Y por fin pudo echarse a reír.
El mundo era un lugar maravilloso, y si bien era cierto que el felices para siempre no existía, al menos sí se podían vivir momentos de felicidad pura e indiscutible que debían disfrutarse al máximo para que su recuerdo hiciera más llevaderos los tiempos difíciles.
Ese día era feliz y, a juzgar por su expresión, Cass también lo era.
El banquete de bodas, al que asistieron varios vecinos junto con el resto de los invitados, duró hasta bien avanzada la tarde. Sin embargo y a la postre, todo el mundo se marchó de Warren Hall. Incluso aquellos que se alojaban en la mansión se trasladaron a Finchley Park para que los novios tuvieran intimidad.
Cassandra descubrió que su dormitorio era una estancia de planta cuadrada y muy espaciosa. Tenía un enorme vestidor adyacente y un acogedor gabinete más allá de dicha estancia, en el que había una puerta que posiblemente comunicara con el vestidor de Stephen y con su dormitorio a través de este.
Compartían varias estancias con vistas al jardín de los parterres y a la fuente situada delante de la fachada principal.
Mientras se cepillaba el pelo, aunque su nueva doncella ya se lo había dejado reluciente, y esperaba a Stephen clavó la mirada en la oscuridad de la noche y escuchó el relajante borboteo de la fuente que le llegaba a través de la ventana abierta.
No tardó mucho. Lo escuchó llamar a la puerta del vestidor y se volvió para verlo entrar.
– Cass, por fin solos -dijo mientras se acercaba a ella con las manos extendidas-. Los quiero a todos, pero creía que no se iban a ir nunca.
Se echó a reír al escucharlo.
– Tus criados habrían estado riéndose todo un mes si todo el mundo se hubiera ido temprano y nosotros nos hubiéramos retirado antes de que anocheciera.
Stephen rió entre dientes.
– Supongo que tienes razón -replicó-. Claro que se reirán durante un mes cuando vean que dan las doce del mediodía y no hemos bajado a desayunar.
– ¡Caray! -exclamó-. ¿Tienes pensado dormir hasta tarde?
– ¿Quién ha dicho nada de dormir? -replicó él.
– ¡Caray! -repitió Cassandra.
Soltó las manos de Stephen para desatarle el cinturón del batín que llevaba puesto. No tenía nada más. Le abrió el batín y se pegó contra él para sentir ese cuerpo fuerte y cálido contra la seda del camisón.
– Stephen, ¿te arrepientes? -le preguntó contra la garganta.
Él le enterró los dedos en el pelo y le tomó la cara con las palmas de las manos para que lo mirase.
– ¿Y tú? -le preguntó a su vez.
– Eso no vale -dijo ella-. Yo he preguntado primero.
– Creo que la vida es una constante toma de decisiones -comentó Stephen-. ¿Adónde voy ahora? ¿Qué cómo? ¿Qué hago? Y todas esas decisiones, más o menos importantes, nos llevan inexorablemente en la dirección en la que queremos ir, aunque no sea de forma consciente. Cuando nos vimos en Hyde Park y después en el baile de Meg, tuvimos varias opciones. En aquel momento no sabíamos adonde nos llevarían, ¿verdad? Creíamos ir en una dirección, pero en realidad nos traían hasta aquí, a través de las numerosas decisiones y elecciones que hemos tomado desde entonces. No me arrepiento absolutamente de nada, Cass.
– ¿Me estás diciendo que el destino nos ha traído hasta aquí? -repuso ella.
– No -contestó él-. El destino solo nos muestra alternativas. Nosotros tomamos las decisiones. Podrías haber elegido a otra persona en el baile de Meg. Yo podría haberme negado a bailar contigo.
– Ni hablar -lo corrigió-, no tuviste alternativa porque empleé mis mejores armas.
– Cierto -admitió él con una sonrisa.
– Podría haberte dejado marchar cuando comprendí que solo aceptarías una relación entre nosotros si me plegaba a tus condiciones.
– Ni hablar -repitió él-, no tuviste alternativa porque empleé mis mejores armas.
– ¿Y qué armas vas a usar ahora? -Le preguntó al tiempo que entornaba los párpados y bajaba la voz-. ¿Te vas a pasar toda la noche de bodas hablando?
– En fin, como las palabras no parecen bastarte, será mejor que pase a la acción.
Se sonrieron hasta que las sonrisas desaparecieron y Stephen la besó.
