– Seguramente -contestó-. Estoy convencida de que cree que nuestro compromiso es real y de que espera poder hacerme cambiar de opinión. Por supuesto, no quiere casarse conmigo de verdad. Pero su caballerosidad no tiene límites.
– Además de que está locamente enamorado -añadió Vanessa con sorna-. Hace un tiempo que lo sabemos a ciencia cierta. Y hace un par de días me confesó que le gustabas de verdad, Cassandra. Y esa admisión, que le gustas «de verdad», es un paso tremendo para un hombre. Creo que la boca masculina está diseñada para que les resulte casi imposible pronunciar cualquier palabra relacionada con el amor, sobre todo cuando tienen que conjugar un verbo y formar una frase como «te quiero».
– Y por eso no podemos darte la razón -apostilló Margaret-. Nos parece lo más lógico que Stephen quiera casarse contigo de verdad.
Cassandra guardó silencio, incapaz de rebatir sus argumentos.
– No le contaremos a Stephen nada de lo que nos has dicho -dijo Katherine, que miró a sus hermanas en busca de confirmación-. Y tal vez nunca haga falta. Pero te aseguro que valoramos muchísimo su felicidad y si solo puede lograrla casándote contigo, haremos todo lo que esté en nuestra mano para asegurarnos de que haya una boda que planear.
– Pero es imposible que me queráis como su esposa -protestó al tiempo que se llevaba una mano al pecho-. Tengo veintiocho años, estuve casada durante nueve años, mi esposo murió en circunstancias tan misteriosas que la opinión pública me tiene por su asesina y lord Merton y yo nos conocimos hace poco más de una semana. -A medida que enumeraba las razones, iba extendiendo los dedos de la otra mano.
– Cassandra, deberías saber algo sobre nosotras -dijo Margaret con un suspiro-. Aunque nos comportamos a la perfección casi todo el tiempo, no crecimos ni nos educamos como la mayoría de los aristócratas y por tanto somos incapaces de pensar como ellos, de ahí que hayamos conseguido hacer funcionar nuestros respectivos matrimonios, si bien en sus comienzos todos fueran potencialmente desastrosos. Es más, hemos logrado convertirlos en matrimonios por amor. ¿Por qué iba Stephen a ser distinto? ¿Por qué vamos a señalarle todos los desastres que podrían sucederle si existe la posibilidad de que encuentre la felicidad?
– Hemos aprendido a confiar en el amor -añadió Katherine con una sonrisa-. Somos unas optimistas natas. Ya te contaré mi historia un día de estos. ¡Se te pondrán los pelos de punta!
– Si no nos vamos pronto -comentó Vanessa-, vamos a tomar ese café y esos dulces como almuerzo en vez de como tentempié.
– Voy en busca de mi sombrero -les dijo.
Mientras subía la escalera, se preguntó si su decisión de explicarles la verdad a las hermanas de Stephen la había librado de complicaciones o le había creado más.
Stephen le había dicho a Vanessa que le gustaba de verdad y lo hizo antes de los acontecimientos de la noche anterior.
Sonrió… y sintió el escozor de las lágrimas en la garganta.
William estaba de rodillas en el pasillo del primer piso, arreglando un tablón suelto del suelo que llevaba crujiendo desde que se habían mudado a la casa.
Tras salir de la Cámara de los Lores, Stephen se marchó a casa en vez de poner rumbo a White's, como era su costumbre. Tenía demasiadas cosas en la cabeza.
De todas maneras, el club sería un lugar muy incómodo después de la noche anterior. Sería la víctima de incontables chistes si lo veían. La Cámara de los Lores ya había sido bastante mala y aunque nadie le había dicho nada abiertamente, había visto algunas sonrisas socarronas muy elocuentes.
La pesadilla de todo caballero era que lo sorprendieran en alguna pequeña e imprudente indiscreción durante un acto público, de modo que se viera abocado a un matrimonio indeseado.
Su indiscreción no había sido pequeña, pero sí muy imprudente.
¡Por el amor de Dios!
Pero ¿sería un matrimonio indeseado?
Estaba enamorado de Cassandra. Se había pasado toda la noche en vela, intentando que la verdad surgiera de entre las capas de culpabilidad, caballerosidad y deseos fantasiosos que lo abrumaban, de modo que pudiera conocer sus verdaderos sentimientos. Aunque la verdad era irrelevante por completo. Tenía que convencer a Cassandra para que se casara con él.
