Stephen chasqueó la lengua.

– Estaba a punto de preguntarte por los motivos del enfado que existe entre Elliott, Nessie y tú. Ha sido así desde que te conozco. ¿Qué lo ocasionó?

Hacía ocho años que conocía a Constantine. Elliott, en su papel de albacea del testamento del fallecido conde de Merton, fue quien le notificó que había heredado el título y todo lo que este conllevaba. Stephen vivía por aquel entonces con sus hermanas en una casita del pueblo de Throckbridge en Shropshire. Elliott, que poseía el título de vizconde de Lyngate, aunque a esas alturas era duque de Moreland, se convirtió de esa forma en su tutor legal durante cuatro años, hasta que alcanzó la mayoría de edad. Elliott se trasladó un tiempo con ellos a Warren Hall, la casa solariega del conde de Merton emplazada en Hampshire. Con también estuvo allí una breve temporada. Hasta que ellos aparecieron, Warren Hall era su hogar. Era el hermano mayor del conde que acababa de fallecer a la temprana edad de dieciséis años. Era el primogénito del conde que precedió a su hermano, aunque él no pudo heredar el título ya que había nacido dos días antes de que sus padres contrajeran matrimonio, lo que lo convirtió en un hijo ilegítimo a efectos legales.

Desde el principio estuvo claro que Elliott y Con no se soportaban. Más concretamente, quedó claro que eran enemigos acérrimos. Entre ellos había pasado algo grave.

– Tendrás que preguntárselo a Moreland -contestó su primo-. Creo que tiene algo que ver con su condición de imbécil arrogante.

Elliott no era arrogante. Ni imbécil. Sin embargo, su actitud se tornaba muy tensa en presencia de Constantine.

Decidió dejar correr el tema. Era evidente que Con no iba a contarle lo que había pasado, y tenía todo el derecho a salvaguardar sus secretos. Porque Constantine era un hombre muy misterioso, la verdad. Aunque siempre se había mostrado agradable con sus hermanas y con él, su carácter tenía un halo insondable y taciturno pese a su simpatía y a su presta sonrisa. Después de la muerte de su hermano había comprado una propiedad en algún lugar de Gloucestershire, pero nunca los había invitado a visitarlo. Ni a ellos ni a nadie que Stephen conociera. Y nadie sabía cómo podía haberse permitido semejante gasto. Su padre le había dejado dinero en herencia, por supuesto, pero ¿tanto como para poder comprar una propiedad campestre con una mansión?

Claro que eso no era asunto suyo.

Sin embargo, muchas veces se preguntaba por qué Constantine se había mostrado siempre amable con ellos. Tanto sus hermanas como él eran unos completos desconocidos cuando invadieron su hogar y lo reclamaron. El heredó el título de conde de Merton, el mismo título que tenía su hermano, que murió meses antes, y que también había tenido su padre. Un título que podía haber sido de Con si hubiera nacido tres días después o si sus padres hubieran contraído matrimonio tres días antes.

¿No debería haberles demostrado cierto resentimiento o incluso odio? ¿No debería guardarles rencor todavía?

En muchas ocasiones se preguntaba qué guardaba Con en su cabeza, algo que no se permitía expresar ni con palabras ni con actos.

– Debe de estar pasando un calor infernal -comentó Constantine justo después de haber retomado el paseo tras saludar a un grupo de amigos. Acompañó el comentario con un gesto de la cabeza en dirección a la izquierda del camino.

Stephen vio un nutrido grupo de personas paseando por la zona, pero no le costó trabajo entender a quién se refería.

Delante de un grupo de damas ataviadas con vestidos a la moda de colores apropiados para la época estival caminaban otras dos mujeres, una de ellas vestida de un tono marrón rojizo, un color tal vez más propio del otoño, y la otra, de riguroso luto. Vestida de negro de la cabeza a los pies. El velo con el que se ocultaba el rostro era tan tupido que resultaba imposible verle la cara, aunque estaba apenas a unos metros de distancia.

– Pobre mujer -se lamentó Stephen-. Debe de haber enviudado hace poco.

– Y a una edad muy temprana, por lo que se ve -añadió Constantine-. Me pregunto si su cara le hará justicia a su figura.

