Alice los miró a los dos.
– Sí -fue lo único que dijo su antigua institutriz. Asintió con la cabeza-. Sí. -Y se marchó, posiblemente en dirección a su dormitorio.
William se puso en pie, ayudó a Mary a hacer lo mismo, le echó un brazo por los hombros y salieron juntos de la salita.
Eran marido y mujer, pensó ella. Llevaban casados más de un año. Desde el mismo día que Nigel murió.
Por su propia mano.
Alice no había mentido.
– ¿Por qué me dijiste que habías matado a tu marido? -le preguntó Stephen, que estaba de pie, esperando a que ella se levantara.
Sin embargo, estaba demasiado cansada como para abandonar el diván.
– Todo el mundo lo creía -contestó Cassandra-. Una parte de mí deseaba haberlo hecho.
– ¿Y querías proteger a esa miserable birria de hombre? -replicó él.
– No juzgues a William tan duramente -repuso-. No es un mal hombre. Mary lo quiere y además es el padre de Belinda. Se casó con ella, una criada al servicio de su padre, porque había dado a luz a su hija. Y ha venido a buscarla aunque debía de creer que aún podían responsabilizarlo de la muerte de Nigel. Creo que en el fondo la quiere. Stephen, me negaba a que lo acusaran de asesinato. ¡Por Dios, es el padre de Belinda!
Stephen le tomó la cara entre las manos y le sonrió. Menudo momento para darse cuenta de que estaba locamente enamorada de él, pensó Cassandra.
– Si hay un ángel en esta habitación -dijo él-, te aseguro que no soy yo. -Inclinó la cabeza y la besó en los labios.
– ¿Vas a quedarte esta noche? -le preguntó.
– No -respondió Stephen-. Voy a hacerte el amor de nuevo, Cass. Pero será en nuestra noche de bodas, en nuestro lecho nupcial. Y será una experiencia que no olvidarás en la vida.
– Fanfarrón -replicó.
En fin, pensó un tanto decepcionada, no volvería a suceder. Nunca volvería a acostarse con él.
– Ya me dirás al día siguiente de nuestra noche de bodas si estaba fanfarroneando o no. -Esos ojos azules adquirieron un brillo juguetón mientras le pasaba un brazo por la cintura y la llevaba hasta la puerta de entrada-. Buenas noches, Cass -le dijo, y la besó una vez más antes de abrir la puerta-. Que sepas que vas a tener que casarte conmigo. Te quedarás terriblemente sola si no lo haces. Toda tu familia te abandonará en aras del matrimonio.
– Salvo Wesley -le recordó.
Lo vio asentir con la cabeza.
– Y salvo Roger -añadió.
– Y salvo Roger -convino él, que siguió sonriendo mientras salía de la casa y cerraba la puerta.
Cassandra apoyó la frente en la puerta y cerró los ojos. Intentó recordar por qué no podía casarse con él.
CAPÍTULO 19
– Voy a dar un paseo -dijo Cassandra, aunque no hizo ademán de poner en práctica sus palabras. Estaba de pie junto a la ventana de la salita, contemplando un día que no terminaba de decidirse entre el sol y la lluvia, aunque parecía más inclinado hacia lo segundo.
No había dormido bien… nada sorprendente dadas las circunstancias.
Y esa mañana todo el mundo se había rebelado.
Mary se negaba a dejar de trabajar en la cocina, así como a no llamarla «milady».
– Eres de la familia, Mary, estás casada con mi hijastro -intentó explicarle, pero sin éxito alguno.
– Alguien tiene que preparar el desayuno, hacer el té, lavar los platos y todo lo demás, milady -replicó la aludida-, y será mejor que lo haga yo porque ni la señorita Haytor, ni Billy ni usted saben poner una sartén del derecho. Además, sigo siendo la misma de ayer y la misma del mes pasado, ¿verdad?
William estaba arreglando la puerta de la salita cuando ella bajó, de modo que ya cerraba bien sin tener que darle un empujoncito extra. En cuanto terminó con la puerta, siguió con el tendedero, asegurándolo de forma que no corriera peligro de caer al suelo cuando la colada estuviera tendida. En ese momento estaba limpiando todas y cada una de las ventanas de la casa, por dentro y por fuera. Su hijastro siempre había sido un hombre enérgico e inquieto, y era mucho más feliz realizando algún trabajo físico que matando el tiempo con actividades propias de un caballero. Nigel quiso que hiciera carrera en la Iglesia, pero William se rebeló tras acabar sus estudios en Cambridge.
