Aun en el caso de que hubiera malinterpretado su expresión, al menos esa tarde había abandonado la máscara. Tampoco la llevaba esa mañana. De hecho, lo había pillado tan desprevenido esa mañana que había llegado a la conclusión de que corría el riesgo de enamorarse de ella si no se andaba con cuidado. Cuando Con le dijo que mirara hacia el interior de la confitería, fue a Cassandra a quien vio en primer lugar. Ni siquiera se percató de la presencia de Meg y de lady Carling. Y cuando acompañó después a Cassandra y a la niña a su casa, sintió…
En fin, lo mismo daba. Era absurdo sentir algo así.
A la excursión los acompañaba solo el cochero, y Golding no iba con ningún sirviente, ya que había llegado a Portman Street en un coche de alquiler con la cesta en la mano. Por tanto, después del largo trayecto hasta Richmond Park, los caballeros se encargaron de llevar la cesta mientras que las damas encabezaban la marcha para elegir un buen lugar donde tomar el té.
Encontraron uno después de internarse entre los vetustos robles por los que Richmond Park era tan famoso. Una ligera pendiente cubierta de hierba desde la que se admiraban los prados y un bosquecillo de rododendros a un lado, tras el cual se alzaban más robles. A lo lejos se veía Pen Ponds, dos lagunas gemelas en las que abundaba la pesca.
Había algunas personas paseando, no muchas, y nadie parecía ir provisto con comida como ellos. No había nadie cerca del lugar que habían elegido. Tal como Stephen había esperado que sucediera, iban a pasar una tarde tranquila, alejados de cualquier curioso.
Una vez que dejaron la cesta, el señor Golding la abrió y sacó una manta enorme, lo que explicaba por qué no pesaba tanto como Stephen había pensado al ver su tamaño. El señor Golding la sacudió para extenderla y la habría colocado él mismo de no ser porque la señorita Haytor se apresuró a coger dos de los extremos para ayudarlo. Entre ambos la colocaron en el suelo sin una sola arruga.
– Es demasiado temprano para tomar el té -señaló el señor Golding-. ¿Les apetece dar un paseo?
– Pero alguien podría ver la cesta y la manta si nos alejamos -protestó la señorita Haytor.
– Yo estoy muy bien aquí sentada -comentó Cassandra-, relajándome al sol, respirando el aire puro y disfrutando de la verde campiña. Alice, ¿por qué no acompañas al señor Golding mientras que lord Merton y yo nos quedamos aquí?
La señorita Haytor miró a Stephen con recelo. Y él le regaló la mejor de sus sonrisas.
– Señora, yo me encargo de cuidar a lady Paget -dijo-. El hecho de que el parque sea un lugar público y de que haya otras personas será protección más que suficiente en su caso y en el de ella.
Era evidente que sus palabras no acababan de convencerla. Pero su deseo de dar un paseo a solas con el señor Golding pugnaba con la prudencia.
– Allie -dijo Cassandra-, si hemos venido hasta aquí para pasear todos juntos alrededor de la cesta, mejor nos hubiésemos quedado en casa para disfrutar del té en el jardín trasero, debajo del tendedero de Mary.
Sus palabras lograron persuadir a la señorita Haytor, que descendió la suave pendiente al lado del señor Golding, cuyo brazo acabó aceptando en cuanto giraron en dirección a las distantes lagunas.
– Creo que he sido muy egoísta -comentó Cassandra mientras se sentaba en la manta, tras lo cual se quitó los guantes y el bonete para dejarlos a su lado.
– ¿Al mandarlos lejos mientras nosotros nos quedamos aquí? -precisó Stephen.
– Al mantener a Alice a mi lado durante todos estos años -contestó ella-. Empezó a buscar otro empleo cuando acepté la propuesta matrimonial de Nigel. Incluso fue a una entrevista y quedó muy impresionada con los niños y con sus padres. Pero le supliqué que me acompañara al campo, por lo menos durante un año. Nunca había vivido en el campo y la perspectiva me asustaba un poco. Me acompañó porque insistí muchísimo, y al final se quedó, año tras año. Solo tuve en cuenta mis necesidades, incluso le dije en multitud de ocasiones que no sabía cómo podría vivir sin ella.
– Sentirse necesario es, aunque suene redundante, una necesidad inherente al ser humano -comentó Stephen-. Es obvio que ella te quiere. Supongo que se alegró de seguir a tu lado.
Cassandra volvió la cara para mirarlo. Se había abrazado las piernas, que tenía dobladas por las rodillas.
