Young se sentó en un ajado sillón de cuero sin invitarlo siquiera a hacer lo propio. De todas formas, Stephen se acomodó en el sillón de enfrente, cuyo asiento estaba lleno de bultos.

– Sobre todo si se encuentra sin amigos y en situación de desamparo -añadió.

Young se ruborizó y su expresión se tornó molesta, no sin razón tal vez.

– Merton -replicó-, debe entender que no soy un hombre rico. O tal vez no lo entienda, claro. Para mí es importante contraer un matrimonio ventajoso, y este año estoy… no, estaba a punto de lograrlo. Cassie ha sido muy egoísta al presentarse en Londres precisamente ahora, sobre todo después de advertirle que no lo hiciera.

– Egoísta… -repitió mientras observaba cómo Young volvía a ponerse en pie presa de los nervios y caminaba hacia la chimenea-. ¿Dónde iba a ir si no?

– Al menos podría haber llevado una vida discreta y sin llamar la atención de nadie -repuso el joven-. Pero desde la tarde que la vi en el parque, me han dicho que ya ha aparecido en el baile de lady Sheringford y en el té de lady Carling. Y no sé cómo, pero logró convencerlo a usted para que la acompañara a dar un paseo en carruaje por el parque justo cuando estaba más concurrido. Debería comprender que después de lo que hizo tiene suerte de seguir viva y en libertad. Es absurdo que espere ser recibida por la gente decente. Es absurdo que espere que yo… Pero ¿por qué le estoy contando todo esto? Ni siquiera lo conozco y no le incumbe la forma en la que decida tratar a mi hermana.

Stephen pasó por alto sus recriminaciones, aunque Young tuviera toda la razón del mundo, por supuesto.

– ¿Cree entonces todo lo que se dice sobre ella? -le preguntó, en cambio-. ¿Conocía bien a lord Paget?

Young frunció el ceño, pero siguió con la mirada clavada en la chimenea.

– Era el tipo más simpático del mundo -contestó-. Y generoso hasta decir basta. Debió de gastarse el rescate de un rey en joyas para Cassandra. Debería verlas. Fui un par de veces de visita a Carmel House. Y me decepcionó ver a mi hermana. Había cambiado. Había perdido la chispa y el buen humor que siempre tuvo mientras crecíamos. Apenas hablaba. Saltaba a la vista que se arrepentía de haberse casado con un hombre apenas unos años más joven que nuestro padre, y me pareció muy injusto hacia Paget, que la adoraba. Al fin y al cabo, se casó con él sabiendo muy bien la edad que tenía. ¿Lo mató? En fin, alguien lo hizo, Merton. Y no se me ocurre ninguna otra persona que tuviera más motivos que ella. Quería ser libre. Quería volver a Londres y comportarse tal cual lo está haciendo. Es obvio que a usted lo ha embrujado, y todo el mundo sabe que es más rico que Creso.

– ¿La hermana que usted conoció sería capaz de matar a un hombre para recuperar la libertad y disfrutar de la vida? -le preguntó Stephen.

Young regresó al sillón de cuero y se dejó caer en él.

– Mientras crecíamos fue mi madre, mi hermana y mi amiga -respondió-. Pero la gente cambia, Merton. Ella cambió. Lo vi con mis propios ojos.

– Tal vez la obligaron a cambiar -replicó Stephen-. Tal vez no todo eran miel y hojuelas en ese matrimonio. He creído entender que sus visitas fueron escasas y breves, ¿cierto?

Young clavó la vista en sus botas con el ceño fruncido y se mantuvo en silencio.

Estaba al tanto de todo, concluyó Stephen. Posiblemente siempre lo estuvo, o tal vez solo lo sospechó. A veces era más sencillo pasar por alto las cosas, a veces era más sencillo negarse a admitir la verdad.

– Yo era muy joven -adujo sir Wesley, a modo de excusa.

– Sin embargo, ahora ya es mayor de edad -señaló-. Su hermana necesita un amigo, Young. Necesita a alguien de su familia que la quiera de forma incondicional.

– La señorita Haytor… -protestó el aludido, aunque tuvo la decencia de no completar la frase.

– Sí -dijo él-. La señorita Haytor es su amiga. Pero no es de la familia. Y tampoco es un hombre.

Young se removió incómodo en el sillón, pero en ningún momento afrontó su mirada.

– La joven que lo acompañaba en el parque -siguió Stephen-. Me temo que no la conozco.

– La señorita Norwood -suplió Young.

– ¿Sigue teniendo esperanzas de casarse con ella?

