– Merton, confieso que en un primer momento he malinterpretado la situación. Pero me alegro del anuncio, aunque me parece que quizá debería haber hablado antes conmigo. Sin embargo… ¡qué puñetas! Cassie ya es mayorcita. -Le ofreció la mano derecha y Stephen se la estrechó.

El público no se dispersó con rapidez a pesar de que la cena estaba servida. El murmullo de las conversaciones tenía un sonsonete alegre, casi congratulatorio. O eso le pareció a ella, aunque no le cabía la menor duda de que entre los espectadores había muchos horrorizados por la idea de que el apuesto y codiciado conde de Merton se hubiera comprometido con la asesina del hacha.

Muchas jovencitas estarían inconsolables esa noche, de eso tampoco le cabía la menor duda.

Las hermanas de Stephen lo rodearon de inmediato, procedentes de distintos lugares del salón, y lo abrazaron, tras lo cual la abrazaron a ella con aparente cariño y alegría. Sus maridos felicitaron a Stephen estrechándole la mano mientras que a ella le dedicaron una reverencia. Lo mismo hizo el señor Huxtable, aunque le pareció que esos ojos tan oscuros la taladraban hasta llegar a la parte posterior del cráneo.

Era difícil saber a ciencia cierta si el anuncio alegraba o no a su familia. Era imposible que estuvieran encantados, pero eran personas amables y educadas… obligadas a lidiar con el sorprendente anuncio ante el ávido escrutinio de una buena parte de la alta sociedad.

No les quedaba más remedio que parecer encantados.

– Amor mío -le dijo Stephen con una sonrisa mientras la instaba a tomarlo del brazo-, debemos hablar con los vizcondes de Compton-Haig.

– Por supuesto -convino ella, devolviéndole la sonrisa.

¿Debían hablar con los vizcondes?, se preguntó. ¿Por qué? En ese momento ni siquiera recordaba quiénes eran.

La mayoría de los invitados parecían haber perdido el interés en ellos o más bien habían decidido comentar el escandaloso episodio mientras cenaban. La multitud había menguado. Lady Compton-Haig estaba con su marido junto a la puerta del salón y al verlos recordó, ¡por fin!, que eran los anfitriones del baile.

– Sí, por supuesto -repitió.

Los vizcondes habían tenido el detalle de enviarle una invitación, la primera aparte de la invitación verbal de lady Carling para que asistiera a su té la semana anterior.

– Señora -dijo Stephen mientras tomaba la mano de la vizcondesa una vez que atravesaron el salón de baile; tras una reverencia, se la llevó a los labios-, le pido perdón por haber usado su fiesta para hacer mi anuncio sin consultarla previamente. No tenía intención de comunicarlo esta noche, pero la belleza de su salón de baile sumada a la de la música me ha impulsado a declararme a la dama. Y después, cuando lady Paget me dio el sí… en fin, me temo que perdí la cabeza. Así que no me ha quedado más remedio que explicarle a todo el mundo por qué la estaba besando en su balcón.

El vizconde de Compton-Haig torció el gesto. Su esposa sonrió con calidez.

– Lord Merton -dijo-, no hace falta que se disculpe por haber hecho su anuncio esta noche. Me alegra muchísimo y me honra que lo haya hecho. Como bien sabrá, no tenemos hijos en común, aunque Alastair tiene dos hijos de su primer matrimonio, claro. Así que nunca había imaginado que se pudiera hacer un anuncio semejante en mi casa. Tengo la intención de aprovecharlo al máximo. Acompáñeme, lady Paget.

Después de tomarla del brazo, la vizcondesa se alejó con ella en dirección al comedor, sonriendo y saludando a los invitados mientras caminaban. Al llegar a la mesa de los anfitriones, le indicó que se sentara a su lado. Stephen, que las seguía con el vizconde, ocupó la silla emplazada al otro lado.

Cassandra se percató con cierto alivio de que casi todos los invitados estaban pendientes de la comida y de sus propias conversaciones. No obstante, el murmullo general parecía algo más festivo que de costumbre. Y hubo algunos que los miraron para saludarlos con una sonrisa, o que los miraron sin más. En conjunto la atmósfera no era hostil, aunque era muy posible que el estado anímico de la alta sociedad cambiara por completo al día siguiente, cuando todos asimilaran la noticia y comprendieran que una viuda que seguía siendo una paria (al fin y al cabo solo había recibido una invitación) estaba a punto de conseguir al soltero más cotizado, al mejor partido de toda Inglaterra.