Conocía su cuerpo. Conocía su manera de hacerle el amor. Conocía lo que era tenerlo dentro. Conocía su cara, su olor y su tacto.
Sin embargo, descubrió que no sabía nada durante la siguiente media hora… y durante toda la noche. Antes de esa noche había conocido a Stephen embargado por la lujuria y por la culpa. Había sentido su placer y casi lo había experimentado ella misma.
No lo conocía enamorado.
No hasta esa noche, no hasta su noche de bodas.
Esa noche reconoció su cuerpo y forma de hacerle el amor, pero esa noche hubo algo más. Esa noche él estaba en cuerpo y alma. Al igual que ella. Y en cuatro ocasiones se fundieron en un solo ser. Porque antes habían sido dos personas bien diferenciadas, pero esa noche crearon una entidad única al saltar desde el precipicio del clímax más intenso y llegar al lugar que había al otro lado; un punto que no era ni un lugar ni un estado que se pudiera describir con palabras, ni que se pudiera recordar con claridad una vez pasado el momento… hasta que volvía a suceder.
– Cass -murmuró Stephen con voz soñolienta cuando el sol comenzaba a brillar al otro lado de la ventana y un pájaro empezaba a practicar sus trinos en alguna rama cercana-, ojalá hubiera un millar de formas de decirte que te quiero. O un millón.
– ¿Por qué? -le preguntó-. ¿Vas a decírmelas todas? Me quedaría dormida muchísimo antes de que terminaras.
Lo escuchó reírse por lo bajo.
– Además, no creo que me canse nunca de escuchar esas palabras.
– Te quiero -dijo él, que le frotó la nariz con la suya tras apoyarse en un codo.
– Lo sé -aseveró antes de que se colocara sobre ella y se lo volviera a demostrar sin palabras.
– Te quiero -dijo ella al terminar.
Stephen correspondió con un gruñido antes de quedarse dormido.
Otro pájaro, o tal vez el mismo, trinaba para otra persona, para alguien que ya se había levantado al amanecer. No había pasado la noche en Warren Hall. Tampoco se había ido a Finchley Park con el resto de la familia. ¿Cómo hacerlo cuando había intercambiado apenas un par de palabras con Elliott desde hacía años?
Elliott lo acusaba de robarle a Jonathan, que era presa fácil. Elliott lo acusaba de ser un canalla, de haber engendrado varios bastardos con un buen número de mujeres de la propiedad.
Elliott, que en otro tiempo fue su mejor amigo y su compañero de travesuras.
Constantine nunca había negado las acusaciones.
Nunca lo haría.
Pasó la noche en casa de Phillip Grainger, un viejo amigo residente en la zona.
En ese momento estaba en el cementerio situado junto la capilla donde Stephen se había casado con lady Paget el día anterior. Todavía quedaban pétalos de rosa en el sendero y en la hierba, los mismos que los niños les habían tirado a los novios.
Estaba al pie de una tumba, mirándola con expresión meditabunda. El largo gabán y el sombrero de copa, que llevaba para protegerse del frío matinal, le conferían un aspecto casi siniestro.
– Jon -dijo en voz baja-, parece que la familia verá otra generación. Nadie lo ha admitido todavía, pero apostaría una fortuna a que lady Merton ya está esperando un hijo. Creo que es una buena persona después de todo. Sé que Stephen lo es, aunque al principio deseaba que no lo fuera. Te caerían bien los dos.
Unos cuantos pétalos de rosa, algo mustios ya, salpicaban la tumba. Se agachó para quitarlos y también quitó el único que había caído sobre la lápida.
– No, los querrías, Jon. Tú siempre querías sin medida y sin control. Incluso me querías a mí.
De un tiempo a esa parte no solía ir mucho a Warren Hall. A decir verdad, le resultaba un poco doloroso. Pero en ocasiones añoraba a Jon. Aunque solo fuera eso, lo único que le quedaba de su hermano: el contorno de una tumba y una lápida que ya acusaba el paso del tiempo.
Jon habría cumplido veinticuatro años.
– Ya me voy -dijo-. Hasta que volvamos a vernos, Jon. Descansa en paz.
Se dio la vuelta y se alejó sin mirar atrás.
EPÍLOGO
El mundo se había reducido a una sucesión de intervalos de dolor y de bendito alivio durante los cuales recuperaba el aliento pero que no bastaban para descansar.
El parto era largo y doloroso, tal como Margaret llevaba horas repitiéndole. Porque los niños llegaban al mundo con dolor.
