– Y no fue la única vez -dijo él en voz baja.

– No -convino ella-. No fue la única paliza ni el único aborto. Era dos hombres distintos, Stephen. No podía desear un hombre más amable, más atento y generoso que él cuando estaba sobrio… y en ocasiones estaba sobrio durante meses. De hecho, ese era su estado habitual. Cuando estaba borracho, no había señales externas, solo sus ojos… y su violencia. Una de las vecinas, que me vio en una ocasión cuando aún no se me había bajado la inflamación del ojo tras una paliza, me dijo que siempre había sospechado que Nigel mató a su primera esposa. La versión oficial es que murió al caerse del caballo cuando intentaba saltar una cerca alta.

Stephen no sabía qué decir, salvo que se alegraba de que hubiera matado a Paget antes de que él la matara a ella. ¡Por el amor de Dios! Ese hombre había matado a sus hijos nonatos.

– Por aquel entonces me creía culpable de que se enfadara tanto conmigo -siguió Cassandra-. Solía esforzarme por complacerlo. Hacía todo lo posible por evitar cualquier cosa que creyera que podía desagradarle. Y cuando sabía que estaba bebiendo, solía esconderme, apartarme de su camino o… En fin. Nada daba resultado, por supuesto. -Se produjo un largo silencio-. Y ya está -dijo ella a la postre, volviendo la cabeza para mirarlo con una mueca en los labios-. Tú lo has querido.

– ¿Y nadie te ayudó? -le preguntó.

– ¿Quién? -Preguntó ella a su vez-. Mi padre murió al año de casarme. De todas maneras, no habría tenido derecho a intervenir. Las visitas de Wesley no eran frecuentes, así que nunca vio la cara oculta de Nigel. Nunca le conté lo de las palizas. Solo era un niño. La única vez que Alice intentó intervenir, Nigel le pegó, la echó de la estancia y una vez que cerró la puerta con llave se ensañó todavía más conmigo porque era una mala esposa, incapaz de admitir mis defectos y el castigo que me merecía.

– ¿Y sus hijos? -insistió.

– Casi nunca estaban en casa -contestó-. Estoy segura de que lo conocían muy bien. Aunque supongo que la primera lady Paget era más resistente que yo, de lo contrario no habría tenido tres hijos. O tal vez los períodos de sobriedad de Nigel eran más largos cuando estaba casado con ella.

No iba a preguntarle por la muerte de Paget. Ya la había alterado demasiado. Suponía que no debería haberle preguntado nada. Había sido una tarde muy agradable hasta que comenzó con las preguntas.

Sin embargo, su necesidad de conocerla mejor y de conseguir que se abriera a él, o a alguna otra persona, había resultado más poderosa que su deseo de mantener el ambiente distendido de la tarde.

– Mmmm, hablando de trepar a los árboles -dijo en voz baja al cabo de un momento, como si no hubieran hablado desde que se alejaron de la manta-. ¿Lo has hecho alguna vez?

Cassandra echó la cabeza hacia atrás para contemplar las extensas ramas del roble.

– De niña lo hacía a todas horas -contestó-. Creo que nací soñando con salir volando hacia el cielo azul o dejándome caer en él. Este árbol es el sueño de cualquier trepador, ¿no te parece? -Se desató las cintas del bonete y lo dejó en el suelo antes de mirar las ramas bajas, en busca de la mejor manera de trepar.

Stephen entrelazó los dedos y colocó las manos como si quisiera ayudarla a subir a un caballo, y casi sin titubear ella le puso el pie encima para que la aupara. En cuanto lo hizo, subió tras ella.

Después de ese primer impulso fue muy fácil. Las ramas eran gruesas y fuertes, y se extendían casi en paralelo con el suelo. Treparon sin hablar hasta que, tras mirar hacia abajo, Stephen se dio cuenta de que habían subido bastante.

Cassandra se sentó en una rama, con la espalda apoyada en el tronco, y después se llevó las piernas al pecho y se las abrazó. Él se quedó de pie en una rama más baja, con un brazo apoyado en la rama superior y el otro alrededor de la cintura de Cassandra.

Ella lo miró con una sonrisa antes de echarse a reír.

– ¡Ay, ojalá pudiéramos volver a la infancia! -exclamó.