Lo gracioso era que desde el beso Stephen y ella apenas se habían mirado. No habían intercambiado ni una sola palabra. Aunque estuvieron sentados codo con codo durante la cena, no hablaron entre ellos, ocupados como estaban charlando con otras personas. Y sonriendo… siempre sonriendo.

Stephen iba a padecer un terrible bochorno durante un tiempo, cuando la gente comprendiera que en realidad no estaban comprometidos al ver que los periódicos no publicaban ningún anuncio oficial del compromiso.

Sin embargo, los hombres se recuperaban con rapidez de ese tipo de bochornos. Y la población femenina se alegraría de las noticias y lo perdonaría en un santiamén.

«¡Ojalá no hubiera asistido a la fiesta!», exclamó para sus adentros. Y ojalá no hubiera aceptado su invitación a bailar el vals. Y ojalá no le hubiera dejado que la sacara bailando al balcón. Y ojalá no le hubiera permitido que la besara.

Aunque eso era injusto. En realidad, el uso de la palabra «permitir» no era muy acertado. Porque había participado de forma voluntaria, en la misma medida que él.

Salvo en el anuncio que se había visto obligado a hacer.

Claro que, para ser sincera, reconocía que no le había quedado otra alternativa que hacer justo lo que había hecho.

Ojalá el abogado no hubiera exagerado con lo de las dos semanas.

Lord Compton-Haig se puso en pie, instigado por su esposa, y propuso un brindis por la pareja comprometida, de forma que el resto de los invitados se levantaron para alzar las copas y beber, tras lo cual todos volvieron al salón y el baile se reanudó. Stephen bailó con la duquesa de Moreland, su hermana, y ella con el duque. Por suerte, se trataba de una complicada contradanza que no permitía muchos momentos de conversación. El gesto serio del duque de Moreland ponía de manifiesto que tenía un sinfín de cosas que decirle en cuanto se le presentara la oportunidad. Recordó que en algún momento del pasado había sido el tutor legal de Stephen.

El duque solo dijo una cosa de índole personal, que logró de algún modo provocarle un escalofrío.

– Lady Paget, debe venir a cenar a casa algún día de estos. Le diré a la duquesa que lo organice. Así podrá contarnos al detalle qué piensa hacer para lograr la felicidad de Merton.

Cassandra le sonrió.

– Puede estar tranquilo, excelencia -replicó mientras contemplaba esos ojos tan azules, el único rasgo distinto entre él y el señor Huxtable, cuyos ojos eran muy oscuros-. Las esperanzas y los sueños que albergo hacia el conde de Merton deben de ser muy similares a los suyos.

El duque inclinó la cabeza y se alejó para bailar los siguientes pasos con otra dama.

Después de la contradanza lo único que le apetecía era suplicarle a Wesley que la llevara a casa. Sin embargo, no podía hacerlo. No podía abandonar tan pronto al hombre cuya oferta matrimonial acababa de aceptar, mucho menos en unas circunstancias tan públicas.

Sin embargo, ese pensamiento la llevó a otro y tuvo una idea mejor. El duque ya la había llevado de nuevo junto a Wesley, pero su hermano estaba ocupado charlando con un grupo de amigos y se limitó a sonreírle de forma fugaz. De modo que ella abrió el abanico y ojeó el salón. Localizar a Stephen fue fácil, caminaba hacia ella con una cariñosa sonrisa en los labios.

¡Seguro que estaba resentido con ella!

De la misma forma que ella lo estaba con él. Estaba segura de que podría haber afrontado la crisis de alguna otra manera. Aunque bien sabía Dios que no se le ocurría ninguna.

– La última pieza está a punto de empezar -dijo Stephen-. Y creo que me la has reservado.

– Stephen, llévame a casa -le pidió.

Esos ojos azules se clavaron en los suyos, pero la sonrisa no desapareció de sus labios.

– Es una buena idea -dijo él-. Evitaremos la consabida aglomeración de la salida. ¿Has venido con tu hermano?

Asintió con la cabeza.

– Le diré que vuelvo a casa contigo -dijo-. Está aquí mismo.

Wesley se apartó de su grupo de amigos justo mientras ella hablaba.

– Wes -le dijo-, ¿te importa que Stephen me lleve a casa en su carruaje?

– No -respondió su hermano al tiempo que le tendía una mano a Stephen-. Merton, espero que la trate con respeto. De otro modo, tendrá que vérselas conmigo.

