Wesley asintió con la cabeza.
– La dama con la que te vi en el parque -siguió ella-, ¿sigues cortejándola?
– Tenía muy mal genio -contestó su hermano con una mueca.
– ¡Vaya! Veo que escapaste a tiempo -comentó con una sonrisa.
– Sí.
– Ven y siéntate -lo invitó-. Si sigo mirándote así, acabaré con el cuello dolorido.
Wesley se sentó en el sillón adyacente al suyo. Cassandra le tendió la mano y él la aceptó, dándole un apretón. La lluvia golpeaba los cristales de la ventana. El ambiente resultaba casi acogedor.
– Wes -dijo-, ¿conoces a algún buen abogado?
CAPÍTULO 16
Stephen había pasado otra mala noche. No debería haberse inmiscuido en asuntos que no eran de su incumbencia. No debería haber ido a ver a Wesley Young, y desde luego que no debería haber interrogado a la criada, ni siquiera para preguntarle qué le había pasado al perro.
No tenía por costumbre interferir en los asuntos de los demás.
En el fondo esperaba no volver a ver a Cassandra. Quería retomar su plácida vida de antes. ¿Había sido plácida de verdad?
¿Tan aburrido era… a la avanzadísima edad de veinticinco años?
En el fondo esperaba no volver a verla. Porque si la veía, una parte de su mente se pondría a dar saltos con algo muy parecido a la felicidad.
En ese momento caminaba con su hermana Vanessa por Oxford Street, ya que había ido a verla por la mañana y ella se había quejado de que estaba aburrida porque los niños seguían dormidos y Elliott estaba fuera de la ciudad y seguro que regresaría con el tiempo justo para arreglarse e ir al baile de esa noche, justo cuando ella necesitaba desesperadamente una cinta de encaje con la que reemplazar el bajo roto del vestido que quería ponerse.
Ya habían comprado el encaje cuando oyó que Vanessa exclamaba encantada. Siguió la mirada de su hermana y vio a Cassandra, que caminaba hacia ellos del brazo de su hermano.
En ese momento una parte de sí mismo, ¿tal vez el corazón?, saltó de felicidad. Cassandra estaba muy elegante y guapa con un vestido de paseo rosa claro y el mismo bonete que había llevado al té al aire libre. Tenía las mejillas sonrosadas y parecía muy contenta.
Se quitó el sombrero y le hizo una reverencia.
– Señora -la saludó-. Young. Una tarde preciosa, ¿verdad?
Young pareció avergonzarse de repente al verlo.
– Desde luego -contestó Cassandra-. ¿Cómo está, excelencia? ¿Y usted, milord?
– Estoy de maravilla -contestó Vanessa-. Es sir Wesley Young, ¿verdad? Creo que ya nos han presentado.
– Así es, excelencia -convino el aludido, que la saludó con una inclinación de cabeza-. Lady Paget es mi hermana.
– ¡Qué bien! -Exclamó Vanessa con una cálida sonrisa-. No sabía que tuviera familia en la ciudad, lady Paget. Me alegro mucho por usted. ¿Tiene pensado asistir al baile de lady Compton-Haig esta noche?
– Pues sí -contestó Cassandra-. He recibido una invitación.
Eso quería decir que la había aceptado. Hasta ese momento Stephen ignoraba si prefería que la aceptara o que no lo hiciera. Acababa de decidirse. Se alegraba mucho de que hubiera aceptado la invitación.
¿La expresión radiante de su rostro se debía a que su hermano la acompañaba? En ese caso, ya no se arrepentía de haberse entrometido en sus asuntos.
– Lady Paget, ¿sería tan amable de reservarme la primera pieza del baile? -le preguntó.
Cassandra abrió la boca para responder.
– Me temo que esa pieza es mía, Merton -le informó Young con sequedad.
– Pues otra, entonces -dijo él.
Reparó en la sonrisa que bailoteaba en los labios de Cassandra. Tal vez estuviera pensando en lo mucho que había avanzado en apenas una semana.
– Gracias, milord -replicó ella con su voz ronca y aterciopelada-. Será un placer.
Saltaba a la vista que sir Wesley Young no quería prolongar la conversación. Tras hacer otra reverencia forzada, se despidió de ellos y prosiguió calle abajo con Cassandra del brazo.
– Creo que lady Paget podría ponerse un saco y seguiría siendo más guapa que cualquier mujer de todo Londres -comentó Vanessa cuando reemprendieron la marcha en la dirección contraria-. Es muy irritante, Stephen.
