Seguía siendo un hombre apuesto, pese a su delgadez y a su aire de erudito. Su compañía seguía siendo grata. Y era maravilloso que un hombre hablara exclusivamente con ella durante una hora. Y pasear cogida de su brazo. Si no se andaba con cuidado, volvería a enamorarse de él… y eso sí que sería una estupidez.
En ese momento le preguntó por Cassie y ella comprendió que desconocía la historia.
– Debió de ser un duro golpe para lady Paget perder a su esposo tan joven. ¿Le tenía mucho cariño? -preguntó él.
Titubeó antes de contestar. No era ella quien debía responder esa pregunta. Claro que si él suponía que lo quería, podría darle la razón sin sentir que estaba revelando un secreto. Podría responder sin comprometerse, pero también era posible, muy probable de hecho, que el día menos pensado escuchara los rumores que circulaban sobre Cassie y pensara que no había confiado en él.
– Era un maltratador de la peor calaña -contestó-. Cualquier afecto que sintiera por él cuando se casó murió enseguida.
– ¡Madre de Dios! -exclamó él-. ¡Señorita Haytor, eso es espantoso! Creo que no hay nada peor que un maltratador. No hay mayor canalla.
Alice podría haberse quedado ahí, pero continuó:
– Murió de forma violenta. Algunos dicen que Cassie lo hizo. Ciertamente, sé que es famosa en la ciudad, donde la apodan «la asesina del hacha» por culpa de ciertos rumores.
– ¡Señorita Haytor! -El señor Golding se detuvo de repente, y le soltó el brazo para mirarla a la cara con expresión escandalizada y sorprendida-. ¡No puede ser verdad!
– Le dispararon con su propia pistola -siguió.
– ¿Lo hizo…? -Dejó la pregunta en el aire y enarcó las cejas-. ¿Lo hizo lady Paget?
– No -respondió Alice, y añadió al ver que él no decía nada-: Pude ser yo.
– ¿Lo fue?
– Lo odiaba lo suficiente -contestó-. Nunca creí que pudiera odiar a alguien de esa forma, pero lo odiaba con toda mi alma. Miles de veces pensé en renunciar a mi puesto y buscar otro, pero miles de veces recordé que mi querida Cassie no disfrutaba de la misma libertad para marcharse y que yo era su único consuelo. Pude hacerlo, señor Golding. Pude haberlo matado. Le propinó unas palizas terribles en incontables ocasiones, tal como sucedió aquella noche. Sí, pude hacerlo. Pude coger la pistola y… dispararle.
– Pero no lo hizo, ¿verdad? -le preguntó en voz muy baja.
– Pude haberlo hecho -repitió con terquedad-. Quizá lo hice. Pero sería una tonta si lo confesara, ya que no hay pruebas que incriminen a nadie. Sería absurdo confesar la culpabilidad. Merecía morir.
«Adiós a la posibilidad de retomar el romance», se dijo mientras él se quitaba los anteojos, se sacaba un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y procedía a limpiar las lentes sin mirarlas. Era una lástima que estuvieran tan lejos del lugar elegido para el té. El pobre hombre debía de estar preguntándose en qué se había metido. Debía de estar desesperado por escapar. Lo miró directamente a los ojos, con una expresión desafiante, mientras él se colocaba de nuevo los anteojos y le devolvía la mirada, con el ceño fruncido.
– Si alguien no le hubiera parado los pies a lord Paget, su esposa habría tenido que soportar muchísimos años de agresiones y violencia -lo oyó decir-. No puedo perdonar un asesinato, señorita Haytor, pero tampoco puedo perdonar la violencia contra las mujeres. Mucho menos contra una esposa, que pasa a manos de su marido para que este la ame, la cuide y la proteja de todo mal. Es una de esas situaciones que no se pueden juzgar con éxito mediante las normas establecidas, ya sean legales o morales. No puedo felicitar al asesino de lord Paget, pero tampoco puedo condenarlo… o condenarla. Si usted lo hizo porque quiere a lady Paget, debo respetarla por ello, señorita Haytor. Pero no creo que lo hiciera.
Y sin mediar más palabra, le ofreció el brazo de nuevo, ella lo aceptó y echaron a andar hacia el lugar donde habían extendido la manta.
Se habían ausentado una eternidad, pensó Alice mirando hacia la pendiente, aunque al principio no localizó a las dos figuras sentadas en la manta que esperaba ver. Sin embargo, la siguiente vez que miró las vio allí, una junto a la otra, con la cesta a un lado. Por extraño que pareciera, tenía muchísima hambre. Se sentía increíblemente liberada. El señor Golding no la condenaría aunque lo hubiera hecho. Pero no la creía culpable.
Creía que a las mujeres, a las esposas, había que amarlas, cuidarlas y protegerlas.
