Stephen no había estado tan ocupado como Cassandra, o al menos no había estado más ocupado de lo habitual. Se había ofrecido para colaborar en los preparativos del baile, que se celebraría en su casa para festejar su compromiso, pero sus hermanas lo habían mirado con la misma expresión entre tierna e impaciente con que lo miraban cuando de pequeño regresaba a casa con los pantalones rotos o las botas manchadas justo cuando se preparaban para asistir a la rifa benéfica de la iglesia.

Parecía que los hombres sobraban en las fiestas de la alta sociedad salvo para ser parejas de baile y asegurarse de que ninguna dama se quedara sin bailar.

Concentró casi todas sus energías en convencer a Cassandra para que se casara con él en verano, sin llegar a decir una sola palabra al respecto. Se concentró en conseguir que se enamorara de él.

Ya no era un asunto de caballerosidad. Estaba en juego su felicidad.

Aunque eso no se lo confesó, claro. Lo último que quería era conseguir que se casara con él por simple lástima. Ya le había dicho en una ocasión que la quería, de modo que había llegado el momento de demostrarle la verdad con sus actos.


El salón de baile era una maravilla. Parecía un jardín en pleno verano, incluida la luz del sol. Por supuesto, no había luz del sol, pero las flores blancas y amarillas, así como el intenso verde de los frondosos helechos conseguían recrear la atmósfera estival, y las arañas del techo brillaban tanto después de que las hubieran pulido que las trescientas velas casi parecían innecesarias.

Además de parecer un jardín, el salón olía como tal. Parecía lleno de aire fresco. Por supuesto, la sensación no duraría demasiado. En cuestión de una hora los invitados comenzarían a llegar y ni siquiera las ventanas abiertas podrían mantener una temperatura agradable. Meg había predicho que el baile sería el mayor éxito de toda la temporada social, y tenía que darle la razón. No solo porque los bailes en Merton House eran una rareza, sino porque con ese baile celebrarían su compromiso con la asesina del hacha. Sabía que el apodo seguía utilizándose en algunos clubes de caballeros y en algunos de los salones más refinados, pero dudaba mucho que la gente lo creyera literalmente. Ojalá pudieran contar la verdad, pero en el fondo estaba convencido de que lo mejor era enterrar el asunto.

Acababa de ofrecer una cena familiar justo antes del baile, una idea de su propia cosecha. Habían asistido sus hermanas, sus cuñados, Con y Wesley Young. En ese momento todos paseaban por el salón de baile, relajándose antes de que la estancia se llenase de invitados.

Los instrumentos de la orquesta estaban en el estrado, pero los músicos habían bajado a las dependencias de los criados para cenar.

– ¿Es tan bonito como te lo imaginabas? -le preguntó a Cassandra tras acercarse a ella por la espalda y rodearle la cintura con un brazo.

– Mucho más -contestó ella con una sonrisa.

Cassandra llevaba un vestido amarillo, como le habían prometido. El tejido relucía con cada movimiento. Era más claro que el dorado y más intenso que el amarillo limón. Las mangas de farol y el escote estaban adornados por un festón y por un sinfín de florecillas blancas. Al igual que los volantes del bajo. Al cuello llevaba el colgante con forma de corazón que su hermano le había regalado y en el brazo tenía el brazalete de pequeños diamantes con forma de corazón que le había dado él como regalo de compromiso y que parecía hacer juego con el colgante.

Se lo había dado esa misma tarde, y Cassandra no tardó en asegurarle que se lo devolvería al romper el compromiso… y esa había sido la única referencia que habían hecho durante toda la semana sobre ese posible suceso.

– Va a ser una noche perfecta -le dijo-. Voy a ser la envidia de todos los caballeros presentes.

– Pues yo creo que todas las damas solteras van a llevar luto riguroso por ti -replicó ella-. Todas llorarán tu pérdida, menos la dama con quien te cases llegado el día, Stephen.

– ¿Este verano? -preguntó, y le sonrió, pero volvió la cabeza hacia la entrada.

La voz de Paulson se escuchaba más fuerte y crispada de lo habitual.

– Todavía no se ha formado la recepción, señor -estaba diciendo el mayordomo-. No esperamos a los invitados hasta dentro de una hora. Permítame llevarlo al salón recibidor y ofrecerle un refrigerio.