– Nessie, eres tan bonita que la gente se vuelve a mirarte -replicó con una sonrisa.
Vanessa siempre había sido la menos atractiva de sus hermanas… y la más alegre. A él siempre le había parecido guapa.
– ¡Vaya por Dios! -exclamó ella-. Parecía que estaba buscando un cumplido, ¿verdad? Y he recibido uno. Qué amable eres. Es hora de que vuelva a casa, Stephen, espero que no te importe. ¿Y si Elliott vuelve y yo no estoy?
– ¿Le daría un telele? -preguntó.
Su hermana se echó a reír e hizo girar la sombrilla.
– Seguramente no -contestó-. Pero puede que a mí sí me dé si descubro que me he perdido más de diez minutos de su compañía.
La apartó con cuidado para sortear a un ruidoso grupo que iba en sentido contrario sin mirar.
– ¿Cuánto tiempo lleváis casados? -le preguntó.
Su hermana se limitó a reír.
– Stephen -le dijo tras una pausa-, ¿te gusta?
– ¿Lady Paget? -precisó-. Sí, me gusta.
– No, me refiero a si te gusta de verdad -insistió su hermana.
– Sí -repitió-. Me gusta de verdad, Nessie.
– ¡Ah! -exclamó ella.
No había manera de interpretar lo que quería decir con la interjección y no se lo preguntó. Tampoco reflexionó sobre la respuesta que le había dado a sus dos preguntas. Al fin y al cabo, acababa de admitir que Cassandra le gustaba. Que le gustaba de verdad. ¿Variaba el significado de la palabra si se le añadía esa coletilla?
Meneó la cabeza, exasperado.
«Ya basta -se ordenó-. ¡Ya basta!»
Sir Wesley Young estuvo a punto de echarle un severo rapapolvo a su hermana cuando se enteró de que ni luchó por sus pertenencias ni reclamó lo que le pertenecía por ley cuando el nuevo lord Paget la echó de su casa. Si hubiera hecho un pequeño esfuerzo, a esas alturas sería una mujer rica y no una mujer desamparada.
Sin embargo, se contuvo. El tenía casi veintidós años cuando lord Paget murió y fue a Carmel House para asistir al funeral. Mientras estuvo allí presenció los primeros indicios de problemas, pero se marchó antes de que empezaran a lanzarse acusaciones, tras asegurarle a Cassie que la quería y que siempre lo haría, que podría acudir a él en busca de apoyo y protección en cualquier momento.
Pero después, cuando los rumores acerca de lo desagradable que era la situación le llegaron a Londres, se echó atrás de golpe. Le dio miedo que le afectara la ruina social de su hermana y dejó de escribirle.
No podía escudarse en la excusa de que era un chiquillo, ¡por el amor de Dios! ¡Era un hombre hecho y derecho!
Y después llegó el colofón de la crueldad y la cobardía por su parte, que estaba seguro de que le impediría dormir y le provocaría pesadillas durante mucho tiempo, cuando trató de evitar que fuera a Londres. Cuando le mintió diciéndole que se iba de viaje a las Highlands. Y después, cuando ella se trasladó a Londres de todas maneras y se encontraron en el parque, le volvió la cara y le ordenó al cochero de su carruaje alquilado que siguiera adelante.
Sí, desde luego que iba a tener pesadillas por lo que había hecho, y bien merecidas.
No obstante y ya que el pasado no se podía cambiar, solo podía intentar enmendar sus errores lo mejor posible y esperar que en los próximos cincuenta años pudiera perdonarse a sí mismo. De modo que el día anterior y esa misma mañana estuvo haciendo averiguaciones para dar con el mejor abogado para un caso como el de Cassie, y había concertado una cita a la que la acompañó esa tarde.
Todo pintaba muy bien. De hecho, el abogado estaba anonadado al ver que lady Paget veía como algo difícil recuperar sus joyas, una propiedad personal que debieron entregarle de acuerdo al contrato matrimonial y al testamento de su difunto esposo. El abogado estaba encantado de aceptar un modesto anticipo, que Wesley insistió en pagar, con el firme convencimiento de que el asunto se solucionaría en cuestión de un par de semanas o un mes como mucho.
Regresaban a casa dando un paseo por Oxford Street cuando se encontraron de frente con Merton. No le hizo mucha gracia. Merton había sido su conciencia el día anterior, o al menos fue el despertar de su conciencia, de modo que no se sentía muy predispuesto hacia el conde. Su conciencia no debería haber necesitado de ningún empujoncito para despertarse.