Stephen se entretuvo pensando en lo que dirían sus amigos si supieran que estaba sentado en Richmond Park, compartiendo una merienda campestre con la infame lady Paget, su dama de compañía y el secretario de un político. No era lo que alguien esperaría del conde de Merton. De hecho, habría varias personas buscándolo en el almuerzo al aire libre que celebraba lady Castleford esa tarde.
Sin embargo, estaba disfrutando muchísimo. El té que Golding había llevado consigo, seguramente preparado en algún establecimiento especializado, estaba delicioso. Por supuesto que tenía muy claro que la comida disfrutada al aire libre sabía mucho mejor.
También cayó en la cuenta, con cierta sorna, de que si no hubiera heredado el título por sorpresa, seguramente él fuera el secretario de alguien a esas alturas y estaría muy orgulloso de su posición.
Todo el mundo parecía estar disfrutando tanto como él. La conversación fue muy animada y todos se rieron bastante. Incluso la señorita Haytor, que tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Estaba muy atractiva y parecía rejuvenecer un año por cada hora que transcurría.
Cassandra, al igual que su carabina, también parecía haber rejuvenecido. En circunstancias normales aparentaba sus veintiocho años. Pero en ese preciso momento parecía varios años más joven.
Todavía era temprano cuando terminaron de merendar.
– Supongo que no debería haber propuesto una hora tan temprana para salir de casa de lady Paget -dijo el señor Golding-. Todavía quedan varias horas de sol. Me parece una lástima que nos vayamos tan pronto.
Era una opinión que todos parecían compartir. Nadie quería dar por finalizada la tarde.
– Tal vez a Cassie y a lord Merton les apetezca dar un paseo mientras usted y yo nos quedamos aquí vigilando que no se lleven la manta ni la cesta, señor Golding -sugirió la señorita Haytor.
– ¡Eso sería estupendo! -Exclamó Cassandra al tiempo que se ponía en pie antes de que Stephen pudiera ofrecerle su ayuda o dar su opinión al respecto-. Después de comer tanto, necesito con urgencia un poco de ejercicio.
– Hay algunos árboles a los que podemos trepar -comentó él con una sonrisa mientras se levantaba-. Pero tal vez sea mejor un paseo tranquilo. ¿Nos vamos? -Le ofreció el brazo y Cassandra lo aceptó.
La señorita Haytor lo observó con cierta rigidez mientras se alejaban. Tal vez no debería haber hecho ese comentario acerca de trepar a los árboles delante de ella.
– Creo que el té al aire libre ha sido todo un éxito -dijo cuando se alejaron lo suficiente para que no pudieran oírlos.
– Alice está radiante, ¿verdad? -preguntó ella-. Nunca la había visto así. ¡Ay, Stephen! ¿Crees que…? -dejó la frase en el aire.
– Desde luego que sí -afirmó-. Me han parecido muy felices juntos. Aunque todavía está por ver si surge algo más. Todo depende de ellos.
– La voz de la razón -replicó ella con un suspiro-. Espero que no acabe sufriendo.
– La gente no siempre acaba sufriendo -dijo él-. Algunas veces encuentran el amor, Cass. Y la paz.
– ¡No me digas! -Sonrió-. ¿En serio? ¿De verdad lo hacen? Pues eso es lo que quiero que Alice tenga, amor y paz. Y en parte me mueve el egoísmo. Porque así me sentiré menos culpable por haberme aferrado a ella todos estos años.
En vez de descender por la pendiente y caminar por el verde valle como había hecho la otra pareja, la condujo hacia la cima de la loma y se introdujeron en el vetusto robledal, donde tuvieron que agacharse en más de una ocasión para evitar las ramas más bajas. Le gustaba la panorámica que se disfrutaba desde allí arriba, la sensación de soledad, la sombra que protegía del ardiente sol. Le gustaba la proximidad de los árboles.
Caminaron sumidos en un silencio cómodo mientras él contaba los días. El primero fue el del parque, cuando Con señaló a la viuda ataviada de negro y comentó que debía de estar asándose con esa ropa y el velo negro. Después la noche del baile de Meg, un día después de haberla visto en Hyde Park, y su primera noche juntos. El paseo en tílburi y su segunda noche juntos. Luego llegó la visita formal del día anterior con Meg y Kate para tomar el té con Cassandra y la señorita Haytor. Y… ese mismo día. Daba igual cómo hiciera la cuenta, del primer día al último, o del último al primero la suma siempre era la misma.
Cuatro días.
Conocía a Cassandra desde hacía cuatro días. No llegaba a una semana. Ni siquiera se acercaba.
Tenía la sensación de conocerla desde hacía semanas, incluso meses.
Y sin embargo, no la conocía tan bien, ¿verdad? Apenas sabía nada de ella.
– Háblame de tu matrimonio -le dijo.
Cassandra volvió la cabeza con brusquedad para mirarlo.
– ¿De mi matrimonio? -repitió-. ¿Qué me queda por contarte?
– ¿Cómo lo conociste? -le preguntó-. ¿Por qué te casaste con él?
