¿Cómo podía obligarlo a casarse con ella?

Cada vez que la asaltaban las dudas, se obligaba a enumerar las razones por las que no podía casarse con él. Lo había elegido de forma premeditada para seducirlo. Lo había embaucado para que se convirtiera en su protector. Había aceptado su dinero, aunque a esas alturas ya se lo había devuelto todo. No le había impedido que la besara en el balcón de lady Compton-Haig. Le había permitido anunciar su compromiso después de que los descubrieran. Y no había acabado con la farsa al día siguiente de dichos acontecimientos. Había… En fin, siempre se detenía al llegar a ese punto. ¿Para qué seguir? La lista ya era suficientemente larga.

Era evidente que no podía casarse con él.

A veces la lista seguía creciendo por más que intentara dejar de pensar en ella. Era tres años mayor que él y había estado casada con anterioridad. Su padre fue un jugador empedernido y su difunto esposo, un alcohólico. Una mujer así no era la esposa adecuada para el joven y carismático conde de Merton.

No obstante y aunque el último mes de la temporada social pareció transcurrir a paso de tortuga, en cierto modo también pasó volando. Porque una vez que llegara a su fin, Stephen volvería solo a Warren Hall para pasar el verano y ella se marcharía a un lugar todavía desconocido: su nuevo hogar.

Y no volverían a verse.

Nunca.

Era el mes de julio. La gente había comenzado a abandonar poco a poco Londres para volver a sus respectivas propiedades campestres o en busca del ambiente más fresco de la costa o de los balnearios. Las sesiones parlamentarias estaban a punto de concluir. La vida social comenzaba a aminorar su frenético ritmo un año más.

Y Cassandra había abandonado Londres. Solo por unos días, cierto. Había ido a Kent para asistir a la boda de la señorita Haytor con el señor Golding, pero Stephen comenzaba a sentirse un poco nervioso. O más bien seguía sintiéndose bastante nervioso, para ser más exactos. La había cortejado de forma insistente durante todo el mes, pero seguía sin saber si sentía algo más que cariño y amistad por él.

Porque ninguna de esas cosas le bastaban.

Comenzó a preguntarse, cuando ya era demasiado tarde, si no debería haberle dicho todos los días que la amaba. Claro que si lo hubiera hecho y no hubiera funcionado, posiblemente estaría preguntándose si no debería haberse mostrado más discreto con sus sentimientos.

Tal parecía que no había reglas para el cortejo. Y no había garantías de que ni siquiera los esfuerzos más denodados produjeran frutos.

Sin embargo, no podía seguir demorando el momento de sacar el tema a colación. Ya lo había dejado pasar demasiado tiempo, y era consciente de que lo había hecho por temor a la respuesta. Porque una vez que la pregunta obtuviera su respuesta, una vez que Cassandra le diera una contestación definitiva, no habría cabida ni siquiera para la esperanza.

Suponiendo, claro estaba, que su respuesta fuera un no.

¿Desde cuándo era tan pesimista?

Cassandra esperaba estar de regreso en Londres el martes posterior a la boda. Sin embargo, Stephen se encontró por casualidad con William Belmont el lunes y descubrió que acababa de llegar.

De modo que no perdió tiempo en ir a verla.

Su visita la tomó por sorpresa. Mary, acostumbrada a su presencia después de un mes y medio, se había vuelto descuidada en sus labores y no entró en la salita para preguntarle a Cassandra si quería recibirlo. Se limitó a saludarlo con una sonrisa mientras abrillantaba el llamador de bronce de la puerta, y después lo precedió al interior de la casa para llamar a la puerta de la salita y abrirla sin más a fin de invitarlo a pasar.

Cassandra estaba de pie frente a la chimenea, con una mano apoyada en la repisa y la otra tapándose la boca. Estaba llorando.

Lo miró con los ojos enrojecidos y expresión espantada antes de volver la cabeza con rapidez.

– ¡Vaya! -Exclamó con fingida alegría-. Me has tomado por sorpresa. Estoy hecha un desastre. Acabo de llegar a casa hace una hora y me he puesto ropa cómoda pero no muy elegante. -Mientras hablaba se dedicó a mullir el cojín de uno de los sillones cercanos a la chimenea, de espaldas a él.

– Cass -le dijo antes de cruzar la estancia a toda prisa para ponerle las manos en los hombros, gesto que la sobresaltó-, ¿qué te pasa?

