El señor Golding había aprovechado el paseo de esa tarde para invitar a Alice a pasar unos días en Kent al final de la semana, donde celebrarían el septuagésimo cumpleaños de su padre con el resto de su familia. Sin duda era una invitación significativa.
Alice no había dicho que sí… pero tampoco había dicho que no. Había demorado su respuesta hasta saber si ella la necesitaba. Sin embargo, había sido incapaz de contener la alegría y la emoción. Diez minutos después de que ella regresara a casa, cinco después de que Wesley se marchara, ya estaba sentada al escritorio de la salita, redactando una nota en la que aceptaba la invitación del señor Golding.
En ese preciso instante Alice estaba en su dormitorio del último piso, intentando decidir qué ropa llevarse.
Cassandra se colocó los escarpines y bajó la escalera para esperar a Wesley. Terminó de arreglarse justo a tiempo. Su hermano llamó a la puerta mientras bajaba la escalera, de modo que le indicó a Mary que regresara a la cocina ya que abriría ella.
– ¡Cassie! -Exclamó su hermano mientras la miraba con admiración-. Vas a eclipsar al resto de las damas.
– Muchas gracias, amable caballero. -Se echó a reír y dio un par de vueltas para él, muy contenta de repente-. Tú también estás guapísimo. Estoy lista. No hace falta que hagamos esperar al carruaje.
Sin embargo, Wesley entró de todas maneras y cerró la puerta a su espalda.
– Sigo indignado por lo de tus joyas -dijo-. Una dama no debería asistir a un baile sin ellas. Te he traído esto para que te lo pongas.
Cassandra reconoció el estuche de cuero marrón ligeramente arañado. Cuando era pequeña, una de sus actividades preferidas era abrir el baúl de su padre con mucho cuidado y después sacar ese estuche y abrirlo para ver su contenido. Alguna vez hasta lo acarició con las yemas de los dedos. En un par de ocasiones incluso llegó a ponérselo y a mirarse en el espejo, aunque sintió que estaba haciendo algo muy malo.
Aceptó el estuche de manos de Wesley y lo abrió. Y vio la cadena de plata tal como la recordaba, aunque pulida hasta hacerla relucir, y el colgante de pequeños diamantes con forma de corazón. Su padre se lo había dado a su madre como regalo de bodas, y era el único objeto de valor que no llegó a vender en los malos tiempos. Ni siquiera llegó a empeñarlo.
No era una joya ostentosa y seguramente tampoco valía demasiado. De hecho, cabía la posibilidad de que los diamantes fueran falsos. Tal vez por eso su padre nunca lo había vendido ni empeñado. Pero su valor sentimental era incalculable.
Wesley lo sacó del estuche y se lo colocó en el cuello.
– ¡Wes, eres maravilloso! -Exclamó al tiempo que acariciaba el colgante-. Pero solo lo llevaré esta noche. Tienes que guardarlo para tu futura esposa.
– Ella no lo valoraría -replicó su hermano-. Solo nosotros podemos hacerlo, Cassie. Me gustaría que lo aceptaras como una especie de regalo. Creo que te pertenece más a ti que a mí. ¡La madre que…! No estás llorando, ¿verdad?
– Creo que sí -contestó Cassandra entre carcajadas al tiempo que se secaba las lágrimas con dos dedos. Después le echó los brazos al cuello y lo abrazó con fuerza.
Su hermano le dio unas palmaditas en la espalda con cierta incomodidad.
– ¿Tu criada se llama Mary? -le preguntó.
– Sí. -Se apartó de Wesley y volvió a acariciar el colgante mientras lo miraba-. ¿Por qué?
– Por nada en particular.
Al cabo de un minuto estaban en la calle. Wesley la ayudó a subir al carruaje que había alquilado para esa noche, tras lo cual emprendieron el camino hacia la mansión de los vizcondes de Compton-Haig.
¡Qué diferente fue su llegada en esa ocasión! Esa noche un criado ataviado con librea la ayudó a apearse del carruaje sobre la alfombra roja y entró en la casa del brazo de su hermano. Esa noche fue capaz de apreciar el esplendor que la rodeaba y de admirar el vestíbulo de mármol, la resplandeciente araña que colgaba del techo, a los criados ataviados con librea y a los invitados vestidos con sus mejores galas.
Esa noche unas cuantas personas cruzaron sus miradas con ella y la saludaron con una inclinación de cabeza. Algunas incluso le sonrieron. No le importó desentenderse por completo de los que no hicieron ni lo uno ni lo otro.