– Stephen, eres muy amable al decir eso -concedió ella-. Pero es posible que hubiera encontrado a un hombre con quien casarse hace años. Podría haber sido feliz.
– O no -apostilló él-. No muchas institutrices gozan de una posición tan libre como para relacionarse con hombres, ¿no te parece? Además, sus nuevos señores tal vez solo quisieran que les impartiera conocimientos básicos a sus hijos. Los niños podrían haberle tomado antipatía. Y habría acabado siendo despedida al poco tiempo de comenzar a trabajar para ellos. Su siguiente empleo podría haber sido peor. En resumen, que podría haber pasado cualquier cosa.
Cassandra soltó una carcajada. Todavía seguía mirándolo.
– Tienes razón -reconoció-. Después de todo, a lo mejor he estado conservándola a mi lado para que se produjera este feliz reencuentro con el amor de su vida. Creo que el señor Golding es el amor de su vida. Además, hoy no es un día para la melancolía y los remordimientos, ¿verdad? Hoy estamos tomando el té al aire libre. Siempre me ha parecido muy alegre lo de comer al aire libre. Pero no lo hicimos nunca durante mi matrimonio. Es raro, la verdad. Acabo de darme cuenta hoy mismo. Stephen, he venido para pasarlo bien.
Él estaba sentado con una pierna doblada y la suela de su bota de montar firmemente plantada sobre la manta. Uno de sus brazos descansaba sobre dicha pierna, mientras que con la otra mano se apoyaba en el suelo, a su espalda. Habían colocado la manta bajo la sombra de las ramas de uno de los robles. Su sombrero descansaba a un lado.
Observó, fascinado, cómo Cassandra levantaba los brazos para quitarse las horquillas del pelo, tras lo cual sacudió la cabeza y dejó que los mechones cayeran en torno a sus hombros y por su espalda. Dejó las horquillas en el ala del bonete y se pasó los dedos por el pelo para desenredárselo.
– Si llevas un cepillo en el ridículo, estaré encantado de hacerlo por ti -se ofreció.
– ¿De verdad? -Ella volvió a mirarlo-. Pero me he quitado las horquillas para poder tumbarme en la manta y mirar el cielo. Mejor luego, antes de que vuelva a recogérmelo.
Lo más extraño era que no estaba coqueteando con él. No estaba usando sus ademanes seductores, ni tampoco la voz que los acompañaba. Sin embargo, la tensión entre ellos se tornó casi palpable, y no le cupo la menor duda de que ella era tan consciente de ese hecho como él. Nunca había visto a Cassandra con esa actitud tan relajada, sonriente y natural.
Se sentía deslumbrado.
Porque así resultaba mucho más atractiva que cuando intentaba atraerlo.
Siguió observándola mientras se tumbaba en la manta y se colocaba la ropa para asegurarse de que tenía los tobillos decentemente cubiertos por las faldas. Después entrelazó los dedos bajo la cabeza y clavó la mirada en el cielo con un suspiro de contento.
– Si pudiéramos mantener siempre el vínculo con la tierra -dijo-, nos evitaríamos muchos problemas. ¿No te parece?
– A veces nos dejamos embriagar tanto por la extraña idea de que somos los amos de todo lo que vemos que se nos olvida nuestra condición de simples criaturas de la naturaleza -contestó él.
– Como las mariposas, los ruiseñores y los gatitos -replicó ella.
– O los leones y los cuervos -añadió él.
– ¿Por qué es azul el cielo?
– No tengo la menor idea -reconoció antes de mirarla con una sonrisa y ver que ella también lo estaba mirando-. Pero me alegro de que lo sea. Si el sol brillara en un cielo negro, el mundo sería un lugar muy triste.
– Como los días de tormenta -señaló ella.
– No, peor.
– O como las noches despejadas de luna llena. Ven a ver esto -lo invitó.
Y él malinterpretó a propósito sus palabras. Agachó la cabeza sobre la suya y contempló su cara a placer hasta llegar a esos ojos verdes. Que lo miraban risueños.
– Precioso -dijo. Con total sinceridad.
– Lo mismo digo -replicó ella, cuyos ojos lo estaban observando a su vez-. Stephen, cuando seas mayor vas a tener arrugas alrededor de los ojos, y te harán muchísimo más atractivo.
– Cuando eso suceda -repuso-, recordaré que me lo advertiste.
– ¿De verdad? -Cassandra levantó las manos y le rozó el lugar donde aparecerían dichas arrugas con las yemas de dos dedos-. ¿Me recordarás?