– ¿A mí? -replicó ella con voz alegre al tiempo que se enderezaba y se zafaba de sus manos para cambiar de lugar el jarrón que descansaba en la mesa situada tras el sillón, aunque apenas lo movió un centímetro-. Nada. Tengo algo en el ojo.

– Sí -convino él-. Lágrimas. ¿Qué ha pasado? -La siguió para ofrecerle un pañuelo.

Cassandra lo aceptó y se enjugó las lágrimas antes de volverse, pero no lo miró. Estaba sonriendo.

– Nada -contestó-. Salvo que Alice se ha casado y va a ser feliz al lado del señor Golding, y que Mary y Belinda se irán con William y también serán felices. Me he dejado llevar por un arranque de autocompasión. Pero en parte son lágrimas de alegría. Porque me alegro muchísimo por ellas.

– Estoy seguro de que lo haces -replicó-. ¿Tú también vas a encontrar la felicidad, Cass? ¿Te vas a casar conmigo? Te quiero, ya lo sabes. Y sabes que no lo digo solo para que aceptes mejor la situación. Te quiero. No me imagino una vida sin ti. A veces creo que te has convertido en el aire que respiro. ¿Tú me quieres? ¿Hay alguna esperanza de que abandones la idea de romper nuestro compromiso y de que te cases conmigo? ¿Este verano? ¿En Warren Hall?

Ya estaba. Lo había soltado. Había contado con un mes para ensayar una declaración decente, pero el momento lo había pillado desprevenido. Y no era el mejor momento para declararse. Cassandra estaba muy afectada y sus palabras habían empeorado la situación. Ni siquiera había acabado de hablar cuando la vio cruzar la estancia para mirar por la ventana, de espaldas a él.

Sin embargo, no le había dicho que no. Esperó con ansia, pero ella guardó silencio.

No, en realidad no estaba guardando silencio. Al cabo de unos momentos comprendió que estaba llorando otra vez y que no lograba contener los sollozos.

– Cass… -Se acercó de nuevo a ella, aunque en esa ocasión no la tocó. Sabía que había pronunciado su nombre con voz triste-. No es solo autocompasión, ¿verdad? ¿Estás intentando encontrar el modo de dejarme sin hacerme daño? ¿No puedes casarte conmigo?

Cassandra tardó un rato en tranquilizarse lo suficiente como para poder contestarle.

– Creo que no me quedará más remedio que hacerlo -dijo por fin-. Creo que estoy embarazada, Stephen. No, no lo creo. Lo sé. Llevo unas cuantas semanas intentando convencerme de lo contrario, pero ya tengo dos faltas y… Estoy embarazada.

Se echó a llorar con tanta pena que la aferró por los hombros, la obligó a volverse y la abrazó para que llorara sobre su hombro.

Sus palabras le habían aflojado las rodillas. El alma se le había caído a los pies.

– ¿Y eso es tan horrible? -le preguntó cuando los sollozos se calmaron un poco-. ¿Es tan malo que te haya dejado embarazada? ¿Es tan malo que tengas que casarte conmigo?

«Así no -suplicó para sus adentros, derrotado-. Así no. Así no, por favor.»

Sin embargo, se había acostado con ella en dos ocasiones durante dos noches consecutivas a pesar de que no debió hacerlo, y en ese momento debía afrontar las consecuencias. Ambos debían afrontarlas.

Cassandra había apartado la cabeza y lo estaba mirando con el ceño fruncido y la cara enrojecida por el llanto.

– No quería que sonara así -le aseguró-. Nada más lejos de mi intención. Pero, Stephen, ¿voy a ser capaz de pasar por esto de nuevo? Después de la última vez creí que ya no podría quedarme embarazada. Fue dos años antes de la muerte de Nigel. ¿Cómo voy a pasar otra vez por eso? ¡No puedo!

Las lágrimas volvieron a resbalar copiosamente por sus mejillas y él por fin lo entendió.

– Cass, no puedo asegurarte nada -susurró al tiempo que tomaba su cara entre las manos para secarle las lágrimas con los pulgares-. Ojalá pudiera, pero no puedo. Sin embargo, sí que puedo prometerte que durante los meses de embarazo que quedan recibirás todo el amor, el cuidado y la mejor atención médica. Tendremos este bebé porque lo queremos y lo deseamos. -Y parpadeó para evitar las lágrimas.

Cass iba a tener un hijo.

Suyo.

Y estaba aterrada por la posibilidad de sufrir otro aborto. El también.

– Puedo hacerlo sola, Stephen -le aseguró-. No es necesario que…

La besó. Con brusquedad.