Wesley la acompañó mientras saludaban a los anfitriones y esa noche pudo mirarlos a la cara porque la habían invitado y porque su nombre ya no inspiraba la indignación de la semana anterior.
Y esa noche, nada más trasponer la puerta del salón y mientras ella echaba un vistazo a su alrededor, admirando los arreglos de flores púrpura y blancas y los frondosos helechos, sir Graham y lady Carling se acercaron a hablar con ella y solicitaron que les presentara a Wesley, a quien no conocían. Poco después los condes de Sheringford quisieron saludarlos y el señor Huxtable la invitó a bailar la segunda pieza de la noche. Un par de amigos de Wesley se acercaron a hablar con él, y uno de ellos, un tal señor Bonnard, también la invitó a bailar.
– ¡Que me parta un rayo, Wes! -Exclamó el señor Bonnard, que se llevó el monóculo a medio camino de la cara, aunque no pudo mover la cabeza por culpa de lo almidonado y alto que llevaba el cuello de la camisa-. No sabía que lady Paget era tu hermana. Está claro que fue ella quien se llevó toda la belleza de la familia. Para ti no quedó mucho, ¿verdad?
El señor Bonnard y el otro amigo de su hermano, cuyo nombre ya se le había olvidado, se echaron a reír de buena gana por el ingenioso comentario.
Y después apareció Stephen, que le hizo una reverencia, le sonrió y le preguntó con un brillo travieso en los ojos si había tenido la amabilidad de reservarle una pieza.
– Las dos primeras ya están reservadas -le dijo mientras se abanicaba-, así como la pieza posterior a la cena.
– Espero de todo corazón que ninguna de ellas sea un vals. Me llevaré una terrible decepción si ese es el caso. ¿Me concede el primer vals y el baile previo al descanso de la cena siempre y cuando no coincidan? Y en el caso de que lo hagan, ¿me concede otro baile después?
Estaba demostrando su interés públicamente. No era de mal gusto bailar dos veces con la misma dama durante la misma noche, pero sí un detalle del que todos los presentes tomaban buena cuenta. Porque solía indicar que el caballero en cuestión estaba cortejando a la dama.
Debería aceptar un solo baile. Pero sus ojos azules seguían sonriéndole y el abogado le había dicho que tardaría dos semanas, incluso había admitido que el asunto podría dilatarse todo un mes, y después ella se marcharía de Londres para siempre y viviría en una casita en un pueblecito perdido de la campiña, y no volvería a verlo. Ni volvería a enfrentarse a la alta sociedad.
– Gracias -dijo y dejó de abanicarse para sonreírle.
En ese instante recordó lo sola que se había sentido hacía apenas una semana, en un salón de baile semejante a ese mientras examinaba a todos los caballeros presentes antes de elegirlo a él como su presa.
En ese momento, Stephen era el dueño de un rinconcito de su corazón que siempre le pertenecería. ¡Qué tonta era!
– ¿Vamos? -le preguntó Wesley, y ella se dio cuenta de que las parejas ya ocupaban la pista de baile.
La noche, sin embargo, no iba a transcurrir sin algún contratiempo.
El señor Huxtable fue a reclamar la segunda pieza muy pronto y la condujo a la pista de baile mucho antes de que el resto de las parejas ocuparan su lugar. Eso le dejó claro que quería hablar con ella… sin que nadie los escuchara.
Era un hombre increíblemente apuesto, pensó cuando ya estaban en medio de la pista de baile y se giraron para quedar el uno frente al otro. Era guapo a pesar de tener la nariz ligeramente torcida, o tal vez fuera guapo justo por ese detalle. A muchas mujeres les resultaría irresistible. No era una de ellas. No le gustaban los hombres morenos y taciturnos rodeados por un aura de peligro. Se alegraba muchísimo de no haberlo escogido a él la semana anterior. ¿Lo habría conseguido? ¿Habría conseguido seducirlo… y enredarlo para que le pagara un cuantioso salario como su amante?
– No me hace falta ir con sutileza para abordar el tema del que quiero hablarle, ¿verdad? -le preguntó el señor Huxtable.
Era un hombre muy peligroso, sí.
Sus palabras la sorprendieron, pero no dio muestras de ello. Se abanicó la cara muy despacio.