Alice fue la peor de todos ellos esa mañana. Estaba atacando las sábanas con la aguja, y de un humor de perros. Lucía una irritante expresión de «ya te lo dije», aunque estaba en su derecho porque ciertamente le había dicho que William no había disparado a su padre, sino que Nigel se había suicidado.
Y para colmo le había dado un ultimátum, o algo que a fin de cuentas sonaba como tal.
O aceptaba seguir con el compromiso que habían anunciado la noche anterior en el baile de lady Compton-Haig y que saldría publicado en los periódicos del día siguiente o ella cortaría cualquier relación con el señor Golding.
Era una ridiculez sin pies ni cabeza. Pero Alice no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.
– Estoy segura de que el señor Golding me ha invitado a asistir al cumpleaños de su padre movido por la amistad que nos une -acababa de decirle hacía escasos minutos-. Estoy segura de que cuando volvamos, no volveré a verlo, salvo que nos encontremos por casualidad. Pero como sigas con este absurdo plan de comprarte una casita en algún rincón perdido de Inglaterra, te advierto que no volveré a verlo jamás, Cassie.
– ¡Pero es que para mí sería el paraíso! -protestó ella.
– Tonterías -replicó Alice-. Te aburrirás como una ostra en menos de dos semanas y empezarás a tirarte de los pelos. Sería muchísimo mejor que te casaras con el conde de Merton, porque pese a todo parece que os tenéis cariño y creo que en el fondo es un joven agradable, incluso decente. Además, si rompes el compromiso a estas alturas, se producirá otro escándalo, y eso es lo último que te hace falta. Deberías haber pensado las cosas antes de permitirle que te besara en medio del baile. Si insistes en irte a vivir al campo, yo me voy contigo. Y ya puedes mirarme como te dé la gana. Las miradas no matan. Al fin y al cabo, Mary no se irá contigo, ¿verdad? Y aunque podrás contratar a media docena de criados para reemplazarla, todos serán completos desconocidos. Igual que tus vecinos. ¿Qué van a pensar de una viuda forastera que se va a vivir a su pueblo sin contar siquiera con una dama de compañía para hacer que su casa sea respetable? No, Cassie, si te vas al campo, yo me voy también. -Por si eso fuera poco, Alice parecía tener un as en la manga para ganar la discusión-: Y no volveré a ver al señor Golding en la vida -añadió para reforzar su postura mientras cortaba la hebra con los dedos.
De modo que Cassandra amenazó con salir a dar un paseo.
– Me llevaré a Roger -dijo en ese momento, mientras tamborileaba con los dedos sobre el alféizar.
Sin embargo, el muy traidor de Roger llevaba toda la mañana pegado a William. Al igual que Belinda, que seguía a su padre con la muñeca contra el pecho y los ojos como platos.
– Me parece bien, Cassie -dijo Alice sin levantar la vista de la costura-. Y llévate un paraguas.
No obstante, ya era demasiado tarde. Un carruaje demasiado lujoso para circular por Portman Street enfiló la calle, y eso que desde la distancia era imposible distinguir el blasón ducal que lucía en la portezuela.
Cuando el vehículo se detuvo delante de la casa, sintió una extraña resignación. El cochero se bajó del pescante, desplegó los escalones y ayudó a bajar a la duquesa de Moreland. Ni siquiera se sorprendió al ver que hacía lo mismo con la condesa de Sheringford y lady Montford.
¡Cómo no! El triunvirato al completo.
Su hermano había anunciado su compromiso la noche anterior.
– Tenemos visita, Alice -dijo. La aludida dejó a un lado la costura.
– Te dejaré a solas con ellas -dijo-. Todavía tengo que ocuparme de mi equipaje.
Se marchó antes de que Mary llamara a la puerta para anunciar a las tres damas.
Así comenzaba todo, pensó ella. La gran charada.
– Lady Paget -la saludó la duquesa de Moreland mientras cruzaba la estancia y la abrazaba-. Bueno, como vas a ser nuestra hermana, voy a comportarme como tal y voy a llamarte Cassandra. ¿Te importa? Y tú tienes que llamarme Vanessa. Nos negábamos a esperar a una hora más respetable para hacerte una visita, así que tendrás que perdonarnos. O no, todo depende de ti. El caso es que aquí estamos -concluyó la duquesa con una sonrisa radiante.
La condesa de Sheringford también la abrazó.
