Alice no rechistó. Porque estaba al tanto de todo eso. Sabía los riesgos que corría Cassandra si luchaba por sus derechos. Y ella había elegido no luchar. Bastante violencia había sufrido durante los pasados nueve años. Diez, a esas alturas. Había elegido marcharse sin más, con sus amigas y con su libertad.
– No voy a morirme de hambre, Alice -sentenció-. Ni tú, ni Mary, ni Belinda. Yo me encargaré de cuidaros a todas. Y a ti también, Roger -añadió mientras le acariciaba la barriga con la punta del zapato, gesto que hizo que el perro golpeara el suelo con el rabo al tiempo que agitaba las tres patas en el aire. La sonrisa de Cassandra se tiñó de amargura… y de algo mucho más tierno-. ¡Ay, Alice! -Exclamó mientras atravesaba la estancia para arrodillarse a los pies de su antigua institutriz-. No llores. Por favor. No puedo soportarlo.
– Jamás pensé que te vería… -dijo Alice entre sollozos-, que te vería convertida en… ¡cortesana! Porque eso es lo que serás. Una prost… una prost… de lujo -concluyó, aunque fue incapaz de decir la palabra completa.
Cassandra le dio unas palmaditas en una rodilla.
– Será mil veces mejor que el matrimonio -le aseguró-. ¿No te das cuenta? Esta vez seré yo quien tenga el poder. Entregaré mis favores o los negaré según me apetezca. Podré deshacerme del caballero en cuestión si no me gusta o si me desilusiona de alguna forma. Seré libre para salir y entrar cuando quiera, y para hacer lo que quiera, salvo cuando esté… en fin, trabajando. ¡Será diez mil veces mejor que el matrimonio!
– Lo único que siempre he deseado en la vida es verte feliz -dijo Alice mientras sorbía por la nariz y se limpiaba las lágrimas-. Eso es lo que quieren las institutrices y las damas de compañía. La vida pasa a nuestro lado, pero aprendemos a disfrutar con la vida de nuestras pupilas. Siempre he anhelado que conocieras lo que es el amor. Y que amaras.
– Conozco las dos cosas, tonta -replicó ella al tiempo que se sentaba sobre los talones-. Alice, tengo tu amor. Y el de Belinda. Y el de Mary, creo. Por no hablar del de Roger. -El perro se había acercado a ella y estaba golpeándole una de las manos con el hocico a fin de que siguiera acariciándolo-. Y yo os quiero a todas. De verdad.
Las lágrimas aún resbalaban por las mejillas de su antigua institutriz.
– Lo sé, Cassie -afirmó-. Pero tú sabes a lo que me refiero. No te hagas la tonta. Quiero verte enamorada de un hombre bueno que te corresponda. No pongas esa cara. Últimamente siempre te enfrentas con ella al mundo, así que cualquiera podría confundirla con tu verdadera personalidad. Conozco muy bien ese mohín despectivo y esa mirada cínica, que tienen muy poco de agradable. Existen hombres buenos. Mi padre fue uno de ellos, y estoy segura de que no es el único que ha creado el Señor.
– Bueno -replicó Cassandra mientras le daba unas cuantas palmaditas más en la rodilla-, tal vez elija sin saberlo a un hombre bueno como protector que acabe enamorándose locamente de mí. No, retiro eso, bastante locura ha habido ya en mi vida. Que acabe enamorándose profundamente de mí y de quien yo me enamore profundamente, tras lo cual nos casaremos y viviremos felices para siempre con nuestra docena de niños. Tú podrás encargarte de todos ellos y les enseñarás todo lo que quieras. No voy a negarte el puesto solo porque hayas pasado de los cuarenta y estés ya en la vejez. ¿Eso te haría feliz, Alice?
La aludida estaba riendo y llorando a la vez.
– La parte de los doce niños no mucho, la verdad -contestó-. Pobre Cassie, acabarías consumida.
Ambas estallaron en carcajadas mientras Cassandra se ponía en pie.
– Además, Alice -añadió-, no hay ningún motivo por el que tu felicidad y tu vida dependan de las mías. Vivir a través de los demás es una noción espantosa. Tal vez vaya siendo hora de que empieces a vivir por tu cuenta. Y a amar. Tal vez seas tú quien conozca a un caballero que se percate de que eres una joya y que se enamore de ti y tú de él. Tal vez seas tú quien acabe viviendo ese «felices para siempre».