Sin embargo, la verdad era la que era por muchas capas que tuviera encima.
Estaba enamorado de ella.
¿Lo normal era que después de reconocerlo quisiera casarse con ella? ¿De verdad quería casarse, fuera con quien fuese, a una edad tan temprana?
Evidentemente no tenía por qué devanarse los sesos intentando responder esas preguntas. Lo habían pescado besándola y debía casarse con ella. Sobre todo habida cuenta de la reputación de Cassandra.
De camino a casa, decidió que tomaría un almuerzo ligero y que después volvería a salir. Tenía que hablar con William Belmont. Había sido maravilloso escuchar la verdad sobre la debacle de la noche de marras, pero no tenía tan claro que proclamar dicha verdad a los cuatro vientos fuera lo más adecuado.
Lord Paget se había suicidado enfurecido por el alcohol.
Si la verdad salía a la luz, seguramente quisieran exhumar sus restos y sacarlos del camposanto para volver a enterrarlo en un lugar no consagrado.
Y Cassandra era su viuda.
Sin duda alguna se vería envuelta de nuevo en otro escándalo muy desagradable.
Siempre y cuando alguien creyera la historia de Belmont. Cabía la posibilidad de que la mayoría de la gente siguiera creyendo la historia del hacha. Era mucho más sórdida. La verdad solo lograría avivar un escándalo que se estaba convirtiendo en agua pasada. La mayoría de la gente ni siquiera lo creía y ya se estaba aburriendo de los cotilleos.
Tal vez pudiera convencer a Belmont para que se limitara a apoyar la tesis oficial sobre la muerte, que dictaminaba que había sido accidental. No mentiría si declaraba que había estado presente y que había visto lo sucedido. Su palabra tendría bastante peso en la opinión de los demás, salvo en la de aquellas personas dispuestas a creer lo peor. Al fin y al cabo, era hijo del difunto.
Además, tenía que ir a ver a Cassandra después del almuerzo. La llevaría a dar un paseo si el sol se decidía a salir de una vez. Podría comenzar con su campaña de persuasión. Utilizaría todo su encanto para convencerla de que se enamorara de él.
De hecho, se moría de ganas de volver a verla.
Subió los escalones de entrada con rapidez y llamó a la puerta en vez de abrir con su llave. Le lanzó el sombrero al criado que le abrió y le sonrió a su mayordomo, que acababa de salir de la parte trasera de la casa.
– Que no cunda el pánico, Paulson -le dijo-. Almorzaré fiambre, pan y mantequilla. ¿Puedes tenerlo preparado para dentro de media hora?
Sin embargo, Paulson tenía cierta información que comunicarle.
– Milord, lady Sheringford, la duquesa de Moreland y la baronesa Montford están aquí. Creo que en el salón de baile. Dijeron que no se quedarían para el almuerzo, pero ya llevan más de una hora y es posible que hayan perdido la noción del tiempo. He ordenado que preparen un almuerzo frío para las damas. Añadiré un cubierto más para usted, milord. Estará listo en diez minutos.
¿Sus hermanas? ¿En el salón de baile?
No había que ser un genio para adivinar el motivo. Estaban tomando las riendas aun antes de que él se lo pidiera. Estaban organizando su baile de compromiso.
– Gracias, Paulson -le dijo al mayordomo al tiempo que se dirigía a la escalinata.
Subió los escalones de dos en dos.
¿Debería decírselo?, se preguntó. Lo de que su compromiso no era real, al menos en lo concerniente a Cass, por supuesto. No lo haría, decidió antes de llegar al descansillo. Era algo irrelevante. Al final de la temporada social el compromiso sería real para los dos. Iban a casarse en verano. Esperaba que la boda se celebrara en Warren Hall, aunque no le importaba hacerlo en Saint George si eso era lo que ella quería llegado el momento.
Descubrió a sus hermanas de pie en medio del salón de baile, con la cabeza echada hacia atrás mientras inspeccionaban las arañas que colgaban del techo. Había tres, ya que era una estancia muy espaciosa, y nunca la había usado desde que heredó el título. Un caballero soltero no tenía muchas oportunidades para celebrar suntuosas fiestas en su casa.
Su baile de compromiso sería una excepción. Estaba ansioso y entusiasmado por la idea.
Se quedó en la puerta con las manos entrelazadas a la espalda.