– Siempre podemos ser niños -repuso él-. Es un estado mental. Ojalá te hubiera conocido cuando eras más joven, antes de que usaras esa armadura de cinismo y desdén para esconder todo el dolor y la rabia. Ojalá no hubieras tenido que vivir todo eso, Cass. Ojalá pudiera hacerlo desaparecer o sanarlo con un beso, pero no puedo. Aunque sí puedo decirte una cosa, y es que si insistes en mantenerte alejada de la gente y de todo lo bueno que el mundo y la vida pueden ofrecerte, serás tú quien salga perdiendo.

– ¿Qué garantías hay de que la vida no vuelva a ponerme un ojo morado? -preguntó ella.

– Por desgracia, ninguna -contestó-. Pero creo que en el mundo hay muchísima más bondad que maldad. Y si esa afirmación te parece demasiado inocente, permíteme expresarlo de otra manera. Creo que la bondad y el amor son muchísimo más fuertes que la maldad y el odio.

– ¿Los ángeles son más fuertes que los demonios? -preguntó ella con una sonrisa.

– Sí -respondió él-. Siempre.

Cassandra alzó los brazos y le colocó las manos a ambos lados de la cara con mucha delicadeza.

– Gracias, Stephen -le dijo antes de darle un beso fugaz en los labios.

– Además, sabes más del amor de lo que te imaginas -continuó él-. Te convertiste en mi amante no solo por tu pobreza, esa ni siquiera fue tu primera motivación. Tienes una dama de compañía que quizá sea demasiado mayor para encontrar un empleo que la satisfaga, tienes a una criada que seguramente no pueda conseguir trabajo alguno si quiere tener a su hija consigo. Tienes a esa niña. Y el perro. También es miembro de tu familia. Lo hiciste por ellas, Cass. Te sacrificaste por amor.

– Con un hombre tan guapo, tampoco se puede decir que fuera un sacrificio, ¿no? -replicó con su voz aterciopelada.

– Desde luego que lo fue -le aseguró él.

Cassandra dejó las manos sobre la rama, a ambos lados de sus caderas, y apoyó la cabeza en su pecho.

– Es curioso, pero al hablar de lo abominable me he liberado un poco -dijo ella-. Me siento muy… feliz. ¿Por eso lo has hecho? ¿Por eso me has preguntado?

Stephen inclinó la cabeza y la besó en el pelo, templado por el calor del sol.

– ¿Eres feliz tú? -le preguntó ella.

– Sí -contestó.

– Aunque no es la palabra adecuada -señaló Cassandra-. Me prometiste alegría para hoy, Stephen, y me la has proporcionado. No son exactamente lo mismo, ¿verdad? Me refiero a la felicidad y a la alegría.

Se quedaron tal como estaban un rato, y él deseó que el tiempo se detuviera, aunque fuera un momento. Había algo en Cassandra que lo atraía de forma irresistible. No se trataba solo de su belleza. Ni mucho menos de sus artimañas seductoras. Era… No sabía expresar qué era exactamente. Nunca había estado enamorado, y no creía estarlo en ese momento. ¡Qué desconcertantes podían ser las emociones humanas en algunas ocasiones! Una idea sobre la que nunca había reflexionado antes de conocer a Cassandra.

– La felicidad es más efímera -dijo-, la alegría es más duradera.

Cassandra suspiró y levantó la cabeza.

– Pero después viene el desastre -apostilló-. Alguien se pasa tres días enteros bebiendo y… y adiós a la felicidad. ¿La alegría permanece? ¿Cómo es posible?

– Algún día aprenderás que el amor no siempre te traiciona, Cass.

Ella le sonrió.

– Eres la única persona que me llama así -comentó-. Me gusta. Lo recordaré… ese diminutivo pronunciado con tu voz. -Le dio un beso fugaz en los labios antes de bajar las piernas a la rama donde él se encontraba-. Ahora es cuando uno se da cuenta de que trepar a un árbol no es tan buena idea después de todo -dijo-. Porque hay que bajar y la bajada siempre es diez veces peor que la subida.

Sin embargo, se echó a reír cuando él hizo ademán de ayudarla y comenzó a descender como si se hubiera pasado todos los días de su vida trepando a los árboles.

Una vez que los dos estuvieron en el suelo, la vio sonreír y llegó a la conclusión de que nunca había visto a una mujer tan preciosa.

Cass invadida por la alegría.

Era una imagen que llevaría consigo el resto de su vida. Muy cerca del corazón. Peligrosamente cerca.

Porque pese a todo había matado a su esposo y era imposible obviar la carga tan inmensa y pesada que tendría que soportar durante el resto de su vida.

Y también era imposible obviar la certeza de que dicha carga sería muy pesada si decidía compartirla, si decidía enamorarse de ella.