– Anoche nos cohibió la gran cantidad de espectadores, por eso no pudimos darte la bienvenida a la familia como nos habría gustado. Stephen se portó muy mal al besarte de esa manera en el balcón, sobre todo porque lo eduqué para que supiera que esas cosas no se hacen, pero fue maravilloso descubrir que está tan enamorado que es capaz de cometer una imprudencia. Es muy raro que Stephen se muestre imprudente. Y estamos encantadísimas de que le haya sucedido contigo. Siempre hemos deseado que encuentre el amor y la felicidad, Cassandra. Y por favor, llámame Margaret.
– Y a mí Katherine -terció la baronesa Montford, que fue la tercera en abrazarla-. ¡Stephen está comprometido y hay que organizar una boda! Todavía no acabo de asimilarlo. Pero tenemos tanto por hacer que ni siquiera sabemos por dónde empezar. Sabemos que no tienes ni madre ni hermanas, aunque ha sido una grata sorpresa enterarnos de que sir Wesley Young es tu hermano y de que no estás sola en este mundo. Meg, Nessie y yo seremos tus hermanas cuando te cases con Stephen, pero no vamos a esperar tanto para ejercer como tales. Te ayudaremos a celebrar tu compromiso y a organizar tu boda.
– La verdad es que somos un poco malas al alegrarnos de que no tengas parientes del género femenino -confesó Vanessa-. Pero nos alegramos igualmente. Vamos a divertirnos de lo lindo durante lo que queda de temporada social… a menos que queráis casaros antes de que acabe, claro. ¿Dónde…?
– ¡Nessie! -La interrumpió Margaret que después se echó a reír y tomó a Cassandra del brazo-. Si no refrenamos un poco nuestro entusiasmo y nuestra cháchara, a Cassandra le va a dar algo. Hemos venido para llevarte a tomar un café y unos dulces… siempre y cuando no tengas otros planes para esta mañana, por supuesto. Y cuando nos hayamos sentado y relajado un poco, hablaremos del baile de compromiso que se celebrará en Merton House. Será el baile más memorable de esta temporada.
Cassandra miró a las tres hermanas, tan guapas y elegantes, tan bien casadas, y se preguntó cómo era posible que se mostraran tan entusiasmadas con el compromiso de su hermano. Hasta un ciego se daría cuenta de que lo adoraban.
Sabía muy bien que en el fondo el entusiasmo no era genuino. Tenían que estar horrorizadas, alarmadas, preocupadas… Supuso que estaban poniéndole buena cara al mal tiempo, ya que consideraban que la situación era irremediable.
Tomó una decisión impulsiva. Representar un papel ante la alta sociedad durante lo que quedaba de temporada social era una cosa. Engañar a las hermanas de Stephen, otra muy distinta.
– Gracias -dijo-. Será un placer tomar un café con vosotras. Y estaré encantada de ayudar en la organización del baile. Pero no habrá boda que planear.
Las tres hermanas la miraron sin comprender.
– No habrá boda -repitió.
Ninguna de las tres habló. La duquesa se llevó las manos al pecho.
– Me gusta vuestro hermano -les aseguró-. Seguramente sea el hombre más amable y decente que he conocido en mi vida. Desde luego que es el más guapo. También es muy… muy atractivo. Creo que la atracción es mutua. De hecho, sé que es así. Ese beso fue el resultado de una atracción mutua, nada más. Fue algo increíblemente imprudente… por ambas partes. El conde de Merton se comportó con gran aplomo y caballerosidad al darse cuenta de que teníamos espectadores. Por eso anunció el compromiso. Pero es una solución que ninguno de los dos desea y tampoco podemos permitir que el resto de nuestra vida quede marcado por culpa de un beso irreflexivo y tonto. Es evidente que él se siente obligado a proteger mi reputación. No puedo humillarlo obligándolo a no publicar el anuncio del compromiso en los periódicos y a eludir la celebración del mismo, de modo que he accedido a seguir comprometida con él hasta el final de la temporada social. Después romperé el compromiso en privado. La reputación de vuestro hermano no sufrirá en absoluto, os lo aseguro. De hecho, todo el mundo se sentirá aliviado por él. Vosotras incluidas.
Las tres hermanas se miraron entre sí.
– ¡Bravo, Cassandra! -exclamó Vanessa.
– Eres muy amable al sincerarte con nosotras -comentó Katherine.
– Y ahora tenemos que decidir si le decimos a Stephen que lo sabemos todo -dijo Margaret con firmeza-. ¿Se enfadará contigo por decírnoslo, Cassandra?
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