– Pero ahorrándome la parte de los doce niños, espero -apostilló Alice con una fingida mueca de espanto, que hizo que ambas se echaran a reír de nuevo.
¡Ay, qué pocos motivos para reírse había últimamente!, pensó Cassandra. Podía contar con los dedos de una mano las veces que se había reído de verdad durante los últimos diez años.
– Será mejor que vaya a desempolvar mi bonete negro -dijo.
Stephen Huxtable, conde de Merton, cabalgaba por Hyde Park acompañado de Constantine Huxtable, su primo segundo. Era la hora del paseo de la tarde, y la avenida principal del parque estaba atestada de vehículos de todo tipo, casi todos descubiertos para que los ocupantes pudieran tomar el aire, contemplar la actividad que se desarrollaba a su alrededor y charlar con los ocupantes de los otros vehículos con los que se cruzaban, así como con los paseantes. Estos últimos se contaban a cientos. Además, había una gran cantidad de jinetes con sus respectivas monturas. Stephen y Constantine entre ellos. Todos se esforzaban por avanzar entre la marea de carruajes.
Era un precioso día casi estival, con solo unas cuantas nubes algodonosas en el cielo cuya sombra se agradecía, ya que evitaba que el sol fuera en exceso abrasador.
A Stephen no le molestaba semejante multitud. No se iba a Hyde Park a pasear con prisas. Se iba para relacionarse con los demás, y a él siempre le había gustado mucho hacerlo. Era un joven de naturaleza gregaria y agradable.
– ¿Irás mañana por la noche al baile de Meg? -le preguntó a Constantine.
Meg era su hermana mayor. Margaret Pennethorne, condesa de Sheringford. Sherry y ella estaban en Londres esa primavera después de haberse perdido las dos anteriores. Habían llegado acompañados de Alexander, su hijo recién nacido; de Sarah, que ya tenía dos años, y de Toby, que ya había cumplido los siete. Por fin habían decidido plantarle cara al viejo escándalo que rodeaba a Sherry, quien se había fugado años antes con una mujer casada con la que había convivido hasta el día de su muerte. Había algunos que aún pensaban que Toby era su hijo, fruto de esa relación con la señora Turner. Ni Sherry ni Meg se molestaban en corregir dicha opinión.
Meg tenía temple, un rasgo de su carácter que siempre había admirado en su hermana. Jamás se contentaría con esconderse de forma indefinida en la relativa seguridad del campo con tal de no enfrentarse a sus demonios. Por su parte, Sherry también era muy capaz de mirar a cualquier demonio a los ojos y de retarlo a duelo. Al día siguiente por la noche y dado que la flor y nata de la alta sociedad había asistido a su boda hacía ya tres años, la aristocracia estaba obligada a acudir a su baile. De cualquier forma, nadie se lo habría perdido, porque la curiosidad siempre era más fuerte que cualquier prejuicio. La alta sociedad se moría de curiosidad por ver cómo marchaba el matrimonio después de tres años… o, más concretamente, por ver «si» marchaba.
– Por supuesto. No me lo perdería por nada del mundo -contestó Constantine, que se llevó la fusta al ala del sombrero para saludar a las cuatro damas que ocupaban los asientos del cabriolé con el que acababan de cruzarse.
Stephen hizo lo propio. Las cuatro damas les sonrieron y los saludaron en respuesta.
– Nada de por supuesto -le dijo a su primo-. Hace dos semanas no fuiste al baile de Nessie.
Nessie, Vanessa Wallace, duquesa de Moreland, era otra de sus tres hermanas. Daba la casualidad de que el duque de Moreland era primo hermano de Constantine. Sus madres eran hermanas y les habían transmitido su herencia griega a los dos. Ambos eran morenos de pelo y de piel, y parecían hermanos más que primos. De hecho, parecían gemelos.
Constantine no había asistido al baile de Vanessa y Elliott, a pesar de encontrarse en la ciudad.
– No me invitaron -adujo su primo al tiempo que lo miraba con expresión indolente y un tanto socarrona-. Y no habría ido aunque me hubieran invitado.
Stephen adoptó un gesto contrito al escucharlo. Constantine era consciente de que había intentado sonsacarle información con ese comentario. Elliott y Constantine no se hablaban, y eso que habían crecido juntos y habían sido grandes amigos durante la juventud. Y puesto que Elliott no se hablaba con su primo, Vanessa tampoco lo hacía. Siempre había sentido curiosidad por el motivo, pero nunca había preguntado. Quizá ya era hora de hacerlo. Las rencillas familiares solían producirse por cosas absurdas y se dilataban en el tiempo, cuando lo normal era que todo quedara olvidado con un abrazo.