«¡Hombres!», pensó ella. Eran unas criaturas ridículas y posesivas. A veces parecían pensar que las mujeres eran incapaces hasta de respirar si no contaban con su ayuda.

Sin embargo, resultaba en cierto modo reconfortante que su hermano ya fuera un hombre. «Tendrá que vérselas conmigo», había dicho. En el caso de Nigel no contó con nadie que dijera algo así, salvo su padre, que siempre fue un hombre demasiado afable y confiado para su propio bien.

Besó a su hermano en la mejilla.

– Young, estoy seguro de que nunca será necesario llegar a esos extremos -replicó Stephen-. Su hermana está en buenas manos.

Una vez que localizaron a los vizcondes de Compton-Haig, se acercaron para disculparse por no participar en la última pieza del baile. La vizcondesa pareció más encantada que ofendida, y tanto ella como su esposo los acompañaron a la planta baja y aguardaron en la puerta a que apareciera el carruaje de Stephen para despedirlos.

Ya en el interior, Cassandra apoyó la cabeza en la mullida tapicería del asiento mientras el carruaje se ponía en marcha y cerró los ojos.

La mano de Stephen encontró la suya en la oscuridad y le dio un apretón en los dedos. Estaba tan cansada que no tenía fuerzas para retirarla.

– Cassandra -lo oyó decir-, lo siento muchísimo. Debería haberte cortejado de una forma más íntima y mucho menos arriesgada. Y sobre todo debería haberte propuesto matrimonio antes de anunciar nuestro compromiso a los cuatro vientos. Pero te he puesto al borde del abismo y no se me ocurrió otra cosa que hacer.

– Lo sé -reconoció ella-. Al principio estaba muy enfadada contigo, pero se me pasó pronto. Hemos sido terriblemente indiscretos. Los dos. No te culpo y te aseguro que no era un ardid para seducirte ni mucho menos. Ha sido una… indiscreción. Por desgracia, tu reacción te va a poner en un aprieto bastante incómodo durante los próximos días, cuando no aparezca el anuncio del compromiso que la gente espera. Pero la gente recobrará pronto la normalidad. Como siempre. Fíjate que solo han tardado una semana en invitar a sus fiestas a la asesina del hacha.

– Cass, habrá un anuncio -la contradijo él al tiempo que le daba otro apretón en la mano-. Cierto que no será en el periódico de mañana, porque ya es tarde. Pero sí lo habrá en el de pasado mañana. Y tendremos que decidir cuándo y dónde se celebrará la boda. Bien aquí en Saint George con la alta sociedad en pleno, bien en algún sitio más íntimo. En Warren Hall, quizá. De todas formas, la gente querrá saberlo. Nos acribillarán a preguntas.

¡Ay, debería haberse imaginado que Stephen llevaría la caballerosidad al extremo!

– Pero, Stephen -protestó sin abrir los ojos y sin volver la cabeza-, no me has hecho ninguna propuesta de matrimonio, ¿cierto? Y yo no he aceptado casarme contigo. Y no aceptaré aunque me la hagas ahora. Ni ahora ni nunca. No me casaré ni contigo ni con nadie. Si hay algo que jamás volveré a hacer en la vida es volver a casarme.

Lo escuchó tomar aire para replicar, pero no dijo nada.

Se mantuvieron en silencio el resto del trayecto.

En cuanto llegaron a su casa, Stephen se apeó sin pérdida de tiempo, desplegó los escalones y la ayudó a bajar. Después, plegó los escalones, cerró la portezuela y levantó la vista para indicarle al cochero que volviera a casa.

– Stephen, no vas a entrar conmigo -le advirtió con voz cortante-. No estás invitado.

El carruaje se alejó traqueteando por la calle.

– Pienso entrar de todas formas -le aseguró él.

Y comprendió, tal como había comprendido la semana anterior después de elegirlo, que Stephen Huxtable, conde de Merton, poseía una vena acerada, y que en ciertas cuestiones se mostraba de lo más inflexible. Esa era una de dichas cuestiones. Ya podía quedarse toda una hora en la calle discutiendo con él, porque al final acabaría entrando. Mejor dejarlo entrar sin más. Estaba empezando a chispear, y en el cielo no se veía ni una sola estrella. Posiblemente faltara poco para que comenzara a diluviar.

– ¡Muy bien! -claudicó, irritada, y se inclinó para coger la llave de debajo de la maceta.