– He contado setenta velas en esa araña. Y supongo que habrá otras tantas en la del fondo. La del centro es la más grande. Debe de tener espacio para al menos cien velas. Eso hace un mínimo de doscientas cincuenta velas, sin contar los candelabros de pared. Sería un despilfarro inusitado. Solo las velas costarán una verdadera fortuna.
La voz procedía del estrado de la orquesta, situado en el extremo más alejado de la estancia. No se había percatado de su presencia hasta que la oyó hablar.
Cassandra.
Ella también tenía la cabeza echada hacia atrás.
Como si Paulson y el ama de llaves no supieran cuántas velas hacían falta para iluminar el salón de baile… sin tener que contar los candelabros y acabar con dolor de cuello en el proceso.
– Estaba a punto de mandar llamar a la guardia al enterarme de que habían invadido mi casa -dijo, alzando la voz-. Pero ya veo que sería inútil. ¿Debo suponer que os habéis apoderado de ella hasta el baile de compromiso?
– A menos que tú quieras organizarlo solo, Stephen -señaló Margaret mientras él se adentraba en la estancia.
Sonrió y le dio un beso a su hermana mayor en la mejilla antes de hacer lo mismo con sus otras dos hermanas.
– Tal vez debería llamar a la guardia de todas maneras para que no podáis escapar antes de que llegue ese día -replicó.
Cassandra estaba atravesando la pista de baile, con un ligero rubor en las mejillas.
Se encontró con ella a medio camino, le pasó un brazo por la cintura y le dio un beso fugaz en los labios. Verla en su propia casa le producía una sensación increíble.
– Amor mío -le dijo.
– Stephen -lo saludó ella mientras la hacía girar para quedar de frente a sus hermanas.
Las tres los observaban con idénticas expresiones ufanas.
– Hemos tomado café y dulces juntas -le informó Cassandra-. Me han felicitado por lo menos veinte personas, y eso que ni siquiera se ha publicado el anuncio del compromiso. Ha sido vertiginoso. Y maravilloso -añadió, como si se le hubiera ocurrido después esa idea.
– Menos mal que fuimos sinceros al anunciar nuestro compromiso en el baile de anoche -replicó él.
Cassandra le sonrió con los ojos. Sus hermanas también sonreían. Hasta ese momento se había estado preguntando qué pensarían de su compromiso.
– Menos mal, desde luego -convino Cassandra-. Aunque fuiste tú quien hizo el anuncio.
– Tal y como Dios manda -intervino Meg-. No quiero ni pensar qué habría pasado si llegas a anunciarlo tú, Cassandra.
El comentario hizo que todas se echaran a reír de buena gana.
– ¡Mira que la idea de hacer un anuncio así sin que sea cierto! Stephen, qué cosas tienes. No quiero ni imaginarme qué habría pasado si Cassandra te hubiera llevado la contraria. Solo de pensarlo se me ponen los pelos como escarpias.
– No tendríamos ningún baile fastuoso que organizar -añadió Kate-. Ni una boda todavía más fastuosa este verano.
Se echaron a reír de nuevo, como si fueran cómplices de una conspiración en su contra.
Abrazó a Cassandra con más fuerza y le sonrió.
– Ya veo que mis hermanas y tú os lleváis a las mil maravillas -comentó-. Tendría que haberte advertido que no esperarían a la boda para tomarte bajo el ala.
– Estábamos debatiendo sobre el color de los arreglos florales antes de que nos concentráramos en las arañas -dijo ella-. Hemos decidido que queremos crear un ambiente luminoso y soleado, como un jardín, aunque todavía no hemos decidido qué colores vamos a usar ni cuántos tonos distintos.
– Amarillo y blanco -propuso Stephen-, con muchas plantas verdes.
– Perfecto. -Cassandra lo miró con una sonrisa.
– Magnífico -dijo Nessie-. Cassandra va a llevar un vestido amarillo, Stephen. Resaltará su color de pelo y de piel, claro que estaría guapísima aunque se pusiera un saco. Me muero de envidia por ese pelo.
– Paulson me estará regañando durante un mes si no os llevo a todas al comedor en menos de cinco minutos -les dijo-. Ha preparado un almuerzo frío para los cinco.
– ¡Oh! -Exclamó Cassandra-. No debería…
– … rechazar el almuerzo -se apresuró a decir él-. Estoy de acuerdo contigo. No deberías rechazarlo bajo ningún concepto. Cass, te aseguro que es mejor congraciarse con Paulson y no empezar con mal pie.
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