Fueron aminorando el paso hasta detenerse por completo. Cassandra se soltó de su brazo y se alejó unos pasos, hasta apoyarse en el tronco de un árbol enorme. La siguió, aunque no se acercó mucho a ella y apoyó una mano en una rama baja. El tronco habría bastado para ocultarlos a la vista de los ocupantes de la manta, pero de todas maneras Stephen echó un vistazo por encima de la rama donde tenía apoyado el brazo para asegurarse. Se habían alejado más de lo que pensaba.
– Nunca tuvimos un hogar fijo -comenzó ella-. Nunca hubo estabilidad ni seguridad en casa. No nos faltó cariño, pero mi padre no nos atendió de forma responsable. Era un hombre muy sociable y solía a invitar a muchos caballeros allí donde estuviéramos viviendo. Siempre caballeros, ninguna dama. No empezó a preocuparme hasta que cumplí los quince. De hecho, me encantaba la compañía y la atención que de vez en cuando me prestaban. Me encantaba que mi padre me sentara sobre sus rodillas mientras hablaba con ellos. Pero cuando comencé a desarrollarme, tuve que soportar miradas lascivas y comentarios picantes… y algún que otro pellizco y roce a hurtadillas. Incluso un beso. Mi padre no lo habría permitido de haberlo sabido, por supuesto. Soñaba con verme disfrutar de una temporada social durante la que conocería a la gente adecuada. Al fin y al cabo, era un baronet. Pero ignoraba lo que pasaba delante de sus narices, y yo nunca se lo dije. Nunca fue nada especialmente peligroso, aunque la situación empeoró conforme iba creciendo.
– Deberías habérselo dicho -dijo él.
– Posiblemente. -Se encogió de hombros-. Pero no tenía nada con lo que comparar mi vida. Creía que era normal. Y Alice siempre estaba conmigo para proporcionarme cierta protección. Un día, el barón Paget acompañó a mi padre a casa y a partir de ese momento sus visitas se hicieron frecuentes. Mi padre y él eran amigos. Eran más o menos de la misma edad. Lord Paget era distinto de los demás. Era amable y siempre muy educado y agradable, de modales impecables. Comenzó a hablarme de su casa solariega en el campo, donde pasaba la mayor parte del tiempo, y de los terrenos de la propiedad, del pueblo y del vecindario. Que yo supiera, no jugaba. Un día nos quedamos a solas, ya que mi padre salió de la estancia con algún pretexto, y me dijo que todo eso podía ser mío si le concedía el gran honor de casarme con él. Me dijo que estaba al tanto de que no tenía dote, pero que no le importaba. Que solo me quería a mí. Me aseguró que redactaría un contrato matrimonial muy beneficioso para mí y que él me querría y me cuidaría el resto de su vida. Al principio me quedé espantada, pero me recuperé pronto de la impresión. Es posible que no entiendas lo tentadora que era para mí esa proposición… una vida de seguridad y estabilidad en un paraíso rural. Parecía un hombre como mi padre, pero sin sus defectos. Aunque me casé con él, supongo que lo veía como a un padre más que como a un marido.
– ¿Qué sucedió? -le preguntó tras un largo silencio.
Cassandra colocó las palmas de las manos en el tronco, a ambos lados de su cuerpo.
– Durante seis meses no pasó nada -contestó-. No puedo decir que fuera muy feliz. Era un hombre mayor y yo no estaba enamorada de él. Pero parecía una buena persona, y era amable y atento conmigo, y yo adoraba el campo y el vecindario. Estaba embarazada y delirante de felicidad por mi estado. Me sentía contenta, tal vez incluso un poco feliz. Un día Nigel fue a visitar a un vecino lejano, y no tuve noticias de él durante tres días. Estaba muerta de preocupación y cometí el error de ir a buscarlo. Se alegró mucho de verme y me trató con gran amabilidad. Llamó a sus amigos, todos hombres, para que vieran lo mucho que lo quería su flamante esposa. Se rió a mandíbula batiente con ellos y regresó conmigo a casa. En el carruaje se mantuvo en completo silencio. Me sonrió varias veces, pero yo tenía miedo. Me di cuenta de que había estado bebiendo. Tenía una expresión en los ojos que me resultaba desconocida. Cuando llegamos a casa… -Tragó saliva y se detuvo un instante. Cuando continuó con el relato, lo hizo con un hilo de voz-. Cuando llegamos a casa, me llevó a la biblioteca y me dijo en voz muy baja que lo había avergonzado tanto que no sabía si iba a poder mirar a sus amigos a la cara cuando volviera a verlos. Me disculpé… más de una vez. Pero él empezó a pegarme. Primero me abofeteó y luego comenzaron los puñetazos… y las patadas. No puedo hablar sobre eso… El caso es que dos días después sufrí un aborto. Perdí a mi hijo… -Había apoyado la cabeza contra el tronco y tenía los ojos cerrados. Su cara era un mosaico de luces y sombras. Había perdido todo el color.
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