– Los hombres son unos ignorantes -había comentado su cuñada tras una de las frecuentes visitas de Stephen, que no opuso mucha resistencia cuando lo obligaron a salir-. Ni siquiera soportan ser testigos del dolor.
Tal vez era difícil ser testigo del dolor, pensó Cassandra sumida en ese mundo de intervalos, cuando uno se sabía culpable del mismo y no se podía hacer nada para compartirlo. No ahondó mucho en ese tipo de reflexiones solidarias. Estaba muy ocupada repitiéndose que no volvería a dejar que Stephen se acercara a ella en la vida.
«Por favor, por favor, por favor, por favor…», repetía una y otra vez mientras tomaba aliento al sentir la llegada de otra dolorosa contracción que le tensó el vientre de forma insoportable y le atravesó las entrañas.
Por favor, ¿qué?, se preguntó.
¿Que parara el dolor?
¿Que el bebé naciera?
¿Que naciera vivo?
¿Que naciera sano?
«Por favor, por favor…»
Los sietes meses de matrimonio que Stephen y ella llevaban habían sido increíblemente felices.
Aunque el terror siempre estuvo presente. Por su parte.
Y por la de Stephen, aunque él lo disimulaba tras una máscara de alegría.
– Lo está haciendo bien -escuchó que decía el médico con voz tranquila. Pero era un hombre, y los hombres eran unos ignorantes.
– Está al borde de la extenuación -dijo la voz de Margaret.
– Ya no falta nada -replicó la voz del médico. Después tomó una honda bocanada de aire y… «Por favor, por favor…»
El deseo irresistible de empujar. Y empujó, empujó y empujó hasta que una voz la instó a detenerse para conservar las fuerzas hasta la siguiente contracción. Y después…
«Por favor, por favor…»
Empujó de forma frenética y con todas sus fuerzas hasta quedarse sin aliento. Empujar y el dolor se convirtieron en todo su mundo.
De repente, la insoportable presión abandonó su cuerpo como si de un chorro de agua se tratara, dándole un instante para respirar y…
El llanto de un bebé.
¡Oh!
Y ella exclamó:
– ¡Oh!
– Tiene usted un hijo, milady -le comunicó el médico-. Y parece tener los diez dedos de los pies, los diez dedos de las manos, una nariz, dos ojos y una boca que durante un buen tiempo se encargará de avisarla cada vez que tenga hambre.
Margaret salió a toda prisa del dormitorio para decírselo a Stephen, a quien de todas formas no dejó entrar porque tenía que bañar al bebé, al que envolvió en una abrigada mantilla antes de colocárselo, Cassandra en los brazos. Después procedió a limpiarla a ella y a cambiar la ropa de la cama, y una vez que acabó se demoró un instante para mirarlos, a la madre y a su hijo, con enorme satisfacción.
Margaret y el médico salieron del dormitorio mientras ella contemplaba maravillada la carita enrojecida, fea y a la vez preciosa de su hijo.
Su hijo.
¿Dónde estaba Stephen?, pensó.
Y entonces lo vio, pálido y con unas enormes ojeras como si hubiera sido él quien había sufrido el larguísimo parto. Y en cierto modo así había sido, pobrecillo. Lo vio acercarse a la cama como si temiera hacerlo, con los ojos clavados en ella. Y como si temiera mirar a ese bulto que tenía en los brazos.
– Cass -lo oyó decir-, ¿estás bien?
– Estoy tan cansada que podría dormir un mes entero -le contestó con una sonrisa-. Te presento a nuestro hijo.
Maravillado, Stephen se inclinó con los ojos abiertos de par en par para mirarlo.
– ¿Te imaginas un niño más precioso? -le preguntó al cabo de unos momentos de asombrada contemplación.
Veía a su hijo a través de los ojos de un padre, tal como le sucedía a ella. Tanto Margaret como el médico le habían asegurado que la ligera deformación que presentaba el bebé en la cabeza desaparecería en cuestión de horas, o como mucho al cabo de un par de días.
– No -respondió-. No me lo imagino.
– Está llorando -dijo Stephen-. ¿No deberías hacer algo, Cass?
– Creo que quiere que lo coja su papá -contestó ella.
O tal vez que su madre le diera el pecho.
– No sé si… -Daba la sensación de estar aterrado.
Sin embargo, levantó el bulto envuelto en la mantilla, que no parecía pesar nada, y Stephen cogió al bebé, que dejó de llorar al instante.
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