– Tengo dinero -protestó Mary.

– Lo sé -afirmó con una sonrisa-. Pero me gustaría mucho poder invitar a Belinda… y también a ti.

– De acuerdo -claudicó la criada por fin-. Gracias, milord.

Stephen se marchó a toda prisa después de dejar unas cuantas monedas en la mesa, lo justo para dos helados. Se fue a su casa aunque todavía era muy temprano. No estaba de humor para hacer nada de lo que solía hacer a esa hora. Ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de ir a las carreras, aunque habría llegado a tiempo para verlas casi todas.

Intentó pensar en las jovencitas con las que normalmente le gustaba bailar y hablar, e incluso coquetear de una forma inocente.

No fue capaz de recordar la cara de ninguna.

Si la memoria no le fallaba, no había reservado ningún baile con nadie para la fiesta de lady Compton-Haig.

Mary acababa de decir que ella era la culpable de todo lo que pasó al final. De la muerte de lord Paget, según había entendido él. Además, había dicho con firmeza que Cassandra no lo había hecho.

Claro que después de asegurarlo había añadido que la adoraba. Era muy fácil mentir en beneficio de un ser querido.

El perro había sufrido las heridas recibiendo una paliza que en un principio estaba destinada a su dueña. Le habían aplastado la pata con una pala… ¿con la que también habían amenazado a Cassandra? ¿Estaría muerta en esos momentos si Roger no hubiera intervenido? ¿Diría la versión oficial que también se había caído de un caballo?

Al llegar a casa descubrió que tenía jaqueca.

Y él nunca sufría de jaquecas.

– Vete, Philbin -le dijo a su ayuda de cámara al ver que estaba en su vestidor, colocando unas camisas recién planchadas-. Como abras la boca, seguro que te digo algo desagradable y que me parta un rayo si tengo que pasarme el resto de la vida pidiéndote perdón cada dos por tres.

– Las botas nuevas le aprietan, ¿verdad, milord? -replicó Philbin con voz alegre-. Se lo dije cuando se las compró y…

– Philbin -lo interrumpió mientras se llevaba una mano a la cabeza para apretarse las sienes con los dedos-, vete. Ahora mismo.

Philbin se fue.


Cassandra le había echado un vistazo al periódico que Alice compró unos cuantos días antes y había anotado los nombres y las direcciones de tres abogados que esperaba que estuvieran dispuestos a ayudarla. Cuando se enteró de lo que pensaba hacer, Alice le aconsejó que hablara con el señor Golding o incluso con el conde de Merton, ya que ambos sabrían cuáles eran los mejores abogados para un caso como el suyo.

Sin embargo, estaba harta de depender de los hombres. Apenas se podía confiar en ellos, y aunque seguro que era injusto pensar algo así tanto en el caso del señor Golding como en el de Stephen, lo cierto era que ya se había cansado de no tener el control de su propia vida. Hacía menos de una semana pensaba que obtendría dicho control si conseguía un protector. En ese momento iba a hacer lo que tendría que haber hecho al principio.

Sin embargo, no fue fácil, tal como descubrió después de hablar con los tres abogados, uno tras otro, acompañada de Alice, que había insistido en ir con ella. En palabras de su amiga, nadie tomaría en serio a una dama que apareciera sola.

Con acompañante o sin él, nadie la tomó en serio.

El primer abogado le dijo que no aceptaba clientes nuevos, ya que estaba muy ocupado con los que tenía. A pesar de que anunciaba sus servicios en el periódico. El segundo fue más directo a la hora de admitir que la reconocía, y le hizo llegar el mensaje de que no era un abogado criminalista y que, en el caso de serlo, no representaría a asesinos desalmados.

Después de eso, Alice le dijo que debían volver a casa. Estaba muy molesta. Al igual que ella misma, por supuesto, pero la grosería de ese hombre (que ni siquiera tuvo la decencia de decírselo en persona) le hizo levantar la barbilla, cuadrar los hombros y seguir adelante con paso casi marcial.

El tercer abogado las invitó a pasar a su despacho, la saludó con una reverencia y con una sonrisa aduladora, escuchó su historia con atención y simpatía, y después le aseguró que su caso era legítimo y que si contrataba sus servicios, conseguiría su dinero, sus joyas, la residencia de la viuda y también la de Londres en un abrir y cerrar de ojos. Acto seguido, le comunicó sus honorarios, que a sus oídos sonaron exorbitantes, aunque el hombre le aseguró que le estaba haciendo un descuento considerable habida cuenta de que su caso sería coser y cantar, y de que era una dama por la que sentía enorme respeto y simpatía. Añadió que solo le pediría la mitad de esa cantidad por anticipado, ni un penique más.