– Ayer por la tarde pasé a buscarla, pero me comunicaron que se sentía indispuesta para asistir al almuerzo al aire libre -contestó su interlocutor con una sonrisa crispada-. Me dijeron que estaría indispuesta algunos días. Sin embargo, la vi anoche en los jardines de Vauxhall rebosante de salud. Estaba con sus padres y con el vizconde de Brigham.

– En ese caso, considérese afortunado por haber escapado a tiempo -comentó-. Entre la alta sociedad habrá quienes lo respeten mucho más si decide apoyar a su hermana abiertamente que si finge no conocerla siquiera. Y, por supuesto, habrá quienes no lo hagan. ¿A qué grupo prefiere impresionar? -Se puso en pie para marcharse.

– ¿Qué interés tiene en Cassie? -quiso saber Young, que siguió sentado-. ¿Es su amante?

– Lady Paget necesita un amigo con desesperación -contestó Stephen-. Yo soy su amigo. Y aunque sé de buena tinta, porque ella misma me lo ha contado, que tenía motivos de sobra para matar al malnacido que fue su marido, algo me dice que no lo hizo. Ignoro las circunstancias de su muerte salvo el hecho de que le dispararon, no que lo mataron con un hacha. Pero voy a decirle una cosa, Young: aunque en algún momento llegue a descubrir sin el menor asomo de duda que fue ella quien le disparó, seguiré siendo amigo de lady Paget. Porque el barón era un malnacido. ¿Sabía que su hermana sufrió dos abortos y un parto prematuro, y no precisamente por causas naturales?

En ese momento Young lo miró a los ojos al tiempo que su rostro perdía todo rastro de color. Sin embargo, no esperó a que dijera nada. Cogió su sombrero y su bastón, que estaban al lado de la puerta, y salió del oscuro salón recibidor en dirección a la calle.

En fin, menos mal que no debía interferir en la vida de aquellas personas que no eran de su incumbencia…

De repente, se descubrió caminando hacia Portman Street, en concreto hacia la casa de Cassandra. El motivo se le escapaba. Tal vez necesitara confesarle lo que acababa de hacer. Estaba seguro de que se enfadaría muchísimo al enterarse, y tenía todo el derecho del mundo a enfadarse, claro. ¿Se arrepentía de haber actuado así?, se preguntó. En absoluto. Volvería a hacer lo mismo si le dieran la oportunidad.

¿De verdad pensaba que Cassandra era inocente del asesinato de su marido? ¿Que era inocente incluso de haberlo matado en defensa propia? ¿Sería su deseo de que fuera inocente lo que lo había llevado a esa conclusión?

Cassandra no estaba en casa. Cosa que fue casi un alivio.

– Ha salido con la señorita Haytor, milord -dijo la criada.

– ¡Ah! -exclamó él-. ¿Hace mucho?

– No, milord. Hace un momento.

Sin embargo, no había rastro de ninguna de las dos por la calle. Por lo que dedujo que tardarían en regresar.

– Mary -dijo-, ¿puedo hablar contigo?

«¿¡Qué puñetas voy a hacer!?», se preguntó para sus adentros.

– ¿Conmigo? -preguntó Mary con los ojos como platos al tiempo que se llevaba una mano al pecho.

– Solo serán unos minutos -le aseguró-. No te quitaré mucho tiempo.

Mary se apartó para dejarlo pasar, y al ver que él hacía un gesto en dirección a la cocina, lo adelantó a toda prisa.

Al pasar, Stephen reparó en la tarjeta con el borde dorado que descansaba contra el jarrón de la mesa del recibidor. En ella estaba escrito el nombre de lady Paget con una caligrafía muy elegante. Una invitación para el baile de lady Compton-Haig que se celebraría a la noche siguiente. Sobre el escritorio de su despacho había una exactamente igual a esa.

¿Eso quería decir que su plan estaba dando resultados? ¿Que la alta sociedad comenzaba a abrirle las puertas a Cassandra?

La niña estaba sentada en el suelo debajo de la mesa de la cocina, con el perro tumbado a sus pies. Al escucharlo, el animal lo miró con su único ojo y comenzó a mover el rabo perezosamente sobre el suelo, pero no hizo ademán de levantarse. La niña le estaba cantando en voz baja a la muñeca, que tenía arropada con su mantilla blanca mientras la acunaba.

Mary se volvió para mirarlo y de repente Stephen se percató de que era una mujer muy guapa, pese a su delgadez y a su palidez. Tenía unos ojos muy bonitos y el rubor que había provocado su presencia le sentaba muy bien a sus mejillas.

– Mary… -le dijo, y comprendió que no podía preguntarle lo que más deseaba saber. Era muy posible que ni siquiera supiera la respuesta. De repente, se sintió ridículo-. ¿Qué le pasó al perro?