De cualquier manera, el encuentro fue breve y él pudo devolver a su hermana a la casa de Portman Street, donde la señorita Haytor la aguardaba con impaciencia para contarle su visita a un museo con un antiguo conocido… que era ni más ni menos que el señor Golding, el único tutor que le dio clases, aunque no duró mucho en el puesto y él apenas lo recordaba.
Regresó a casa para relajarse un poco antes de cenar y prepararse para el baile de esa noche. Sin embargo, su ayuda de cámara le informó que otro caballero lo esperaba en el salón recibidor de la planta baja para hablar con él.
No lo reconoció, pensó cuando lo vio ponerse en pie al entrar. El desconocido se acercó a él con una mano extendida. Era fuerte, de complexión atlética, pelo castaño claro y con la cara tostada por el sol.
– ¿Young? -le preguntó-. William Belmont.
«¡Ah, sí!», pensó. Era hermano de lord Paget, uno de los hijastros de Cassie. Lo conoció en la boda de su hermana y volvió a verlo en una de sus estancias en Carmel House, hacía varios años. Creía recordar que poco después se marchó a América.
– Me alegro de volver a verlo -le dijo, estrechándole la mano.
– El barco en el que venía desde Canadá atracó hace un par de semanas -comentó Belmont- y me fui directamente a Carmel House, donde me enteré de que las cosas habían cambiado mucho. ¿Dónde está su hermana, Young? Está en algún lugar de Londres, ¿verdad?
Eso lo puso en guardia de inmediato.
– Sería mejor que la dejara tranquila -dijo-. No mató a su padre. Nunca se han encontrado pruebas concluyentes contra ella y nunca se le imputaron cargos porque no había nada que imputarle. Está intentando forjarse una nueva vida y yo voy a asegurarme de que tenga la oportunidad de hacerlo sin que nadie la moleste.
Debería haber sido así desde que Cassie llegó a la ciudad. Pero iba a serlo a partir de ese momento. Cualquiera que quisiese llegar hasta ella tendría que pasar por encima de su cadáver. Y aunque no le hacía demasiada gracia la anchura de hombros de Belmont, nada le impediría defenderla.
Sin embargo, Belmont se limitó a quitarle importancia a la situación con un gesto de la mano.
– Ya sé que no mató a mi padre -replicó-. ¡Por el amor de Dios, si yo estaba allí! No he venido a crearle problemas, Young. He venido a encontrar a Mary. ¿Está con Cassandra?
– ¿Mary? -Miró a su visitante sin comprender.
– Se marchó de Carmel House con Cassandra -le explicó Belmont-. Supongo que sigue con ella. Y también Belinda. Espero que estén con ella.
Seguía sin comprender. La señorita Haytor se llamaba Alice, no Mary.
– Mary -insistió Belmont con impaciencia-. Mi esposa.
Mientras se vestía para asistir al baile de esa noche, Cassandra reflexionaba sobre las diferencias con aquella primera vez, cuando lo hizo para el baile de lady Sheringford. En esa ocasión había recibido una invitación y tenía acompañante, además de haber reservado la primera pieza y otra más a lo largo de la velada.
No debería sentirse tan ansiosa por bailar con Stephen esa noche.
Se miró el pelo en el espejo para asegurarse de que el moño estaba bien sujeto y no se le desharía en cuanto empezara a bailar. ¡Menudo desastre si eso llegara a suceder! Durante los diez últimos años se había acostumbrado más de la cuenta a disfrutar de los servicios de una doncella.
Se colocó los guantes largos y se los estiró hasta que no quedó ni la menor arruga.
El abogado creía que su caso era excelente. Le había asegurado que le conseguiría todas sus pertenencias en dos semanas, aunque a ella le daría lo mismo que fuera en un mes. Podría devolverle el dinero a Stephen y olvidarse de que había hecho algo tan sórdido como ofrecerse a ser su amante.
Aunque no se arrepentía de las dos noches que había pasado con él. Ni del té al aire libre.
Estaba segura de que la tarde que pasaron en el campo siempre sería uno de sus recuerdos más preciados.
Iba a costarle mucho trabajo olvidarlo.
Sin embargo, Stephen había conseguido que recuperara un poco la fe en los hombres. No todos eran inconstantes, traicioneros y decididamente crueles.
Lo recordaría como su ángel rubio. Cogió el abanico de marfil y lo abrió para asegurarse de que estaba en perfectas condiciones.
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