«¿Cómo que "si"?», se recriminó.

¿Sería ya demasiado tarde?

¿Qué puñetas se sentía al enamorarse?

CAPÍTULO 15

Stephen estuvo toda la mañana siguiente en la Cámara de los Lores, participando en el debate de un tema que le interesaba en particular. Después se marchó a White's, como era su costumbre, para disfrutar de un tardío almuerzo con algunos amigos con quienes habría ido a las carreras si algo, o más bien alguien, no lo hubiera distraído justo antes de entrar en el club.

Wesley Young.

Por no hablar de la distracción que suponía su hermana, en quien no podía dejar de pensar desde el día anterior. Incluso había soñado con ella. En su sueño estaban de nuevo subidos en la rama del árbol, besándose, y desde allí echaron a volar hacia el cielo, felices y contentos hasta que él intentó descubrir el camino de vuelta entre sus desordenados rizos pelirrojos, porque ella recordó de repente que el perro tenía que comer.

Un sueño la mar de absurdo.

No recordaba haber soñado nunca con una mujer.

– ¿Sabe alguien dónde vive sir Wesley Young? -le preguntó al grupo.

Todos negaron con la cabeza, salvo Talbot, que pareció recordar que Young había alquilado una residencia de soltero en Saint James's Street, cerca del club. En concreto la casa con la llamativa puerta amarilla y el montante semicircular sobre esta.

– Recuerdo haber esperado delante de esa puerta con unas cuantas copas de más en el cuerpo, esperando a que Young lograra meter la llave en la cerradura -siguió Talbot-. Y la verdad, Merton, ese color hizo bien poco por asentarme el estómago. Me quitó las ganas de beber, así que como mucho me tomé solo seis o siete más cuando entramos.

El hecho de haber visto a Young cerca del club podría significar bien que volvía a casa después de almorzar o bien que acababa de salir para almorzar fuera, concluyó.

La decisión de no ir a las carreras fue una decepción no solo para algunos de sus amigos, sino también para sí mismo. De modo que fue en busca de la llamativa puerta amarilla, que resultó no ser tan llamativa a la luz del día y en estado sobrio.

Llamó y esperó.

Y comprendió que estaba comportándose de forma irracional. E impulsiva. Ni siquiera tenía claro por qué lo estaba haciendo, salvo que de algún modo había acabado enredado con Cassandra, en el ámbito personal y emocional, y el reprobable impulso de interferir en su vida le resultaba irresistible.

No debería hacer lo que estaba haciendo. Ella no se lo había pedido.

Ni siquiera había quedado en volver a verla después del té al aire libre del día anterior. Necesitaba un tiempo para serenarse. Habían bastado cuatro días para descubrirse inmerso en la locura. Cosa impropia en él, que solía llevar una vida tranquila y bastante predecible. Y le gustaba que fuera así.

Su sueño, en cambio, no le había ayudado nada a mantener esa decisión tan sensata.

Como tampoco le habían ayudado las ensoñaciones que pasaban por su mente mientras yacía despierto en la cama, deseándola con un ardor febril.

Decidió que no podía seguir así. Necesitaba hacer algo por ella antes de retomar el curso normal y feliz de su vida.

El ayuda de cámara de Young abrió la puerta y aceptó su tarjeta de visita. Le pidió que esperara en el salón recibidor de la planta baja, una estancia típicamente oscura y poco acogedora, mientras subía para comprobar si el señor Young estaba en casa, un claro signo de que sí estaba. Porque de lo contrario el ayuda de cámara no lo habría invitado a entrar.

Al cabo de unos minutos apareció Young en persona, sorprendido y desconcertado. Y arreglado como si estuviera a punto de salir.

– ¿Merton? -le preguntó-. No esperaba este honor.

– ¿Young? -dijo él a su vez, saludándolo con una inclinación de cabeza.

Era pelirrojo y apuesto, aunque carecía de la radiante belleza de su hermana. No obstante, el parecido familiar era innegable. Su expresión afable y simpática le resultó irritante.

Se produjo un incómodo silencio.

– ¿Le apetece subir? -lo invitó Young, poniendo fin a dicho silencio.

– No, gracias -rehusó. No tenía ganas de enzarzarse en una conversación insulsa-. Llevo unos cuantos días meditando el tema a fondo y he llegado a la conclusión de que bajo ninguna circunstancia me imagino dándole la espalda a una de mis hermanas en Hyde Park al cruzarme con ella.