Cassandra le ofreció lo que tenía y añadió que si su caso era tan sencillo y podía conseguirle el dinero que le pertenecía con suma facilidad, no tardaría en poder pagarle la cantidad completa; pero que mientras durara esa situación y no pudiera acceder a su dinero, le resultaba imposible pagarle más.

Parecía que al abogado no se le había pasado por la cabeza que una mujer con el título de «lady Paget» pudiera estar desamparada, pese a la historia que acababa de contarle. Su actitud cambió. Se tornó brusca, fría e irritada.

No podría llevar a cabo su trabajo con ese anticipo tan ridículo…

Tenía una esposa y seis hijos…

Había sido una pérdida de tiempo que lamentaba mucho… Además, debía pagarle la tarifa habitual por la consulta… Las investigaciones que tendría que llevar a cabo serían arduas…

Y lady Paget no podía esperar que él…

Cassandra ni siquiera le prestó atención. Se puso en pie y salió de su despacho y del edificio seguida de Alice, que dijo una vez que estuvieron caminando por la calle:

– A lo mejor el conde de Merton…

Se volvió hacia su antigua institutriz echando chispas por los ojos.

– Hace solo unos días el conde de Merton era el demonio personificado en tu opinión, porque me estaba pagando un generoso salario por el uso de mi cuerpo. ¿Y ahora que ya no hace uso de mi cuerpo ves perfectamente lícito pedirle una pequeña fortuna?

– ¡Cassie, cállate! -exclamó Alice al tiempo que miraba a todos lados, muerta de vergüenza. Por suerte, los pocos transeúntes que había por la calle no estaban tan cerca como para escucharlas-. Estaba pensando en un préstamo -puntualizó-. Si ese hombre dice la verdad, podrías devolvérselo en breve.

– Ni aunque me diese mañana mismo mi dinero acompañado de las joyas de la Corona le pagaría un cuarto de penique a ese abogado -sentenció. Pero dejó caer los hombros al instante-. Lo siento, Allie. No tengo derecho a hablarte de esa manera. Pero dime que tengo razón. Dime que todos los hombres tienen el alma podrida.

– No todos -la corrigió Alice mientras le daba unos golpecitos en el hombro y echaban a andar de nuevo-. Aunque ese en concreto sí que la tiene. Compadezco a su pobre mujer y a sus seis hijos. Ha pensado que podía sacarte una buena tajada de dinero solo porque eres una mujer. Y podría haberlo hecho. Le habrías dado la cantidad que te ha pedido sin rechistar, por más abusiva que sea. Por desgracia para él, la avaricia ha roto el saco.

Cassandra soltó un hondo suspiro. De qué poco le había servido su determinación de controlar su vida. De qué poco le habían servido su resolución y sus planes. Pero lo intentaría otra vez. No pensaba rendirse.

Aunque no lo haría ese día. Lo que le apetecía era arrastrarse a casa para lamerse las heridas. Y, como si el tiempo se acompasara a su estado de ánimo, el cielo se encapotó y el viento comenzó a levantar el polvo de las aceras. La temperatura bajó de repente.

– Va a llover -dijo Alice levantando la mirada.

Se apresuraron a volver a casa y llegaron justo cuando comenzaban a caer los primeros goterones. Cassandra suspiró con alivio cuando la llave que había sacado de debajo de la maceta giró en la cerradura y tanto Alice como ella entraron. La casa comenzaba a parecer un hogar. Un santuario.

Mary llegó corriendo desde la cocina mientras se limpiaba las manos en el delantal.

– Hay un caballero en la salita, milady -dijo.

– ¿El señor Golding? -preguntó Alice, ilusionada.

«¿Stephen?», pensó ella, aunque no llegó a decirlo en voz alta.

El día anterior durante el té al aire libre no hablaron sobre la posibilidad de volver a verse. Y fue un alivio, porque había llegado a la conclusión de que se veían demasiado. Sin embargo, reconocía que todo un día sin verlo resultaba un tanto deprimente. Una idea alarmante.

Abrió la puerta de la salita y descubrió a un joven paseándose de un lado para otro.

Se quedó helada cuando lo vio volverse para mirarla.

– Cassie -le dijo con expresión desolada.

– Wesley.

Entró y cerró la puerta tras ella. Alice había desaparecido.