– Siempre -le aseguró.
– Yo también te recordaré -confesó-. Recordaré que alguna vez en mi vida conocí a un hombre perfecto en todos los sentidos.
– No soy perfecto -la corrigió.
– Déjame seguir soñando -lo reprendió-. Para mí, eres perfecto. Hoy eres perfecto. No te conoceré tan a fondo ni nos relacionaremos durante tanto tiempo como para descubrir tus defectos o tus vicios, que estoy segura de que los tienes en abundancia. En mis recuerdos serás mi ángel perfecto. A lo mejor mando hacer un medallón con tu retrato que llevaré siempre al cuello.
Y la vio sonreír. Él no lo hizo.
– ¿No vamos a relacionarnos durante mucho tiempo? -le preguntó.
Cassandra hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Exacto -contestó-. Pero eso da igual, Stephen. Hoy es hoy, y es lo único que importa.
– Sí -convino.
Hasta donde alcanzaba su vista no había nadie paseando que pudiera verlos. Y en caso de que hubiera alguien, ya estaría bastante escandalizado. ¿Qué más daba si…?
La besó.
Y ella le devolvió el beso, primero acariciándole la cara con las manos y después echándole los brazos al cuello.
Fue un beso inocente, tierno y muy lento en el que no intervinieron sus lenguas. El beso más peligroso que Stephen había compartido jamás. Lo supo tan pronto como se separó de sus labios y la miró de nuevo a la cara.
Porque fue un beso de cariño rayano en el amor. No hubo deseo. Sino amor.
– ¿Vas a hacerme caso por fin y a mirar lo que te he pedido que miraras antes? -la oyó preguntar-. Mira hacia arriba. Al cielo -añadió en voz baja y sin sonreír pese a la nota risueña de sus palabras.
De modo que Stephen se tumbó a su lado, clavó la vista en el cielo y comprendió al instante su comentario anterior sobre el vínculo con la tierra. Lo sintió, firme y eterno contra la espalda a pesar del grosor de la manta. Sobre él vio el cielo azul sin rastro de nubes y, conectando el cielo con la tierra, las ramas del roble. El formaba parte de dicha conexión, de ese glorioso lugar que no paraba de rotar, de la misma manera que formaba parte Cassandra.
Alargó un brazo para cogerla de la mano y entrelazó los dedos con los suyos.
– Si tuvieras la opción de echar a volar y convertirte en otra persona, ¿lo harías? -preguntó ella.
Él meditó un rato la cuestión.
– ¿Y dejar de ser la persona que conozco? ¿Dejar atrás todo aquello, a las personas y a las cosas, que me ha ayudado a ser lo que soy? -puntualizó-. No. Pero un escape temporal no vendría mal de vez en cuando. Es que soy un poco ambicioso y me gusta quedarme con lo bueno de los dos mundos. ¿A ti no?
– Yo podría quedarme aquí y soñar con volar hacia el azul del cielo y hacia la luz. Pero tendría que marcharme al completo, porque de otro modo el ejercicio no tendría sentido. Así que nada cambiaría, ¿verdad? Si pudiera volar y al mismo tiempo quedarme atrás… En fin, sería como la misma muerte. Y creo que lo detestaría. Porque quiero vivir.
– Me alegro de escucharlo -aseguró él, riendo entre dientes.
– ¡No lo has entendido! -Exclamó Cassandra-. Esa conclusión me ha sorprendido mucho. Porque llevaba muchísimo tiempo pensando que si me dieran la oportunidad de hacer algo así sin tener que quitarme la vida, elegiría la muerte.
Sus palabras lo dejaron helado.
– ¿Y ya no te sientes así? -le preguntó.
– No -contestó ella con una suave carcajada-. ¡No! Quiero vivir.
Stephen le dio un fuerte apretón en la mano mientras se sumían en el silencio y reflexionaba sobre lo que Cassandra acababa de decirle. ¿Cómo habría sido su vida para que hubiera preferido la muerte a la vida? ¿Cómo habría sido su vida para que le sorprendiera descubrir que, en contra de lo que llevaba pensando tanto tiempo, prefería la vida?
A veces se le olvidaba, tal vez a propósito, que su vida había sido tan intolerable que había llegado al extremo de cometer un asesinato.
Pero no era momento de pensar en esas cosas. Volvió la cabeza para mirarla al cabo de unos minutos y ella le devolvió la mirada. Ambos sonrieron.
– ¿Eres feliz? -le preguntó.
– Mmmm -murmuró ella a modo de respuesta.
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