La muchacha bajó la vista y comenzó a retorcer el delantal.

– Alguien, un… un desconocido… -titubeó-, intentó golpear a lady Paget en los establos y Roger trató de defenderla. Lo logró porque la paliza no fue tan brutal como la que había sufrido otras… como la que podría haber sufrido de no ser por él. Pero lord… pero el desconocido cogió un látigo y le pegó con él a Roger con tanta fuerza que quedó ciego de un ojo y perdió casi toda la oreja. Además, tenía la pata tan aplastada que tuvieron que amputarle la parte inferior.

– Aplastada… ¿con un látigo? -quiso saber.

– Con una… pala, creo -contestó Mary.

– Y este desconocido… o tal vez lord Paget, ¿también salió herido? -le preguntó.

Mary le lanzó una mirada fugaz antes de clavar los ojos de nuevo en el delantal.

– Acabó con unos buenos mordiscos, milord -contestó-. En los brazos, en las piernas y en la cara. Estuvo una semana entera en cama antes de poder levantarse y llevar una vida normal. Me refiero a lord Paget. Que fue a rescatar a milady. No sé qué le pasó al desconocido. Debió de escapar.

Se preguntó qué haría Mary cuando rememorara la conversación y reparara en los agujeros que presentaba la historia.

– El encargado de los establos quería sacrificar a Roger -siguió Mary-. Decía que era lo mejor que podían hacer por él. Pero lady Paget ordenó que le amputaran la parte aplastada de la pata y después se lo llevó a su dormitorio para cuidarlo hasta que se recuperó, aunque nadie pensaba que llegara a hacerlo, solo ella. Lord Paget nunca ordenó que sacrificaran al animal, aunque eso era lo que esperábamos todos. Roger no debió de reconocerlo cuando fue a rescatar a su esposa y por eso lo atacó también.

Stephen le colocó una mano en el hombro y le dio un apretón.

– No pasa nada, Mary -dijo-. Lo sé. Lady Paget me lo ha contado todo. No me dijo lo de Roger, pero sí el resto. Tampoco me ha hablado sobre la muerte de lord Paget, pero no voy a intentar sonsacarte nada al respecto. -Sin embargo, reconoció que era justo eso lo que había ido a averiguar-. Siento haberte inquietado -añadió.

– Ella no lo hizo -susurró la criada con los ojos nuevamente como platos y la cara blanca de repente. Le dio otro apretón antes de soltarla.

– Lo sé -dijo.

– Yo la adoro -confesó la muchacha con valentía-. ¿He hecho mal al venir con ella? Cocino, limpio y hago todo lo que puedo, pero ¿la estoy avergonzando? ¿Soy una carga para ella porque tiene que darnos de comer a mí y a Belinda? Sé que se siente obligada a pagarme. Y sé que no tiene dinero o que no tenía hasta que… -Dejó de hablar de golpe y se mordió el labio.

– Has hecho lo correcto, Mary -le aseguró-. Lady Paget necesita a alguien que cuide de ella, y a mí me parece que tú lo haces muy bien. Y necesita amigos. Necesita amor.

– Yo la quiero mucho -aseveró Mary-. Pero fui la culpable de todo lo que pasó al final. Yo tengo la culpa de todo. -Se tapó la cara con el delantal y, al verla, Belinda dejó de acunar a su muñeca para mirarla.

– No, yo tengo la culpa de todo esto -la contradijo Stephen-. No debería haber venido a molestarte con mis preguntas. ¿Cómo está Beth hoy, Belinda? ¿Está dormida?

– Está siendo mala -contestó-. Quiere jugar.

– Ah, ¿sí? Pues entonces deberías jugar con ella un ratito o contarle un cuento. Los bebés se duermen cuando se les cuenta un cuento.

– Pues le contaré uno -dijo la niña-. Me sé uno. Acaba de comer y si jugamos ahora, a lo mejor vomita.

– Ya veo que eres una mamá muy buena y lista. Beth tiene mucha suerte. -Se volvió hacia Mary, que estaba alisándose el delantal sobre las faldas-. Ya te he entretenido demasiado cuando deberías estar trabajando… o descansando, no lo sé. Siento mucho haberte hecho tantas preguntas. No suelo inmiscuirme en los asuntos de los demás.

– ¿La aprecia? -le preguntó Mary.

– Sí -contestó él, enarcando las cejas-. Me temo que sí.

– Entonces, lo perdono -replicó la muchacha, que se puso muy colorada.

– ¿Te ofendería si te diera dinero para que le compres un helado a Belinda en Gunter's alguna tarde que tengas libre? Todos los niños deberían vivir esa experiencia. Y también los adultos.