– Sería muy humillante que dijeras que no -comentó ella con una sonrisa.

Su dama de compañía estaba en la casa, durmiendo en el último piso. Al igual que Mary y la pequeña Belinda. Ojalá…

– Debería ser lo más sencillo del mundo -añadió ella-, no lo más difícil.

– ¿El qué? -preguntó al tiempo que se ponía en pie y acortaba la escasa distancia que los separaba para colocar las manos en los reposabrazos de su sillón e inclinarse sobre ella.

– Seducir a un ángel -contestó Cassandra.

La besó.

No habría más sordidez entre ellos. Iba a casarse con ella. Ignoraba cómo lograrlo, pero definitivamente lo haría.

Cassandra iba a convertirse en su esposa.

La puso en pie, todavía abrazados, y la besó con pasión y creciente deseo.

– Creo que deberíamos continuar con esto arriba, Stephen -dijo ella a la postre, tras apartarse un poco.

– ¿Porque podrían interrumpirnos aquí? -preguntó con una sonrisa.

– ¿Como nos interrumpieron en el balcón del salón de baile hace un rato? -replicó ella-. No, pero…

En ese inoportuno momento alguien llamó con suavidad a la puerta de la salita.


¿Qué diantres estaba pasando?, pensó Cassandra. Debía de ser más de medianoche.

Alguien estaba enfermo, concluyó, de modo que se apartó de Stephen y cruzó la estancia para abrir la puerta. ¿Sería Alice? ¿Belinda?

Mary estaba al otro lado de la puerta y junto a ella…

– ¡William! -exclamó al tiempo que daba un paso para abrazar a su hijastro… aunque solo era un año más joven que ella-. ¡Has vuelto! Y nos has encontrado.

– Pero no a tiempo -replicó el recién llegado cuando se separaron. Le pasó un brazo a Mary por encima de los hombros-. Huí de Carmel House sin pensar y descubrí un barco a punto de zarpar para Canadá. Subí a bordo y cuando me di cuenta de que lo había hecho todo mal, estábamos en medio del océano. Aunque la idea era alejarme un tiempo para ver si el asunto quedaba olvidado, resultó que me alejé más de la cuenta. Se tarda una puñetera eternidad en ir y volver a Canadá. Sobre todo cuando uno se va con lo puesto y se ve obligado a trabajar para pagar el pasaje de ida. Y una vez en tierra firme tuve que trabajar de nuevo para comprar el pasaje de vuelta. Tuve suerte de no tener que esperar hasta el año que viene.

– Entra, aquí hay más luz -le dijo-. Mary, tú también. Por supuesto que tienes que entrar.

Tenía que hacerlo… porque William era el padre de Belinda.

– Cassie, no puedes ni imaginarte lo que sentí cuando llegué a Carmel House y descubrí que Mary y Belinda no estaban -dijo William al entrar en la salita-. Y cuando me enteré de que te habían… -Guardó silencio de repente cuando se percató de que había alguien más en la estancia.

– Stephen, te presento a William Belmont -dijo ella-. Es el segundo hijo de Nigel. William, te presento al conde de Merton.

Los dos se saludaron con una reverencia.

– No había tenido el placer hasta ahora -dijo Stephen.

– He venido muy poco a Londres -adujo William-. Siempre he detestado la ciudad. Pasé varios años en Estados Unidos y luego dos en Canadá. Acabo de volver tras una segunda estancia en el país. Los espacios abiertos siempre me han atraído mucho, aunque debo confesar que durante este último año he sentido otro tipo de atracción mucho más poderosa. -Miró hacia atrás, ya que Mary se había quedado en el vano de la puerta, y extendió un brazo hacia ella-. ¿Conoces a mi esposa, Merton? -le preguntó-. Cassie, ¿sabías que Mary es mi esposa? Ella me ha dicho que no, pero me cuesta mucho creerlo. Fue lo que causó la puñetera pelea.

«¿La pelea? ¿¡La pelea de aquella noche!?», exclamó Cassandra para sus adentros.

Miró a la pareja con asombro.

– ¿Estás casada con William, Mary? -le preguntó a la criada.

– Lo siento, milady -contestó Mary sin moverse del lugar que ocupaba-. Cuando Billy volvió de Canadá y se enteró de la existencia de Belinda, salió en busca de una licencia especial y nos casamos a treinta kilómetros de Carmel House el día antes de… El día antes de que se marchara de nuevo. Me dijo que volvería cuando pudiera, y lo ha hecho. -Miró a William con los ojos como platos y una ternura innegable.