– Por supuesto que no -contestó-. Prefiero hablar con franqueza. Supongo que quiere decirme que me mantenga alejada de su primo. Necesita que alguien grande y fuerte como usted lo proteja y espante a las mujeres de mala reputación como yo, ¿no es así? Y yo que siempre creí que la misión del demonio era destruir la inocencia, no protegerla…
– Ya veo que le gusta la franqueza, sí -replicó él… y la miró con una sonrisa que parecía muy real-. Merton no es un pusilánime, lady Paget, aunque mucha gente crea que sí. A diferencia de muchos hombres, no siente la necesitad de poner a prueba sus músculos a todas horas para demostrar lo duro y viril que es. ¿Lo escogió porque creía que era débil?
– ¿Que yo lo escogí? -preguntó ella con altivez.
– La vi darse de bruces con él en el salón de baile de Margaret -dijo él.
– Fue un accidente -replicó.
– Fue deliberado.
Enarcó las cejas y siguió abanicándose.
– Pero no es asunto suyo, ¿o sí? -repuso.
– Cuando nos quedamos sin argumentos -dijo él-, siempre es una buena estrategia, tal vez la única posible, recurrir a un tópico.
¿Acaso los músicos iban a estar preparando sus instrumentos toda la vida? ¿Cuándo iban a ocupar las otras parejas sus puestos y a charlar mientras comenzaba la música? ¿Cuántas personas los estaban observando? Sonrió.
– ¿Cómo encaja usted en la familia de lord Merton, señor Huxtable? -le preguntó.
– ¿No se lo ha contado él? -Preguntó a su vez el aludido-. Soy ese primo malvado y peligroso que odia a todos los demás con todas sus fuerzas y que siempre está dispuesto a hacerles daño. Mi padre era el conde de Merton y yo era su primogénito. Por desgracia para mí, mi madre huyó a Grecia cuando se enteró de que estaba embarazada y cuando su padre, mi abuelo, la obligó a regresar a Inglaterra, echando pestes todo el camino, y exigió que mi padre hiciera lo correcto o se enfrentara a las consecuencias, a mí se me había agotado la paciencia y decidí hacer acto de presencia en el mundo dos días antes de que la feliz pareja se casara. Por lo tanto nací bastardo. Por desgracia para mi padre, las muertes de mis hermanos y hermanas se sucedieron con asiduidad, ya fuera durante el parto o durante la infancia. El único superviviente fue el benjamín de la familia, que además y en palabras de mi padre, era un completo idiota. Jonathan se convirtió en conde a la muerte de mi padre, pero murió la noche de su decimosexto cumpleaños y Stephen heredó el título.
El breve y desapasionado relato estuvo teñido de un manifiesto dolor, pero no se lo había contado para despertar su compasión, de modo que reprimió el sentimiento.
– En ese caso me sorprende que no lo odie con todas sus fuerzas -comentó Cassandra-. Él disfruta de lo que debió ser suyo. Tiene su título, su casa y su fortuna.
Varias parejas comenzaban a ocupar la pista de baile.
– Sí, es sorprendente -convino él.
– ¿Por qué no lo odia? -le preguntó.
– Por una sencilla razón -contestó-. Sé de una persona que lo habría querido, y yo quiero a esa persona.
El señor Huxtable no ahondó en el tema, y ella no insistió.
– ¿Espera que Stephen se case con usted? -le preguntó él.
Soltó una discreta carcajada al escucharlo.
– Puede quedarse tranquilo al respecto -contestó-. No estoy interesada en ponerle fin a la libertad de lord Merton. Sé qué clase de servidumbre supone el matrimonio para una mujer, y con una vez me basta y me sobra.
No les quedaba mucho tiempo para seguir hablando sin que las parejas que salían a la pista de baile los oyeran. Los músicos habían dejado de afinar sus instrumentos y estaban preparados para interpretar la primera melodía de la contradanza.
– ¿Le parece que hablemos del tiempo? -propuso.
El señor Huxtable soltó una ronca carcajada.
– ¿De tormentas, terremotos y huracanes? -puntualizó él-. Me parece un tema muy seguro.
CAPÍTULO 17
Stephen no acababa de decidirse sobre el color del vestido de Cassandra. ¿Era rojo o naranja oscuro? Un tono intermedio, más bien. En todo caso, el tejido resplandecía a la luz de las velas y resultaba magnífico. El escote era bastante pronunciado para destacar su busto y las faldas, que caían plisadas desde el talle alto, resaltaban sus curvas y acentuaban el contorno de sus largas y torneadas piernas. Se había recogido la lustrosa melena en la coronilla, pero llevaba algunos mechones sueltos que se rizaban junto al cuello.
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