Stephen se sentía muy atraído por las jovencitas, cuyas figuras tendían a ser delgadas y esbeltas. El día que por fin se decidiera a pensar en el matrimonio, elegiría a su novia entre el grupo más reciente de jovencitas llegado al mercado matrimonial, y entre ellas se decantaría con frío mercantilismo por una belleza que lo atrajera tanto por su físico como por su carácter y a la que pudiera llegar a amar. Una dama que estuviera dispuesta a mirar más allá de su título y de su fortuna para llegar a conocerlo y a quererlo por ser quien era.

La mujer vestida de luto distaba mucho de su ideal femenino. No parecía estar en la flor de la juventud. Así lo atestiguaban las curvas de su figura. Una figura que evidentemente era magnífica, si bien su atuendo no estuviera diseñado para resaltarla ni mucho menos.

Sintió una repentina punzada de deseo y se avergonzó al instante. Se habría avergonzado aunque la mujer no llevara luto. No tenía por costumbre comerse con los ojos a las desconocidas, como solían hacer muchos de sus amigos.

– Espero que no se ase con este calor -comentó-. Ah, mira, por ahí vienen Kate y Monty.

Katherine Finley, la baronesa Montford, era su tercera hermana. Había perfeccionado sus habilidades de amazona durante los cinco años transcurridos desde su matrimonio, y en ese momento se acercaba a caballo. Les sonrió a ambos. Al igual que Monty.

– He venido para que mi montura pudiera galopar a placer -dijo lord Montford a modo de saludo-, pero no lo creo posible, ¿verdad?

– ¡Jasper, no mientas! -Exclamó Katherine-. Has venido a presumir del sombrero nuevo que me has regalado esta mañana. Stephen, ¿a que es precioso? ¿No te parece que eclipso al resto de las damas presentes en el parque, Constantine? -Estalló en carcajadas.

– Yo diría que esa pluma sería un arma letal -contestó Con-, si no se curvara bajo tu barbilla. Ese ángulo, sin embargo, la hace muy favorecedora. Y eclipsarías a todas las damas presentes aunque llevaras un cubo en la cabeza.

– ¡Vaya! -Exclamó Monty-. Un cubo me habría salido mucho más barato que el sombrero. Ya es demasiado tarde.

– Kate, es precioso, de verdad -comentó Stephen con una sonrisa.

– Pero no he venido para presumir del sombrero nuevo de mi esposa -protestó Monty-. He venido para presumir de esposa.

– Bueno, no diréis que no me he salido con la mía -dijo Katherine entre carcajadas-. He logrado un piropo de cada uno de vosotros. Constantine, ¿irás mañana al baile de Meg? Si vas, insisto en bailar una pieza contigo.

Stephen se olvidó por completo de la voluptuosa viuda de negro.

CAPÍTULO 02

A Cassandra le costó muy poco enterarse de que lady Sheringford iba á celebrar un baile. Echó una ojeada a la zona más concurrida de Hyde Park hasta localizar a un nutrido grupo de damas, cinco en total, que paseaban juntas por el sendero y mantenían una animada conversación entre ellas, e instó a Alice a acercarse a ellas y adelantarlas para escuchar lo que estaban diciendo.

Se enteró de más cosas de las que quería saber sobre la última moda en bonetes, como por ejemplo la identidad de aquellas que lucían de maravilla los nuevos modelos y la de aquellas que necesitaban que alguien reuniera el valor necesario para hacerles el favor de señalarles lo mal que les sentaban. Se enteró de las travesuras de sus hijos, que intentaban superarse entre sí. Las travesuras eran entrañables, o eso suponía ella, pero solo porque las víctimas eran las niñeras y las institutrices, no sus propias madres. Todos y cada uno de los niños descritos parecían unos consentidos sin remedio.

Sin embargo y a la postre, la tediosa conversación dio sus frutos. Tres de las damas planeaban asistir al baile de lady Sheringford que se celebraría la noche siguiente en la residencia del marqués de Claverbrook, en Grosvenor Square. Un hecho insólito, ya que según comentó una de las damas el anciano marqués había estado recluido en casa durante años y no salió hasta el día de la boda de su nieto, celebrada hacía ya tres años. No lo habían visto desde entonces. Pero parecía que iba a celebrarse un baile en su residencia.

No obstante, se rumoreaba que pasaba largas temporadas en el campo con su nieto y sus bisnietos, se enteró Cassandra a pesar de no tener ningún interés en las noticias. Y también se decía que su nieta política, la condesa, había encontrado la forma de acabar con su eterno mal humor.