– Cassie, yo… -comenzó su hermano, pero se detuvo y tragó saliva con fuerza. Se pasó los dedos por el pelo, un gesto que a ella le resultó muy familiar-. Iba a decir que no te reconocí el otro día, pero habría sido una tontería, ¿verdad?

– Sí -convino ella-. Habría sido una tontería.

– No sé qué decir -reconoció Wesley.

Aunque no lo había visto mucho durante los últimos diez años, siempre lo había querido con locura. Porque lo sentía como suyo. Qué tonta había sido.

– Tal vez podrías empezar contándome qué ha pasado con el recorrido por las Highlands -propuso.

– ¡Ah! -Exclamó su hermano-. Es que unos cuantos amigos… ¡A la porra con las excusas! Cassie, no había ningún recorrido.

Se quitó el bonete, que soltó junto con el ridículo en una silla cercana a la puerta, y después se acercó a su sillón habitual para sentarse junto a la chimenea.

– Debes entender que papá no dejó mucho dinero… más bien no dejó nada. Así que este año me había propuesto comenzar a buscar en serio una novia que pueda aportar una buena fortuna al matrimonio. No quería que aparecieras y lo arruinaras todo. Este año no.

En ese instante comprendió que su hermano había hecho algo parecido a lo que había hecho ella: buscar a alguien que solucionara sus problemas económicos.

– Supongo que tus posibilidades de contraer un buen matrimonio se reducirán por culpa de esa hermana que asesinó con un hacha a su marido, ¿verdad? Lo siento.

– Nadie se cree esa parte de la historia -replicó Wesley-. Me refiero a lo del hacha.

El comentario le arrancó una sonrisa mientras observaba cómo comenzaba a pasearse nervioso una vez más.

– Cassie -dijo su hermano-, aquella vez que fui a verte cuando tenía diecisiete años, ¿te acuerdas? Tenías los restos amarillentos de un moratón en un ojo.

«Ah, ¿sí?», se preguntó ella para sus adentros. No recordaba que las visitas de Wesley hubieran coincidido con alguna de las numerosas palizas que había recibido.

– Me golpearía con la puerta de mi dormitorio -adujo-. Creo recordar que me sucedió en una ocasión.

– Con la puerta de los establos -la corrigió-. Cassie, Paget… ¿Paget llegó a pegarte?

– Un hombre tiene derecho a disciplinar a su esposa cuando lo desobedece, Wesley -señaló ella.

Su hermano la miró con gesto ceñudo y preocupado.

– Ojalá me hablaras con tu verdadera voz, Cassie, no con ese tono… tan sarcástico. ¿Te pegó?

Lo miró en silencio un buen rato.

– Era un bebedor ocasional -respondió al postre-. Cuando bebía, lo hacía durante dos o tres días seguidos y sin parar. Y después… se volvía muy violento.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -Le reprochó Wesley-. Habría… -Dejó la frase en el aire.

– Wes, era su legítima esposa -le recordó-. Y tú solo eras un muchacho. No podrías haber hecho nada.

– ¿Lo mataste? -Le preguntó su hermano-. Dejando el hacha al margen, ¿lo mataste? ¿Fue en defensa propia, mientras te pegaba?

– Eso no importa -respondió-. No hubo testigos que puedan hablar, así que no hay pruebas. Merecía morir y lo hizo. Nadie merece que lo castiguen por haberlo matado. Déjalo estar.

– ¡Sí que importa! -la contradijo-. A mí me importa. Solo quiero saberlo. Aunque la verdad no va a cambiar nada. Me siento profundamente avergonzado de mí mismo. Y espero que me creas y que me perdones. He estado todo este tiempo pensando solo en mí, pero eres mi hermana y te quiero. Fuiste una madre para mí cuando era pequeño. Nunca me sentí solo ni desamparado aunque papá se pasara días fuera apostando en las mesas de juego. Déjame… por lo menos déjame apoyarte, Cassie. Reconozco que es muy tarde, pero espero que no lo sea demasiado.

– No hay nada que perdonar, de verdad -aseguró ella-. Wes, de vez en cuando todos hacemos cosas egoístas y despreciables en la vida, pero esos momentos no llegan realmente a definirnos si contamos con una conciencia lo bastante fuerte para impedir que nos convirtamos en personas egoístas y despreciables. Yo no maté a Nigel. Pero no diré quién lo hizo. Ni a ti ni a nadie. Jamás. Así que seguiré siendo la principal sospechosa del crimen aunque se dictaminara que su muerte fue accidental. La mayoría de la gente siempre creerá que yo lo maté. Pero eso no me afecta.