– Ven aquí, cariño -le dijo William, haciéndole un gesto con los dedos hasta que ella obedeció y pudo cogerla de la mano. Sin embargo, se mantuvo un tanto rezagada-. Mary se adaptaría estupendamente a la dura vida de los pioneros, ¿verdad, Cassie? Parece frágil, pero no lo es. Aunque no voy a poner su fortaleza a prueba. Voy a sentar cabeza aquí, en este país, que Dios me ayude, y a cuidarlas a Belinda y a ella. Después de enmendar tu situación, por supuesto. No sé cómo Bruce ha podido ser tan tonto como para creer que… -Se interrumpió de nuevo y miró a Stephen, que estaba delante de la chimenea con las manos entrelazadas a la espalda, como antes-. Será mejor que hable mañana contigo -dijo, cambiando de tema-. Aunque no me iré a ningún lado esta noche, si no tienes inconveniente, claro. Quiero quedarme con mi esposa y con mi hija.

Cassandra miró a Stephen con expresión pensativa. En realidad, no estaba comprometida con él. Nunca se casarían. Sin embargo, había sido muy amable con ella. Le debía algo: sinceridad. Si bien Stephen le había preguntado por su vida y por su matrimonio, y también le había preguntado si ella había matado a Nigel (a lo que había respondido que sí), no le había pedido detalles. Aunque debía de preguntarse qué había sucedido. Y, por supuesto, le había mentido.

– Di lo que tengas que decir, William -dijo-. El conde de Merton es mi prometido. Lo hemos anunciado esta misma noche.

Mary se llevó una mano al pecho y después, cuando William cruzó la estancia para estrecharle la mano a Stephen, hizo lo mismo con la otra.

– Me alegro de escucharlo -replicó William-, si es un hombre decente, Merton. Cassie se merece un poco de felicidad. Porque no creerá todas esas tonterías que cuentan de ella, ¿verdad? ¡La asesina del hacha, por Dios! Ni siquiera en la frontera hay muchas mujeres capaces de blandir un hacha… para hacerle mucho daño a alguien, al menos.

– No creo nada de lo que se dice -le aseguró Stephen en voz baja y miró a Cassandra con expresión seria-. Y aunque fuera verdad, estoy seguro de que habría sido en defensa propia y no un asesinato a sangre fría.

– Mi padre podía ser un animal -reconoció William-. Pero era el alcohol lo que lo endemoniaba. Claro que para endemoniarse hasta ese punto tenía que empinar el codo, ¿verdad? En fin, que el culpable era él. Cuando bebía, cosa que hacía poco pero que tendría que haber hecho menos, se convertía en otra persona. Me parece que Cassie le ha proporcionado algunos detalles.

– Sí -contestó Stephen.

– No le habrá dicho que le disparó en una de esas ocasiones, ¿verdad? -Preguntó William, que entrecerró los ojos-. No le habrás dicho eso, ¿verdad, Cassie?

– Creo que deberíamos sentarnos -terció ella después de encogerse de hombros, dirigiéndose al viejo y destartalado diván en vez de sentarse en su sillón habitual. Stephen se sentó a su lado y notó el roce de la manga de su chaqueta en el brazo desnudo.

William le indicó a Mary el sillón que solía ocupar Alice, y esta se sentó en el borde con muchísima incomodidad. William se sentó en un reposabrazos y cogió una de las manos de su esposa.

– El problema de mi padre era que nunca parecía estar borracho, ¿verdad, Cassie? -Le preguntó William, aunque sus ojos estaban clavados en Stephen-. A menos que uno se fijara en su mirada, claro. Además, pocas veces bebía en casa y rara vez lo hacía estando solo. Sin embargo, creo que estaba sobrio cuando le conté lo de mi matrimonio aquella mañana. Debió de empezar a beber después de que yo me marché. No le gustó ni un pelo lo que le dije. Y en cuanto empezaba a beber, era incapaz de parar. Por la noche… En fin, lo escuché gritar y fui a ver lo que pasaba.

– Me enviaron con otra botella -explicó Mary con un hilo de voz mientras miraba a William con tristeza-. Y eso no formaba parte de mi trabajo, nunca hacía esas cosas. Pero el señor Quigley se había quemado la mano con la tetera y la señora Rice se la estaba curando, y era tarde y no quedaban muchos criados en la cocina. Alguien me dijo que la llevara yo. No debería haber ido. Sabía que se lo habías contado, Billy, y me dijiste que vendrías a buscarme antes de que anocheciera, y… y la señora Rice me dijo que tuviera cuidado porque Su Señoría ya estaba bebido.