– Sí que es necesario -la contradijo-. Porque es mi hijo y porque tú eres mi mujer. Y porque te quiero. Me da igual que tú me quieras o no, pero seguiré cortejándote con la esperanza de que algún día lo hagas. Y te haré feliz. Te lo prometo.

– Te he querido casi desde el primer momento -confesó ella-. Pero, Stephen, es tan injusto que…

Volvió a besarla con brusquedad y después la miró con una sonrisa.

Ella se la devolvió, aunque de forma un tanto trémula.

– ¿Te ha visto algún médico? -le preguntó Stephen.

– No.

– Mañana, entonces -dijo-. Le diré a Meg que te acompañe.

– Se escandalizará cuando se entere -protestó.

– No conoces a mis hermanas muy bien, ¿verdad? -replicó él.

Cassandra apoyó la frente en su barbilla.

– Cass -dijo, abrumado de nuevo por el pánico-, te mantendré a salvo, te lo juro.

Una promesa absurda cuando sería ella quien tuviera que pasar el embarazo y, si todo salía como él esperaba, el parto.

Con razón muchas mujeres tildaban a los hombres de ser criaturas desvalidas e inútiles.

– Sé que lo harás -la oyó decir mientras lo abrazaba-. ¡Ay, Stephen! No quería que las cosas fueran así, pero te quiero. Y me esforzaré para que no te arrepientas de nada.

Volvió a besarla.

La cabeza le daba vueltas. Ya estaba hecho. Y nada había salido según lo planeado. No lo había aceptado como consecuencia de su insistente cortejo, sino porque hacía ya más de un mes se había dejado seducir una noche por ella y había accedido a ser su protector porque ella estaba desamparada y él enfadado.

Un comienzo poco prometedor.

Un comienzo que había dado lugar a una nueva vida.

Un comienzo un tanto sórdido gracias al cual habían descubierto el amor y la pasión.

La vida era extraña.

El amor lo era todavía más.

Cass iba a convertirse en su esposa. Porque estaba embarazada. Y porque lo amaba. Iban a casarse.

Se echó a reír, la aferró por la cintura y la levantó en vilo para hacerla girar hasta escuchar sus carcajadas.

CAPÍTULO 22

Cassandra llegó a Warren Hall, la casa solariega de Stephen en Hampshire, un soleado y fresco día de julio. Hasta el día de su boda se alojaría en Finchley Park, una de las propiedades del duque de Moreland situada a unos cuantos kilómetros, pero Stephen quería llevarla en primer lugar a Warren Hall. Quería enseñarle el que sería su hogar.

Cassandra se enamoró en cuanto el carruaje pasó entre los altos pilares de piedra que marcaban la entrada a la propiedad. El camino atravesaba una espesa arboleda, y por un instante la asaltó una sensación de paz y tranquilidad, y, por extraño que pareciera, también tuvo la impresión de que había llegado a casa. Quizá fuera porque tenía los dedos entrelazados con los de Stephen y la felicidad de este por estar allí era obvia.

– Ha sido mi hogar durante ocho años -dijo él con la atención dividida entre el paisaje que iban dejando atrás y ella-. No crecí aquí. Pero experimenté una inmediata sensación de… afinidad cuando vi la casa por primera vez. Como si me hubiera estado esperando toda la vida.

– Sí. -Volvió la cabeza para mirarlo con una sonrisa-. Creo que también me ha estado esperando a mí, Stephen, o espero que lo haya estado haciendo. Tengo la impresión de que he estado aguardando todo este tiempo a que mi vida comenzara, y ahora, a la avanzada edad de veintiocho años, me asalta la extraña sensación de que por fin lo está haciendo. No está a punto de empezar, sino que está empezando. Hablo en presente, no en futuro. ¿Te has parado a pensar que gran parte de nuestra vida sucede en el futuro y, por tanto, no es una vida real?

Solo con Stephen podía hablar de esa manera y estar segura de que la entendía. El futuro había sido la única faceta de su vida que parecía tolerable. Sin embargo, en algunas ocasiones incluso el futuro se había visto truncado y ella se había quedado sin esperanza. Sumida en la desesperación. Pero eso se acabó. Por una vez en la vida estaba viviendo el presente y disfrutándolo a cada paso.

Stephen le dio un apretón en la mano.

– A veces parece que todas las cosas buenas de la vida suceden debido a la desgracia de otras personas -comentó él-. Jonathan Huxtable tuvo que morir a los dieciséis años y Con tuvo que nacer ilegítimo para que yo heredara el título.