buena cantidad de dinero esa mañana. Y esa tarde haría lo mismo con sus sentimientos.

Porque llevaba demasiado tiempo conteniéndolos.

Ni siquiera estaba segura de que quedara alguno escondido que despilfarrar.

Esa tarde lo descubriría.


A Stephen le pareció muy gracioso ayudar a la señorita Haytor a subir a su cabriolé esa tarde y ver cómo la dama se apresuraba a ocupar el sitio libre junto a Cassandra en vez de sentarse frente a ella. La maniobra lo obligaba a sentarse al lado del señor Golding. A juzgar por sus aturdidos ademanes, la señorita Haytor estaba muy nerviosa.

Quizá lo que estaba sucediendo fuera lo más parecido a un cortejo que había experimentado en la vida, pensó. Era una idea triste. Aunque mejor tarde que nunca.

El señor Golding parecía incluso más nervioso que el día anterior mientras supervisaba la colocación de una enorme cesta de mimbre, muy nueva, por cierto, en la parte trasera del carruaje. Si la había llenado de comida, podría alimentar a todo un regimiento.

En un primer momento, el señor Golding, cuyo atuendo era muy elegante, se mantuvo callado. La señorita Haytor, que iba como un pincel con un vestido de paseo azul oscuro y una pelliza, estaba tensa y silenciosa.

Cassandra, despampanante con un vestido verde claro y un bonete de paja, parecía encontrar la situación tan graciosa como él, aunque estaba convencido de que la sonrisa que intercambiaron no tuvo nada de maliciosa, ni por su parte ni por la de Cassandra.

Llegó a la conclusión de que el peso de la conversación tendría que recaer en él de momento. Claro que el arte de la conversación nunca le había resultado complicado. A menudo se reducía a hacer las preguntas apropiadas.

– Señor Golding, ¿se dedicó usted a la enseñanza en el pasado? -Preguntó mientras el cabriolé aumentaba la velocidad-. ¿Coincidió en ese período con la señorita Haytor?

– Lo hicimos, sí-contestó el aludido-. La señorita Haytor era la institutriz de la señorita Young y yo era el tutor del joven Young. Pero mis servicios no se requirieron durante mucho tiempo, y me vi obligado a buscarme otro puesto. Lamenté mucho hacerlo. La señorita Haytor era una maestra excelente. Admiraba mucho su dedicación y su gran preparación intelectual.

– Su dedicación era semejante a la mía, señor Golding -replicó la señorita Haytor, que por fin había recuperado el habla-. En una ocasión lo encontré a medianoche en el despacho de sir Henry Young, intentando dar con un buen método para enseñarle a Wesley a realizar divisiones de varias cifras de forma sencilla. Además, mi preparación intelectual era inferior a la suya.

– Solo en lo referente a los estudios formales que se reciben al asistir a la universidad -puntualizó él-. En aquella época usted había leído muchísimo más que yo, señorita Haytor. Me recomendó varios títulos que desde entonces se han convertido en mis preferidos. Siempre la recuerdo cuando los releo.

– Le agradezco el halago -dijo la señorita Haytor-. Pero supongo que habría acabado descubriéndolos tarde o temprano.

– Lo dudo -la contradijo él-. Tengo tantos libros pendientes para leer que me resulta difícil elegir un título con el que empezar, de modo que al final no leo ninguno. Me gustaría que me dijera qué ha estado leyendo durante estos años. Tal vez así me anime a intentar algo nuevo que no esté relacionado con la política.

Stephen miró a Cassandra. No se sonrieron abiertamente. Podrían haberlos pillado y eso los habría devuelto al nerviosismo del principio. Pero se sonrieron. Sabía que ella estaba sonriendo aunque no hubiera movido los labios. Y ella sabía que él le estaba devolviendo la sonrisa.