Enarcó las cejas al escuchar esas palabras. Si el recién llegado había insistido hasta el punto de llegar al salón de baile pese a la vigilancia de Paulson, seguramente fuera imposible conseguir que se marchara al salón recibidor. Echó a andar hacia la puerta seguido por Cassandra.

– ¡Al cuerno con la recepción, con el baile, con la hora de llegada y con el salón recibidor, imbécil! -Exclamó una voz impaciente y brusca, que posiblemente se dirigiera a Paulson-. ¿Dónde está esa mujer? Voy a verla aunque tenga que echar la casa abajo. ¡Ah, el salón de baile! ¿Está ahí dentro?

Stephen se dio cuenta de que toda su familia se giraba con cierta sorpresa hacia la puerta justo al tiempo que aparecía un caballero ataviado con un gabán negro, un sombrero de copa y una expresión feroz.

– Bruce -dijo Cassandra.

Los ojos del recién llegado se posaron en ella en ese preciso instante, de modo que Stephen le indicó a Paulson que se fuera con un gesto de la cabeza.

– ¿Paget? -dijo al tiempo que daba un paso hacia delante con la mano derecha extendida.

Lord Paget se desentendió de su mano… y de él.

– ¡Tú! -Exclamó en cambio dirigiéndose a Cassandra con brusquedad y señalándola con un dedo acusador-. ¿Qué puñetas crees que estás haciendo?

– Bruce, será mejor que hablemos en privado -dijo Cassandra en voz baja y distante, aunque Stephen se percató de que le temblaba un poco-. Estoy segura de que el conde de Merton nos permitirá el uso del salón recibidor o de la biblioteca.

– ¡No pienso hablar contigo en privado ni muerto! -Replicó lord Paget, adentrándose en la estancia-. Todo el mundo tiene que enterarse de lo que eres y todo el mundo se va a enterar por mí, empezando por estas personas. ¿Qué puñetas…?

Stephen dio otro paso hacia delante. Paget no era un hombre bajo. De hecho, era algo más alto que la media y tampoco podía decirse que fuera delgado. Sin embargo, lo cogió del cuello del gabán y de la pechera de la camisa y lo obligó a ponerse de puntillas con una sola mano. Después se inclinó hacia delante hasta que apenas quedaron un par de dedos entre la nariz de Paget y la suya.

– Paget, no vas a hablar en mi casa a menos que yo te dé permiso -le dijo sin alzar la voz-. Y no vas a usar un vocabulario tan vulgar delante de las damas aunque te lo dé. -La ligera presión que aplicaba con los nudillos sobre su nuez hizo que lord Paget comenzara a ponerse morado.

– ¿Qué damas? -Replicó Paget-. La única mujer que tengo delante no es una dama, Merton.

Esa fue la gota que colmó el vaso de su paciencia. Stephen estampó a Paget contra la pared que tenía por detrás sin soltarle el cuello. La mano libre, con el puño apretado, estaba ya a la altura de su hombro. El sombrero de Paget había quedado en un ángulo imposible, de modo que acabó en el suelo.

– Creo que me falla el oído -dijo-. Pero en el caso de que no sea así, vas a disculparte.

– ¡Al cuerno con las disculpas! -Exclamó Wesley Young, que hervía de furia, por detrás de él-. Déjamelo a mí, Merton. Nadie le habla así a mi hermana y se va de rositas.

– Será mejor que te disculpes, Paget -aconsejó Elliott con voz altiva desde el otro lado-, y que aceptes la propuesta de lady Paget. Pronto llegarán los invitados y nadie quiere que te vean con la nariz rota. Supongo que tú el primero. Será mejor que mantengáis esta discusión en privado. El hermano de lady Paget y su prometido estarán encantados de acompañarte, no me cabe la menor duda.

– Pido disculpas a las damas presentes por el vocabulario empleado -masculló Paget.

Stephen se vio obligado a bajar el puño y soltarle el cuello aunque el significado y la insolencia de sus palabras eran evidentes. Cassandra no estaba incluida en la disculpa.

Paget se enderezó el gabán y la fulminó con la mirada.

– En otra época y en otro lugar, hace mucho que te habrían quemado por bruja, antes de que pudieras hacer ningún daño. Me habría encantado echarle leña a la hoguera.

El puño de Stephen hizo que la cabeza de Paget rebotara contra la pared y que le brotara sangre de la nariz.

– ¡Bravo, Stephen! -exclamó Vanessa.

Paget se sacó un pañuelo de un bolsillo del gabán y se lo llevó a la nariz, tras lo cual le echó un vistazo a la mancha que se extendió por la tela.