– No fue culpa tuya, cariño -replicó William-. Tú no tuviste la culpa de nada. No debería haber ido a reservar una habitación en la posada para pasar la noche después de que me dijera que no podíamos dormir juntos bajo su techo. Fue Cassie quien te escuchó gritar y quien fue en tu ayuda. Pero lo único que consiguió fue una paliza por tratar de ayudar. La señorita Haytor también lo intentó. Cuando llegué lo escuché gritar a él, no oí nada más. Abrí la puerta de la biblioteca y lo vi con una pistola en la mano. Así que tampoco habría sido buena idea que gritarais.

– Creo que no hay necesidad de añadir nada más, William -terció Cassandra en ese momento, y de repente se dio cuenta de que aferraba la mano de Stephen con fuerza-. Oficialmente se dictaminó que fue una muerte accidental. Tu padre estaba limpiando la pistola y se le disparó. Nadie podrá demostrar lo contrario. No quiero que…

– Sabrá Dios qué habría hecho con la pistola si yo no hubiera entrado -la interrumpió William-. Tal vez os habría disparado a alguna. El caso es que cuando intenté quitársela de las manos, apenas forcejeó. Y después se apuntó con toda deliberación y se disparó. En el corazón.

Durante unos minutos se hizo un silencio absoluto. Cassandra vio a Alice de pie en el vano de la puerta.

– Es lo mismo que te dije en su momento, Cassie -dijo Alice-. Yo lo vi. Desde donde tú estabas, no pudiste verlo. El señor Belmont se interponía entre vosotros. Y Mary tenía la cara tapada con las manos. Pero yo sí lo vi. Lord Paget se disparó.

– Supongo que debía de odiarse mucho por haber llegado a la situación en la que se encontraba -aventuró William-. Tal vez se dio cuenta de repente de que tenía una pistola en las manos. Tal vez se dio cuenta de repente de que estaba a punto de cometer un asesinato. Tal vez la borrachera se le pasó de golpe y tuvo un instante de lucidez. Fuera como fuese, Cassie, no fue ni asesinato ni un accidente. Fue un suicidio.

Stephen le dio un beso en el dorso de la mano. Al mirarlo, Cassandra vio que tenía los ojos cerrados.

– Huí porque cuando se descubriera que me había casado con Mary, la gente supondría que hubo una discusión y acabé disparando a mi padre -siguió William-. Podrían haberme acusado de asesinato. Podrían haber acusado a Mary de complicidad. Huí porque estaba hecho un lío y creía que lo mejor sería dejar que las cosas se calmaran un poco. Creía que sin mi presencia y sin nadie que supiera de mi matrimonio, la muerte se declararía accidental… tal y como sucedió, al menos oficialmente. Le dije a Mary que no le contara a nadie lo de nuestro matrimonio. Le dije que volvería a buscarla en un año. He tardado un poco más en cumplir mi promesa, lo siento, cariño. Pero, Cassie, pensé que tú estabas al tanto de mi matrimonio. Pensé que mi padre te lo había dicho o que te lo diría Mary. No podía imaginar que te culparan de su muerte, que te creyeran culpable. De haberlo matado con un hacha, nada más y nada menos. ¿Es que el mundo se ha vuelto loco o qué?

– Cassie, no me creíste porque pensabas que solo quería consolarte -dijo Alice desde la puerta-. Tampoco querías creer que el señor Belmont había matado a su padre, aunque lo hubiera hecho para protegeros a Mary y a ti. Supusiste que yo te mentía para que te sintieras mejor.

– Es verdad -admitió ella.

Pero si todo era cierto, la explicación de Alice la cual William acababa de confirmar con su propio relato, Nigel se había suicidado. Si la verdad hubiera salido a la luz, le habrían negado un entierro decente.

¿Le habría importado en aquel entonces?

¿Le importaba en ese momento?

Nigel podría haber matado a alguien aquella noche. Sin embargo, se había suicidado.

Estaba demasiado aturdida como para analizar lo que pensaba o lo que sentía.

– Fue una puñetera estupidez que saliera por patas -dijo William-. Perdón por el lenguaje.

– Desde luego -convino Stephen-. Pero todos cometemos estupideces, Belmont. Aunque le recomiendo que no agrave el error soltando la verdad a los cuatro vientos. Es muy desagradable y tal vez nadie la crea de todas formas. Lo mejor será que nos retiremos todos. Yo me voy a casa. Es preferible dejar las decisiones para mañana o pasado mañana.

– Un consejo muy sensato -replicó Alice, que miró a Stephen con aprobación.

– Alice, tú no estabas presente cuando le he contado a William que lord Merton es mi prometido.