– ¿Por qué…? -comenzó a preguntarle.
Sin embargo, Cecil Avery acababa de detener su tílburi a su lado y lady Christobel Foley, su acompañante, estaba poniendo su vida en peligro al inclinarse sobre el borde del precario asiento para sonreírles de oreja a oreja mientras hacía girar la sombrilla de encaje con la que se protegía la cabeza.
– Señor Huxtable, lord Merton -los saludó, mirando primero a Con antes de que sus ojos se detuvieran en Stephen-, ¿verdad que hace un día precioso?
Pasaron unos minutos constatando el hecho y ambos le solicitaron que les reservara un baile para la fiesta de Meg, después de que la jovencita dejara bien claro que su madre había cancelado la cena con los Dexter a última hora y como le había dicho a todo el mundo que no iban a asistir, la pobre Christobel estaba aterrada por la idea de encontrarse sin parejas de baile salvo el bueno de Cecil, por supuesto, a quien conocía desde siempre porque habían crecido juntos en el campo y el pobre, por tanto, no tenía más remedio que invitarla a bailar para que no acabara convertida en un absoluto florero.
Lady Christobel rara vez dividía sus intervenciones orales en frases. De modo que para poder entenderla había que prestar mucha atención. Normalmente bastaba con captar un par de palabras para seguir el hilo de la conversación. Aunque de todas formas era una muchacha preciosa y encantadora, y a Stephen le caía bien. Claro que debía tener mucho cuidado a la hora de demostrarle su simpatía. Lady Christobel era la hija mayor de los influyentes y acaudalados marqueses de Blythesdale, y acababa de cumplir dieciocho años, motivo por el que ese año celebraba su presentación en sociedad. Un matrimonio con ella sería muy ventajoso, y la joven estaba más que dispuesta a conseguir marido durante su primera temporada social, a ser posible antes que las demás. Tenía muchas posibilidades de lograrlo. Para localizarla en cualquier acto social, solo había que buscarla en el centro del grupo más numeroso de caballeros.
Sin embargo, tanto ella como su madre le habían echado el ojo a él en concreto. Y Stephen era muy consciente de ese hecho. Como también era muy consciente de ser uno de los solteros más cotizados de toda Inglaterra y de que el sector femenino de la alta sociedad había decidido, ese año con más ahínco que los anteriores, que había llegado la hora de que sentara cabeza, eligiera una esposa, engendrara un heredero y afrontara de esa forma su responsabilidad como par del reino. Ya había cumplido los veinticinco años y, al parecer, había cruzado la línea invisible que separaba la atolondrada e irresponsable juventud de la seria madurez.
Lady Christobel no era la única jovencita empeñada en cortejarlo y su madre no era la única decidida a echarle el lazo.
Por su parte, le caían bien todas las jovencitas a las que conocía. Le gustaba hablar con ellas, bailar con ellas, acompañarlas al teatro, a cabalgar y a pasear por el parque. No las evitaba, como solían hacer sus congéneres, por temor a caer en alguna trampa y acabar casado a la fuerza. Sin embargo, no estaba listo para casarse.
Ni hablar.
Creía en el amor. Tanto en el amor romántico como en el amor de cualquier otra índole. Dudaba mucho que pudiera contraer matrimonio a menos que sintiera un gran afecto por su futura esposa y estuviera seguro de que ella le correspondía. Sin embargo, su título y su fortuna se interponían en el camino para alcanzar ese a priori modesto sueño. De la misma forma que se interponía su físico, aunque pecara de presumido al pensarlo. Era muy consciente de que las damas lo encontraban guapo y atractivo. ¿Cómo iba una mujer a soslayar esa barrera para llegar a conocerlo y a entenderlo… y para amarlo?
Pero el amor era posible, incluso para un acaudalado conde. Sus hermanas, las tres, lo habían encontrado, aunque en los tres casos los comienzos habían sido muy tambaleantes.
Tal vez el amor lo estuviera esperando a la vuelta de una esquina en cualquier momento de su futuro.
Entretanto, estaba dispuesto a disfrutar de la vida, y a evitar las numerosas trampas matrimoniales con las que a esas alturas estaba tan familiarizado.
– Creo que la dama habría estado encantada de dejarse caer del asiento a tu regazo, Stephen -comentó Con-, de haber estado segura de que estabas lo bastante cerca como para cogerla.
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