– Merton, supongo que os ha convencido a ti y a todos los hombres de Londres, incluso a alguna dama, de que no asesinó a mi padre a sangre fría -dijo Paget-. Y supongo que te ha convencido de que no te pasará lo mismo cuando se canse de ti y quiera buscarse otra víctima. Y supongo que también apoyas incondicionalmente su escandalosa demanda para hacerse con el dinero de mi padre y todas las joyas que le regaló antes de que le disparara en el corazón. Además de ser el mismísimo demonio, también es muy lista.

– No, no lo hagas, Stephen -terció Margaret-. No vuelvas a pegarle. La violencia solo proporciona una satisfacción momentánea, pero no soluciona los problemas.

Era la lógica femenina.

– No, no lo hagas, Wes -le suplicó Cassandra a su hermano.

Stephen no apartó la mirada de la cara de Paget.

– Y yo supongo que te has convencido durante toda una vida de autoengaño de que tu padre no era un alcohólico ocasional que se convertía en un maltratador cruel y violento cuando bebía -replicó en voz baja-. Supongo que creías que la violencia que ejercía no se podía calificar de tal porque la ejercía contra su esposa. Las esposas necesitan disciplina y los maridos están en su derecho legal de administrársela. Aunque dicha violencia tenga como consecuencia que la mujer pierda los hijos que está esperando.

– ¡Ay, Stephen! -exclamó Katherine con voz chillona y estrangulada.

– Mi padre rara vez bebía -se defendió Paget, que miró a los presentes con furia y desdén-. Bebía muchísimo menos que la mayoría de los hombres. No voy a consentir que mancilles su memoria con las mentiras que te ha contado esta mujer, Merton. Es cierto que cuando lo hacía podía perder un poco el control, pero solo cuando la persona en cuestión merecía el castigo. Esta mujer tenía a todos los hombres del vecindario detrás de ella. A saber qué…

– ¿Y tu madre también? -Lo interrumpió Stephen en voz baja-. ¿Tu madre también merecía ser castigada? ¿Merecía incluso ese último castigo? -Se había pasado de la raya. Estaba furioso y no se había parado a medir sus palabras.

Sin embargo, Paget se había puesto blanco. Lo vio limpiarse los hilillos de sangre que le caían por la nariz.

– ¿Qué te ha dicho de mi madre? -quiso saber Paget.

– Aunque Cassie hubiera matado a tu padre -intervino Wesley Young-, seguiría apoyándola. La aplaudiría. Ese cabrón merecía morir. Pido disculpas a las damas por mi vocabulario, pero no pienso retirar la palabra. De todas maneras, ella no lo mató.

– ¿Qué te ha contado de mi madre? -repitió Paget, como si Young no hubiera hablado.

– Solo los rumores que circulan -contestó Stephen con un suspiro-. Todos sabemos lo poco fiables que son los rumores. Pero lo que mi prometida padeció a manos de su marido, tu padre, durante nueve años no es un rumor. Y tú lo sabes, Paget. Y también sabes que si lo hubiera matado, lo habría hecho para salvar su propia vida o la de otra persona que estuviera en peligro a causa de su violencia. Seguro que sabes que no lo mató. Pero te ha venido muy bien fingir que creías que lo hizo y que podrías hacer que la detuvieran y la condenaran por el asesinato. Esa actitud, junto con tu forma de avasallarla para hacerle creer que estaba a tu merced, te ha reportado una enorme fortuna.

– Mi madre murió al caerse de un caballo -le aseguró Paget-. Intentó saltar una cerca demasiado alta para ella.

Stephen asintió con la cabeza. El tiempo pasaba volando. ¿Qué hora era?

– Bruce -dijo Cassandra, y él se giró para mirarla-, si quieres decirme algo más, puedes venir a verme mañana. Vivo en Portman Street.

– Lo sé -replicó el aludido-. Vengo de allí.

– No maté a tu padre -le aseguró ella-. No puedo demostrarlo y tú no puedes demostrar que lo hice. Se dictaminó que su muerte fue un trágico accidente, y así fue. No tengo deseos de entrometerme en tu vida. No tengo deseo alguno de vivir en la residencia de la viuda ni en la residencia de la ciudad. Solo quiero lo que es mío para poder vivir mi vida sin tener que verte ni molestarte nunca más. Lo mejor es que accedas a las demandas más que razonables de mi abogado. No puedes objetar nada contra ellas.