El baile de lady Sheringford en Claverbrook House, en Grosvenor Square, se repitió Cassandra en silencio, memorizando los detalles más importantes de la conversación al tiempo que intentaba desentenderse de la irrelevante miríada de anécdotas.

Tres de las damas iban a asistir, aunque con gran renuencia, por supuesto. Era totalmente incomprensible que una dama tan respetable como lady Sheringford hubiera accedido a casarse con el conde después del gran escándalo que protagonizó unos años antes y que fue de tal magnitud que ninguna persona decente debería recibirlo. ¡Por Dios! Si hasta había tenido un hijo con esa espantosa mujer, que había abandonado a su legítimo esposo para huir con él, cosa que hicieron el día fijado para la boda del conde de Sheringford con su cuñada, la señorita Turner. Había sido un escándalo de los que hacían época.

Sin embargo, las tres irían al baile porque todo el mundo iba a asistir. Y además todo el mundo estaba intrigadísimo por saber cómo iba el matrimonio. No sería de extrañar que después de tres años estuviera haciendo aguas. Aunque no dudaban de que tanto el conde como su esposa se esforzarían por mostrar su mejor cara durante el baile.

Dos de las damas que conformaban el grupo no asistirían. Una porque tenía un compromiso previo, adujo con gran alivio a sus acompañantes. La otra porque se negaba a poner un pie en una casa donde estuviera el conde de Sheringford, aunque el resto del mundo se mostrara dispuesto a perdonar y a olvidar todo el asunto. No iría ni aunque le pagaran una fortuna. Acto seguido, señaló lo irritante que resultaba que su marido se negara en redondo a asistir a los bailes, sabiendo lo mucho que a ella le gustaba bailar.

La cosa cada vez pintaba mejor, pensó Cassandra. La reputación de la condesa estaba ensombrecida por la reputación de libertino y sinvergüenza de su esposo. Sería muy raro que le negaran la entrada a alguien, aun cuando no tuviera invitación. Era evidente que la reputación del conde atraería a un gran número de asistentes, pocos rechazarían la invitación, ya que la curiosidad era el pecado capital de la alta sociedad… y tal vez de la humanidad en su conjunto.

El baile de los Sheringford, pues. Sería la noche siguiente. El tiempo era oro. Le quedaba el dinero justo para pagar el alquiler de una semana y para comprar comida durante dos semanas más. Más allá de esa fecha se extendía un aterrador vacío en el que necesitaría dinero pero no tendría modo alguno de obtenerlo.

Y no estaba sola; de ella dependían otras personas que requerían un techo bajo el que cobijarse y pan que llevarse a la boca. Unas personas que no podían ganarse la vida por sí solas, por diversos motivos.

Alice paseaba en silencio y con gesto desabrido a su lado. Cassandra la había mandado callar en cuanto adelantaron a las cinco damas. Su silencio era ensordecedor y crítico. A Alice no le gustaba la idea en absoluto y su postura era comprensible. Si se volvieran las tornas, a ella tampoco le haría gracia quedarse de brazos cruzados mientras Alice o Mary planeaban prostituirse para que ella pudiera comer.

Por desgracia, no tenía alternativa. O en caso de tenerla, no la veía por ninguna parte, y eso que había pasado incontables noches en vela buscándola.

Echó un vistazo a su alrededor mientras caminaban, con la extraña sensación de encontrarse en una mascarada, oculta su identidad tras una máscara y un dominó. El velo negro era su máscara y el recatado vestido de viuda, su dominó. Podía ver el mundo exterior, aunque poco, pero nadie podía verla a ella.

Eso sí, se estaba asando por culpa de la ropa negra y del velo. Ojalá se nublara un poco, deseó en vano, ya que las nubes eran muy pocas y estaban dispersas.

Daba la impresión de que la alta sociedad en pleno se había congregado en ese reducidísimo tramo de Hyde Park. Se le había olvidado lo concurrido que estaba el parque durante la hora del paseo. Nunca había participado de la costumbre, sin embargo. Se había casado muy joven y no fue presentada en sociedad ni disfrutó de una temporada social. Su mirada pasó sobre las damas, reparando en sus coloridos atuendos, tan costosos y tan a la moda. Sin embargo, no les prestó la menor atención. Ellas no le importaban en absoluto.